martes, 31 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 23





Tras ver una película de dos horas y dar cuenta de todas las
palomitas, Paula estaba tan relajada que se le cerraban los ojos. Se sentía tan segura con Pedro, que había apoyado los pies en la mesa y deseaba apoyarse en su pecho y quedarse dormida.


En lugar de eso, hizo un esfuerzo por mantenerse despierta; pero poco antes de las tres de la madrugada perdió la batalla, cerró los ojos y se quedó dormida.


Pedro parpadeó, sorprendido, cuando vio que se tumbaba sobre él.


—Eh, bella durmiente —dijo entre risas—. ¿Ya te has cansado de ver la televisión?


La única respuesta de Paula fue un ronquido suave.


Él sonrió y le pasó un brazo alrededor de los hombros, pero lo lamentó de inmediato. Debajo de la bata, Paula llevaba un camisón de franela. Y él siempre había sentido debilidad por la franela.


Supuso que la mayoría de la gente lo habría considerado estúpido.


Los hombres tendían a fantasear con mujeres envueltas con telas más seductoras, o mejor aún, con nada en absoluto. 


Pero a él le encantaba la franela. Había algo en su contacto que le resultaba enormemente atractivo. Incluso se imaginó con ella en una cabaña del bosque, desabrochándole los botones mientras la cubría de besos.


Le acarició suavemente el brazo e intentó refrenar sus emociones.


Paula no era su amante. Y por supuesto, tampoco estaban en la cabaña de un bosque.


Había ido a su casa para asegurarse de que se encontraba bien y para hacerle compañía durante un rato. De hecho, ya había conseguido su objetivo. Ni siquiera tenía motivos para permanecer allí.


Además, sabía que estaba jugando con fuego; pero la idea de volver a su casa y meterse en una cama fría y vacía, no le pareció tan interesante como la mujer que descansaba contra su pecho. Y aparentemente, no corría ningún riesgo; Paula estaba dormida y él no tenía intención de aprovecharse de ella.


Estiró las piernas para ponerse más cómodo y cerró los ojos. 


Casi al mismo tiempo, Paula se retorció contra él y hundió la cara en su cuello.


Pedro sintió su aroma y supo que estaba perdido. De repente, todo su cuerpo estaba atento a su respiración, a sus suspiros, al más ligero de sus movimientos. Se repitió que debía darle un beso de buenas noches y marcharse, pero no podía.


Sin embargo, tampoco podía dormir con ella en el sillón. Si se quedaban allí, se quedarían helados.


La apartó con delicadeza, se levantó y se inclinó para tomarla en brazos y llevarla a la cama. Ella abrió los ojos, confundida, y frunció el ceño.


—¿Pedro? ¿Qué ocurre?


—La película ha terminado. Iba a llevarte a la cama.


Demasiado cansada para protestar, ella apoyó la cabeza en su hombro y le pasó los brazos alrededor del cuello.


—Lo siento… —acertó a decir en mitad de un bostezo—. Estoy muy dormida…


Pedro la llevó al dormitorio y la metió en la cama. Después, le dio un beso en la mejilla y dijo:
—Duerme. Voy a apagar las luces del salón.


Su declaración asustó a Paula, que lo tomó de la mano.


—No te vas a ir, ¿verdad?


—¿Quieres que me quede?


Paula supo lo que le estaba preguntando. Si se quedaba en la casa, sería para compartir su cama. Era tan sencillo y tan complicado como eso.


Le apretó la mano y respondió:
—Sí. Quédate.


Cuando Pedro vio su mirada de necesidad, pensó que el mundo podría haber desaparecido en ese momento y a él no le habría importado.


—Vuelvo enseguida —le prometió.


Pedro volvió al salón, apagó el televisor y las luces, y regresó al dormitorio. Una vez allí, se quitó las botas y se metió en la cama.


Paula rió.


—¿Qué haces? ¿Te acuestas con ropa?


—Igual que tú —dijo él—. Ya solucionaremos ese problema más tarde.


