martes, 31 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 22






Cuando Silvina se marchó, Paula se sintió más sola que en
muchos años. El viento soplaba con fuerza en el exterior de la casa y golpeaba constantemente las contraventanas. 


Estaba destemplada, aunque la temperatura del interior era bastante agradable.


Se acercó al fuego de la chimenea y se puso a pensar.


Su madre siempre la había instado a ser fuerte. Silvina la instaba a superar sus miedos. Y cuando Pedro hablaba de su hijo, Paula sentía la tentación de cambiar de actitud.


De repente, tener un hijo no le parecía tan terrible.


Pero al darse cuenta de lo que estaba pensando, se horrorizó y se puso en tensión. Ser madre era el sueño de Silvina, no el suyo. Ella ni siquiera se quería casar.


Se apartó de la chimenea, activó la alarma y se dirigió a la cocina para preparar unas galletas. A ser posible, de chocolate.


Dos horas después, subió al dormitorio. Estaba física y mentalmente agotada; sólo quería acostarse y dormir.


Pero el sueño se le resistía. Acabó mirando el techo, engullida por el silencio absoluto de la casa. Y al cabo de un rato, oyó el ladrido de un perro a un par de manzanas de allí.


Se estremeció, se tapó con el edredón hasta los hombros y se dijo que no había nada que temer. Ya se había convencido de ello cuando oyó que algo rozaba la contraventana del dormitorio y se asustó.


—Será la rama de un árbol… —se dijo en voz alta—. O quizás un gato…


Sabía que su miedo era irracional, pero no pudo controlarlo, y decidió que si no se quedaba dormida en cinco minutos, se levantaría de la cama, bajaría al salón, se tumbaría en el sofá, y encendería el televisor para ver una película.


En algún lugar de la calle, alguien cerró la portezuela de un coche.


Y justo entonces, oyó un ruido en el exterior del edificio.


Esta vez no era su imaginación. Había alguien.


Se preguntó si sería el ladrón otra vez y pensó que tenía que llamar a la policía, pero su teléfono móvil empezó a sonar e interrumpió sus pensamientos.


Se levantó de la cama furiosa consigo misma por estar tan asustada, y se dirigió al despacho donde había dejado el móvil. En cuanto vio la pantalla del aparato, reconoció el número de Pedro Alfonso.


—¡Pedro! ¡Eres tú! ¡Creo que hay alguien afuera!


—Sí, soy yo.


—Ya sé que eres tú. ¿Crees que no reconozco tu voz? ¡Pero te digo que hay alguien afuera!


Pedro rió.


—No me has entendido. El de afuera soy yo. Anda, baja y ábreme la puerta.


—¿Eres tú?


—Sí —repitió—. Ábreme.


Paula bajó a toda prisa sin molestarse en ponerse unas
zapatillas, y desactivó la alarma antes de abrir la puerta.


Al ver a Pedro, se arrojó a sus brazos.


—¡Vaya! Me gusta que te alegres tanto de verme… —ironizó él.


—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Me has dado un susto de muerte!


Él se rió.


—Es que estaba preocupado por ti. ¿Te encuentras bien?


—Ahora, sí. Pensaba que alguien quería entrar.


—Sí, bueno, lo siento… Me puse a pensar en ti y supe que estarías tumbada en la cama y mirando el techo sin poder dormir. Aunque es normal que estés preocupada; a fin de cuentas, el mundo está lleno de chiflados —se burló.


Paula le puso una mano en los labios y dijo:
—No sigas. No quiero pensar en chiflados.


Ella se dio cuenta de que había cometido un error. La boca de Pedro le pareció tan suave y seductora que sintió el deseo de besarlo.


Necesitaba apartar la mano y alejarse de él, pero no podía. 


Y por la mirada de Pedro, era evidente que él estaba pensando lo mismo.


—Eres una mujer peligrosa. ¿Lo sabías? —dijo él—. En realidad he venido porque yo tampoco podía dormir. Ocupas todos mis pensamientos.


—¿En serio?


—Sí.


Pedro había sido sincero con ella. Paula lo estaba volviendo loco, y sabía que no podía hacer nada salvo dejarse llevar por lo que sentía. Pero le daba miedo.


—He pensado que podía llamarte por teléfono, pero sabía que no admitirías tu preocupación. Eres demasiado orgullosa —afirmó—. Así que he preferido venir.


—No era necesario. Estoy bien.


Él arqueó una ceja.


—¿Bien? ¿Y a qué se debe esa palidez? Pareces un fantasma.


—¡Estoy pálida porque pensaba que el intruso había vuelto!


—Está bien, está bien, es culpa mía. Pero admite que estabas asustada.


Ella se ruborizó levemente.


—¿Y qué? —lo desafió.


—Y nada. Precisamente he venido porque sabía que tendrías miedo, y porque me inquietaba que estuvieras sola en mitad de la noche, Pau. No quiero que estés sola.


El rubor de Paula se volvió más intenso.


—¿Cómo puedes saber lo que sentía?


Él se había formulado la misma pregunta durante el camino, y le dio la misma respuesta.


—No lo sé, la verdad. Todavía no lo he averiguado. Sólo sé que no podía quedarme en casa a sabiendas de que lo estabas pasando mal. Si no te importa, me quedaré un rato contigo y te haré compañía.


Ella sonrió.


—Está bien. Tengo entendido que esta noche daban un maratón de películas en televisión; si te apetece disfrutar del buen cine…


Pedro sonrió.


—Depende… —dijo—. ¿Tienes palomitas?


—¿Que si tengo palomitas? Eso es como preguntar si un leopardo tiene motas —se burló ella.


—Entonces, trato hecho. ¿Dónde está el mando a distancia?






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