martes, 31 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 21





Diez minutos más tarde, cuando ya estaba en la ducha, Paula supo que tenía motivos para estar preocupada. Besar a Pedro era lo más sencillo y lo más natural del mundo. En cuanto la tocaba, en cuanto la tomaba entre sus brazos, perdía el sentido y se entregaba a él.


No sabía lo que estaba haciendo.


Pedro era un hombre que había perdido un hijo al que adoraba. No necesitaba verlos juntos para saber que era un gran padre, y que con toda seguridad, querría tener hijos propios en el futuro.


Al pensar en tener hijos, se estremeció como si hubiera sentido una ráfaga de viento helado. Se acordó de su madre embarazada, que murió en el parto. Y se acordó del bebé, de su hermanita pequeña.


Intentó borrar los recuerdos, pero no pudo; el dolor era tan intenso que los ojos se le llenaron de lágrimas.


Cerró el grifo de la ducha y alcanzó la toalla, negándose a caer en la espiral de la autocompasión. Nunca permitía que la tristeza le durara más de cinco minutos, y sólo muy de cuando en cuando.


Además, Silvina estaba a punto de llegar y no quería que supiera que había estado llorando. Su amiga la conocía tan bien que adivinaría el motivo; sobretodo, porque sólo había cosa que le hiciera llorar.


Se maquilló tan deprisa como pudo y bajó por la escalera, segura de haber disimulado su aspecto. Pero unos minutos después, cuando abrió la puerta principal, Silvina frunció el ceño y preguntó:
—¿Te encuentras bien?


—Por supuesto —respondió mientras recogía su abrigo—. Es que estoy un poco cansada… Ha sido un día largo. ¿Dónde quieres que cenemos?


Silvina se encogió de hombros.


—Donde quieras. No tengo mucha hambre —respondió—. Pero, ¿qué quieres decir con eso de que tu día ha sido largo? ¿Es por el agente de Archivos Nacionales? ¿Te está molestando otra vez? ¿Qué ha pasado al final?


Paula decidió no decir nada sobre el intruso. Silvina estaba
embarazada y su médico le había ordenado que evitara las emociones fuertes y el estrés.


—El agente Alfonso sigue investigando el caso. No sabe cómo es posible que los objetos robados acabaran en manos de mi padre, pero tiene indicios que parecen indicar su inocencia.


—¡Menos mal! —dijo, aliviada—. ¿Se sabe algo del verdadero ladrón? ¿Ha encontrado alguna pista?


—No, todavía no. Si mi padre siguiera vivo, podría decirnos a quién se los compró; pero así es muy difícil.


—¿Y por qué has estado llorando? —preguntó con suavidad—. Sí, no lo niegues, me he dado cuenta… ¿Estabas pensando en tu padre?


—Yo no he estado llorando —mintió.


Silvina la miró con escepticismo y ella no tuvo más remedio que confesar la verdad.


—Está bien, me he emocionado un poco. Pero no es nada.


Su amiga no quedó satisfecha con la respuesta.


—¿Emocionado? ¿Por qué?


Paula no quería mencionar lo de la muerte de su madre; sin
embargo, sabía que Silvina no se dejaría engañar con facilidad y decidió ser sincera, pero con una cuestión que no tenía nada que ver con su tristeza.


Pedro y yo hemos estado saliendo y…


—¿Pedro?


—El agente Alfonso.


Silvina sonrió.


—¡Vaya! Qué callado te lo tenías… ¿Vais en serio?


—No, no…


—¡Oh, Pau, eso es maravilloso! —declaró de repente—. ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Te ha besado? ¿Cómo es? ¿Crees que podría ser lo que necesitas?


—¡No!


—No me mires así —le advirtió con humor—. Te conozco. No estarías saliendo con ese tipo si no te gustara mucho.


—Bueno, no se puede decir que estemos saliendo exactamente. Lo ayudo con el caso y…


—¿Y te besa?


Paula supo que estaba atrapada.


—No es lo que crees. Nos hemos dedicado a comprobar el inventario, en busca de más objetos robados, y a trazar un plan para atrapar al canalla que engañó a mi padre. Lo del beso fue una anécdota, cosas que pasan.


—Cosas que pasan. Sí, claro —dijo Silvina entre risitas—. Pensándolo bien, no quiero salir a cenar. Quedémonos aquí. Quiero que me lo cuentes todo.


Paula preparó una cena rápida a base de pollo y ensalada, pero Silvina casi no probó bocado. Se limitaba a observar a su amiga con los ojos de alguien que la conocía muy bien.


—Háblame de Pedro Alfonso. Si permites que te bese, debe de ser muy especial.


—Sólo fue un beso, Sil…


—Si fueras otra persona, te creería; pero tú no besas a nadie. Tendrás que buscarte una excusa mejor.


Pau frunció el ceño.


—No cometas el error de creer que hay más de lo que hay. No estoy buscando un hombre.


—Lo sé; y eso es lo que más me irrita. Deja de castigarte a ti misma, Pau. No te condenes a una vida de soledad.


Las dos amigas habían mantenido muchas veces aquella
conversación y siempre terminaba del mismo modo.


—Si salgo en serio con un hombre, es posible que quiera tener hijos. Y yo no puedo…


—¡Claro que puedes! —la interrumpió—. Es que tienes miedo, lo cual es comprensible. Pero la muerte de tu madre no fue culpa tuya.


—Tendría que haber hecho algo. Tendría que haberla salvado.


—¿Cómo? ¡Por todos los diablos, sólo eras una niña de doce años…! ¿Qué sabías tú de embarazos y bebés? Y aunque lo hubieras sabido, ¿qué podrías haber hecho?


—No sé, supongo que todo habría sido diferente si mi padre hubiera estado en casa.


—Ésa es otra estupidez. Tu madre murió por un trombo —le recordó —. Podría haber fallecido aunque hubiera estado en el hospital, con un médico a su lado. Lamentablemente, el resultado habría sido el mismo — Paula se mantuvo en silencio, sin saber qué decir—. Mira, comprendo que tengas miedo de quedarte embarazada, pero la vida es así… Tu
madre se puso de parto antes de tiempo, y tu padre se había marchado a una convención porque no esperaba que diera a luz y porque todo parecía ir bien. Fue un golpe de mala suerte. Hiciste todo lo que estuvo en tu mano para ser una niña, Paula… ¡Incluso intentaste llevarla en el coche a un hospital!


—Sí, es verdad, ya lo sé. Pero no sirve para que me sienta mejor — admitió.


—Pau, no quiero que te niegues una experiencia maravillosa porque no quieres tener hijos. Además, hay otras formas de llegar a ese punto… La adopción, por ejemplo. ¿Y quién sabe? Puede que cambies de opinión en el futuro.


—No voy a cambiar de opinión.


—Tal vez cambiarías si te concedieras una oportunidad. ¿Por qué no me acompañas mañana al médico? Tengo que hacerme otra ecografía.


—¿Otra ecografía? ¿Por qué?—preguntó con preocupación.


Silvina sonrió.


—No te preocupes. El bebé y yo estamos bien. Es un examen de rutina, pero John está ocupado y no podrá ir conmigo. He pensado que te apetecería ver a tu futura ahijada.


—Por supuesto que me apetece. Aunque te confieso que me sentiré mucho más aliviada cuando hayas dado a luz.


Silvina le dio una palmadita en la mano y volvió a sonreír.


—Yo también, Pau.



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