Paula esperaba que la besara apasionadamente, pero Pedro le demostró que no era un hombre previsible. Se tumbó de lado, la abrazó y le dio un beso en la mano.


Pedro


—¿Sí?


Paula no fue capaz de pronunciar otra palabra. En ese momento, él le lamió la muñeca y ella se excitó tanto que se preguntó cómo era posible. Hasta la más leve de sus caricias la volvía loca.


Comprendió que había cometido un error al acostarse con él. 


Era demasiado susceptible a su encanto, demasiado vulnerable. Desde el principio, Pedro le había llegado al corazón, y había conseguido que deseara cosas que no quería desear.


Pensó que debía encontrar la forma de sacarlo de su cama. 


Era lo más seguro, y quizás, lo más razonable. Pero estaba harta de jugar seguro, de renunciar al placer por miedo a que le hicieran daño, de protegerse en exceso. Además, su aroma y su calor la embriagaban y la llenaban de necesidad.


Por una vez, quería sentirse libre. Por una vez, quería olvidar el pasado y ser como cualquier mujer normal y corriente, capaz de entregarse al hombre en el que no podía dejar de pensar.


Pedro volvió a besarle la muñeca y ella gimió y se arqueó.


Había tomado una decisión.


Sus bocas se encontraron en un beso apasionado. Pedro le soltó el cinturón de la bata y ella no encontró ningún motivo para oponerse; bien al contrario, lo empezó a acariciar con tanta dulzura y tanta necesidad que lo puso nervioso.


—Basta… —protestó, desesperado.


Ella sonrió y él no deseó otra cosa que volverla loca de placer. Se desnudaron poco a poco en la oscuridad, prenda a prenda, hasta que todos los obstáculos desaparecieron y los dejaron piel contra piel.


La besaba con toda la pasión de la que era capaz. Y Paula
respondía del mismo modo, sorprendiéndolo con su entrega y amenazando su autocontrol de mil formas distintas.


En determinado momento, ella lo atrajo hacia sí para que la
penetrara. Pedro apenas tuvo tiempo de ponerse un preservativo; de repente, se encontró en su interior y supo que Paula estaba tan sorprendida como él. Era obvio que no esperaba sentir un deseo tan incontrolable. Le hacía el amor con desenfreno, como si llevara demasiado tiempo sola, como si lo necesitara mucho más de lo que ella misma estaba dispuesta a admitir.


Se preguntó quién era aquella mujer que lo asombraba
constantemente. Se hizo un montón de preguntas que se fueron apagando entre la abrumadora sensación de su cuerpo, y el placer dulce y puro que lo dominaba.


Gimió e intentó recobrar el control. Sin embargo, Paula arqueó las caderas y soltó un grito que destrozó el silencio de la noche.


Había llegado al orgasmo. Y él, satisfecho, se dejó llevar.


Nunca se había sentido tan feliz.




NO TE ENAMORES: CAPITULO 22






Cuando Silvina se marchó, Paula se sintió más sola que en
muchos años. El viento soplaba con fuerza en el exterior de la casa y golpeaba constantemente las contraventanas. 


Estaba destemplada, aunque la temperatura del interior era bastante agradable.


Se acercó al fuego de la chimenea y se puso a pensar.


Su madre siempre la había instado a ser fuerte. Silvina la instaba a superar sus miedos. Y cuando Pedro hablaba de su hijo, Paula sentía la tentación de cambiar de actitud.


De repente, tener un hijo no le parecía tan terrible.


Pero al darse cuenta de lo que estaba pensando, se horrorizó y se puso en tensión. Ser madre era el sueño de Silvina, no el suyo. Ella ni siquiera se quería casar.


Se apartó de la chimenea, activó la alarma y se dirigió a la cocina para preparar unas galletas. A ser posible, de chocolate.


Dos horas después, subió al dormitorio. Estaba física y mentalmente agotada; sólo quería acostarse y dormir.


Pero el sueño se le resistía. Acabó mirando el techo, engullida por el silencio absoluto de la casa. Y al cabo de un rato, oyó el ladrido de un perro a un par de manzanas de allí.


Se estremeció, se tapó con el edredón hasta los hombros y se dijo que no había nada que temer. Ya se había convencido de ello cuando oyó que algo rozaba la contraventana del dormitorio y se asustó.


—Será la rama de un árbol… —se dijo en voz alta—. O quizás un gato…


Sabía que su miedo era irracional, pero no pudo controlarlo, y decidió que si no se quedaba dormida en cinco minutos, se levantaría de la cama, bajaría al salón, se tumbaría en el sofá, y encendería el televisor para ver una película.


En algún lugar de la calle, alguien cerró la portezuela de un coche.


Y justo entonces, oyó un ruido en el exterior del edificio.


Esta vez no era su imaginación. Había alguien.


Se preguntó si sería el ladrón otra vez y pensó que tenía que llamar a la policía, pero su teléfono móvil empezó a sonar e interrumpió sus pensamientos.


Se levantó de la cama furiosa consigo misma por estar tan asustada, y se dirigió al despacho donde había dejado el móvil. En cuanto vio la pantalla del aparato, reconoció el número de Pedro Alfonso.


—¡Pedro! ¡Eres tú! ¡Creo que hay alguien afuera!


—Sí, soy yo.


—Ya sé que eres tú. ¿Crees que no reconozco tu voz? ¡Pero te digo que hay alguien afuera!


Pedro rió.


—No me has entendido. El de afuera soy yo. Anda, baja y ábreme la puerta.


—¿Eres tú?


—Sí —repitió—. Ábreme.


Paula bajó a toda prisa sin molestarse en ponerse unas
zapatillas, y desactivó la alarma antes de abrir la puerta.


Al ver a Pedro, se arrojó a sus brazos.


—¡Vaya! Me gusta que te alegres tanto de verme… —ironizó él.


—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Me has dado un susto de muerte!


Él se rió.


—Es que estaba preocupado por ti. ¿Te encuentras bien?


—Ahora, sí. Pensaba que alguien quería entrar.


—Sí, bueno, lo siento… Me puse a pensar en ti y supe que estarías tumbada en la cama y mirando el techo sin poder dormir. Aunque es normal que estés preocupada; a fin de cuentas, el mundo está lleno de chiflados —se burló.


Paula le puso una mano en los labios y dijo:
—No sigas. No quiero pensar en chiflados.


Ella se dio cuenta de que había cometido un error. La boca de Pedro le pareció tan suave y seductora que sintió el deseo de besarlo.


Necesitaba apartar la mano y alejarse de él, pero no podía. 


Y por la mirada de Pedro, era evidente que él estaba pensando lo mismo.


—Eres una mujer peligrosa. ¿Lo sabías? —dijo él—. En realidad he venido porque yo tampoco podía dormir. Ocupas todos mis pensamientos.


—¿En serio?


—Sí.


Pedro había sido sincero con ella. Paula lo estaba volviendo loco, y sabía que no podía hacer nada salvo dejarse llevar por lo que sentía. Pero le daba miedo.


—He pensado que podía llamarte por teléfono, pero sabía que no admitirías tu preocupación. Eres demasiado orgullosa —afirmó—. Así que he preferido venir.


—No era necesario. Estoy bien.


Él arqueó una ceja.


—¿Bien? ¿Y a qué se debe esa palidez? Pareces un fantasma.


—¡Estoy pálida porque pensaba que el intruso había vuelto!


—Está bien, está bien, es culpa mía. Pero admite que estabas asustada.


Ella se ruborizó levemente.


—¿Y qué? —lo desafió.


—Y nada. Precisamente he venido porque sabía que tendrías miedo, y porque me inquietaba que estuvieras sola en mitad de la noche, Pau. No quiero que estés sola.


El rubor de Paula se volvió más intenso.


—¿Cómo puedes saber lo que sentía?


Él se había formulado la misma pregunta durante el camino, y le dio la misma respuesta.


—No lo sé, la verdad. Todavía no lo he averiguado. Sólo sé que no podía quedarme en casa a sabiendas de que lo estabas pasando mal. Si no te importa, me quedaré un rato contigo y te haré compañía.


Ella sonrió.


—Está bien. Tengo entendido que esta noche daban un maratón de películas en televisión; si te apetece disfrutar del buen cine…


Pedro sonrió.


—Depende… —dijo—. ¿Tienes palomitas?


—¿Que si tengo palomitas? Eso es como preguntar si un leopardo tiene motas —se burló ella.


—Entonces, trato hecho. ¿Dónde está el mando a distancia?






NO TE ENAMORES: CAPITULO 21





Diez minutos más tarde, cuando ya estaba en la ducha, Paula supo que tenía motivos para estar preocupada. Besar a Pedro era lo más sencillo y lo más natural del mundo. En cuanto la tocaba, en cuanto la tomaba entre sus brazos, perdía el sentido y se entregaba a él.


No sabía lo que estaba haciendo.


Pedro era un hombre que había perdido un hijo al que adoraba. No necesitaba verlos juntos para saber que era un gran padre, y que con toda seguridad, querría tener hijos propios en el futuro.


Al pensar en tener hijos, se estremeció como si hubiera sentido una ráfaga de viento helado. Se acordó de su madre embarazada, que murió en el parto. Y se acordó del bebé, de su hermanita pequeña.


Intentó borrar los recuerdos, pero no pudo; el dolor era tan intenso que los ojos se le llenaron de lágrimas.


Cerró el grifo de la ducha y alcanzó la toalla, negándose a caer en la espiral de la autocompasión. Nunca permitía que la tristeza le durara más de cinco minutos, y sólo muy de cuando en cuando.


Además, Silvina estaba a punto de llegar y no quería que supiera que había estado llorando. Su amiga la conocía tan bien que adivinaría el motivo; sobretodo, porque sólo había cosa que le hiciera llorar.


Se maquilló tan deprisa como pudo y bajó por la escalera, segura de haber disimulado su aspecto. Pero unos minutos después, cuando abrió la puerta principal, Silvina frunció el ceño y preguntó:
—¿Te encuentras bien?


—Por supuesto —respondió mientras recogía su abrigo—. Es que estoy un poco cansada… Ha sido un día largo. ¿Dónde quieres que cenemos?


Silvina se encogió de hombros.


—Donde quieras. No tengo mucha hambre —respondió—. Pero, ¿qué quieres decir con eso de que tu día ha sido largo? ¿Es por el agente de Archivos Nacionales? ¿Te está molestando otra vez? ¿Qué ha pasado al final?


Paula decidió no decir nada sobre el intruso. Silvina estaba
embarazada y su médico le había ordenado que evitara las emociones fuertes y el estrés.


—El agente Alfonso sigue investigando el caso. No sabe cómo es posible que los objetos robados acabaran en manos de mi padre, pero tiene indicios que parecen indicar su inocencia.


—¡Menos mal! —dijo, aliviada—. ¿Se sabe algo del verdadero ladrón? ¿Ha encontrado alguna pista?


—No, todavía no. Si mi padre siguiera vivo, podría decirnos a quién se los compró; pero así es muy difícil.


—¿Y por qué has estado llorando? —preguntó con suavidad—. Sí, no lo niegues, me he dado cuenta… ¿Estabas pensando en tu padre?


—Yo no he estado llorando —mintió.


Silvina la miró con escepticismo y ella no tuvo más remedio que confesar la verdad.


—Está bien, me he emocionado un poco. Pero no es nada.


Su amiga no quedó satisfecha con la respuesta.


—¿Emocionado? ¿Por qué?


Paula no quería mencionar lo de la muerte de su madre; sin
embargo, sabía que Silvina no se dejaría engañar con facilidad y decidió ser sincera, pero con una cuestión que no tenía nada que ver con su tristeza.


Pedro y yo hemos estado saliendo y…


—¿Pedro?


—El agente Alfonso.


Silvina sonrió.


—¡Vaya! Qué callado te lo tenías… ¿Vais en serio?


—No, no…


—¡Oh, Pau, eso es maravilloso! —declaró de repente—. ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Te ha besado? ¿Cómo es? ¿Crees que podría ser lo que necesitas?


—¡No!


—No me mires así —le advirtió con humor—. Te conozco. No estarías saliendo con ese tipo si no te gustara mucho.


—Bueno, no se puede decir que estemos saliendo exactamente. Lo ayudo con el caso y…


—¿Y te besa?


Paula supo que estaba atrapada.


—No es lo que crees. Nos hemos dedicado a comprobar el inventario, en busca de más objetos robados, y a trazar un plan para atrapar al canalla que engañó a mi padre. Lo del beso fue una anécdota, cosas que pasan.


—Cosas que pasan. Sí, claro —dijo Silvina entre risitas—. Pensándolo bien, no quiero salir a cenar. Quedémonos aquí. Quiero que me lo cuentes todo.


Paula preparó una cena rápida a base de pollo y ensalada, pero Silvina casi no probó bocado. Se limitaba a observar a su amiga con los ojos de alguien que la conocía muy bien.


—Háblame de Pedro Alfonso. Si permites que te bese, debe de ser muy especial.


—Sólo fue un beso, Sil…


—Si fueras otra persona, te creería; pero tú no besas a nadie. Tendrás que buscarte una excusa mejor.


Pau frunció el ceño.


—No cometas el error de creer que hay más de lo que hay. No estoy buscando un hombre.


—Lo sé; y eso es lo que más me irrita. Deja de castigarte a ti misma, Pau. No te condenes a una vida de soledad.


Las dos amigas habían mantenido muchas veces aquella
conversación y siempre terminaba del mismo modo.


—Si salgo en serio con un hombre, es posible que quiera tener hijos. Y yo no puedo…


—¡Claro que puedes! —la interrumpió—. Es que tienes miedo, lo cual es comprensible. Pero la muerte de tu madre no fue culpa tuya.


—Tendría que haber hecho algo. Tendría que haberla salvado.


—¿Cómo? ¡Por todos los diablos, sólo eras una niña de doce años…! ¿Qué sabías tú de embarazos y bebés? Y aunque lo hubieras sabido, ¿qué podrías haber hecho?


—No sé, supongo que todo habría sido diferente si mi padre hubiera estado en casa.


—Ésa es otra estupidez. Tu madre murió por un trombo —le recordó —. Podría haber fallecido aunque hubiera estado en el hospital, con un médico a su lado. Lamentablemente, el resultado habría sido el mismo — Paula se mantuvo en silencio, sin saber qué decir—. Mira, comprendo que tengas miedo de quedarte embarazada, pero la vida es así… Tu
madre se puso de parto antes de tiempo, y tu padre se había marchado a una convención porque no esperaba que diera a luz y porque todo parecía ir bien. Fue un golpe de mala suerte. Hiciste todo lo que estuvo en tu mano para ser una niña, Paula… ¡Incluso intentaste llevarla en el coche a un hospital!


—Sí, es verdad, ya lo sé. Pero no sirve para que me sienta mejor — admitió.


—Pau, no quiero que te niegues una experiencia maravillosa porque no quieres tener hijos. Además, hay otras formas de llegar a ese punto… La adopción, por ejemplo. ¿Y quién sabe? Puede que cambies de opinión en el futuro.


—No voy a cambiar de opinión.


—Tal vez cambiarías si te concedieras una oportunidad. ¿Por qué no me acompañas mañana al médico? Tengo que hacerme otra ecografía.


—¿Otra ecografía? ¿Por qué?—preguntó con preocupación.


Silvina sonrió.


—No te preocupes. El bebé y yo estamos bien. Es un examen de rutina, pero John está ocupado y no podrá ir conmigo. He pensado que te apetecería ver a tu futura ahijada.


—Por supuesto que me apetece. Aunque te confieso que me sentiré mucho más aliviada cuando hayas dado a luz.


Silvina le dio una palmadita en la mano y volvió a sonreír.


—Yo también, Pau.