sábado, 16 de septiembre de 2017
UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 19
—Tengo la sensación de que estoy cometiendo un crimen —murmuró Paula aquella noche. Pedro había dejado a los niños en casa de su madre después de la cena de color naranja y había llevado a Paula a la agencia. Ahora ella estaba sentada en el escritorio de Fiona con un libro de cheques encima de la mesa. A su lado estaba la hoja con los sueldos que había sacado del archivador de Fiona y que consultaba atentamente para rellenar los cheques.
—Estás haciendo un favor a todo el mundo —le recordó Pedro. Se apoyaba en la jamba de la puerta del despacho—. Fírmalos y no pienses tanto.
Paula obedeció y firmó el primer cheque con el nombre de Fiona.
—Tu abuela tiene que informatizar todo esto —comentó—. Sería mucho más fácil.
—Se lo diré.
—Ya se lo he dicho yo —siguió firmando cheques—. Todo lo demás está informatizado. No sé por qué no hace lo mismo con las nóminas y los sueldos. Ella dice que dejará eso a la próxima persona —movió la cabeza—. Como si pudiera sustituirla alguien. Este sitio dejaría de existir si no fuera por ella.
—Eso sería una lástima.
—Y que lo digas. Fiona sirve a más de cien personas al año. Sin cobrarles nada por entregarles un perro entrenado. Es increíble.
—¿Te ha contado alguna vez por qué montó esta agencia?
Paula negó con la cabeza.
—Mi abuelo tenía degeneración macular. Se estaba volviendo ciego.
Paula alzó la vista.
—Y eso explica por qué Fiona se interesó por esto. ¿Cómo murió?
—La historia oficial es que tuvo un infarto. Pero cuando era adolescente, descubrí que se había suicidado.
Paula lo miró sorprendida.
—¿Qué?
—Eligió morir antes que vivir ciego.
Ella se llevó una mano al pecho.
—Fiona debió de quedar destrozada. Y tu padre también.
—Ella quería que nadie volviera a sentirse nunca tan desesperado por la posibilidad de perder la vista como mi abuelo. Pero el resto de la familia simplemente fingió que había muerto por causas naturales. Y nadie de esta familia, ni siquiera mi padre, apoyó a mi abuela cuando montó la agencia.
—Y tampoco parecen apoyarla ahora treinta años después —comentó Paula frunciendo los labios.
—Fiona no hizo lo que se esperaba de ella. Que fuera a tomar el té con señoras y participara en comités de recaudaciones de fondos. Ni siquiera pudo contar con ayuda económica del Grupo Legal Alfonso. Una mujer menos decidida habría acabado por ceder.
—¿Por eso la admiras tanto? ¿Porque no cedió a las exigencias de la familia?
—Por eso y porque me apoyó cuando me negué a ir a la Facultad de Derecho.
Cuanto más cosas sabía Paula de él, más fascinada se sentía. Y había un peligro en eso. Un peligro en el que quería meterse de cabeza. Se dio cuenta de que se había quedado mirándolo y se obligó a apartar la vista.
Firmó el último cheque y dejó la pluma.
—Has triunfado en tu profesión —dijo—. Seguro que ahora Adrian está orgulloso de ti.
—Quizá lo estuviera si me hubiera hecho arquitecto, pero sólo soy constructor.
—Lo cual no es nada despreciable —lo defendió ella.
—No es un trabajo selecto.
—¿Y qué? El trabajo honrado es trabajo honrado —Paula guardó el libro de cheques en el cajón de la mesa y recogió los sobres cerrados—. Y se te da bien.
—El éxito es relativo.
—Supongo que sí —Paula dejó los sobres en un montón sobre la mesa y se levantó. Volvió a dejar la llave dentro de la tortuga de cerámica regalo del primer cliente de la agencia muchos años atrás y se dirigió a la puerta.
—Yo nunca he tenido éxito en nada, así que no lo sé.
Él la miró por encima del hombro.
—En mi opinión, tienes mucho éxito.
Paula intentó reprimir el placer que le causaban sus palabras, pero no lo consiguió.
—Vale, se me da bien criar cachorros. Pero eso no me va a llevar al vestíbulo de la fama de los Chaves.
—¿Y qué te llevaría allí? —preguntó él.
Paula miró el reloj que colgaba en la pared.
—¿No quieres que nos vayamos ya? Son casi las diez.
Pedro la miraba fijamente.
—Tú conoces todos los secretos de la familia Alfonso —señaló—. Creo que debes corresponder. Y no, no tengo prisa.
Lo cual no hizo nada por calmar las mariposas que Paula sentía en el estómago desde que habían ido juntos al supermercado y después a la casa a preparar la cena como si estuvieran jugando a las casitas. Después de la cena, habían planeado disfraces de Halloween. A Valentina le habían hecho un traje de Odette con un jersey blanco de pelo que Paula había encogido sin querer en la lavadora y plumas de la boa de un disfraz viejo. Ivan se había convertido en un personaje de videojuego muy divertido con una boina francesa regalo de Lucia y un juego de gafas falsas y bigote.
Por mucho que su intención fuera mantener las cosas «seguras» entre Pedro y ella, no dejaba de patinar una y otra vez. Y ahora deseaba acercarse a él y…
Carraspeó.
—Mi madre, Constanza, nos crió a las cuatro sola después de la muerte de mi padre. Francamente, es la mujer más independiente, competente y elegante del planeta.
—Tú la quieres.
—Claro.
Él sonrió.
—¿Y las demás Chaves?
Paula sintió las mariposas aletear más que nunca en respuesta a la sonrisa sexy de él.
Tragó saliva y fijó la mirada en un punto por encima de la oreja izquierda de él. Pero no le sirvió de nada, pues él tenía unas orejas excepcionalmente bonitas.
Sinceramente, no recordaba haberse fijado nunca antes en las orejas de un hombre.
—¿Y bien?
Paula se ruborizó.
—Mi hermana mayor, Lucia, tiene un máster de asesora y trabaja para la Fundación Hunt, básicamente seleccionando programas altruistas que valga la pena apoyar. Vive aquí en Seattle pero viaja por todo el mundo. Ha estado en Haití y creo que ahora irá a Sudán.
—La Fundación Hunt de tu tío Abel.
—Es una fundación filantrópica que salió de HuntCom, sí. La dirige Alex, el tercer hijo de Abel.
—Lo he visto en las noticias.
—Claro. ¿Qué quieres que te diga de Lucia? Es así de alta —Paula levantó el brazo por encima de su cabeza y señaló una altura imaginaria—. Pelo largo rubio, curvas encantadoras. Le gusta decirle a la gente lo que tiene que hacer —apretó los labios—. Y siempre tiene razón, lo cual resulta de lo más irritante. Tiene más cerebro que yo rizos y puede tocar el piano y los corazones de los hombres con la misma facilidad. No hay nada que ella no pueda hacer.
—Eso suena terrorífico.
Paula sonrió un poco.
—Intimida un poco, pero tiene un corazón de oro. Luego está Alma.
Inclinó un poco el codo, con la mano todavía en el aire.
—Llega a esta altura. Más pelo rubio, más curvas. Es bibliotecaria en la Universidad de Washington y probablemente la única razón por la que los estudiantes masculinos visitan tanto la biblioteca. Y seguramente ha memorizado todos los libros de texto que hay allí… y los entiende.
Bajó un poco más la mano, pero seguía por encima de su cabeza.
—A Jimena ya la conoces. Es chef y trabajó un tiempo en Europa. Abrió un restaurante aquí y no hace falta que te diga que es excelente, puesto que tú has probado ya su comida. Pero si pudiera, creo que daría de comer a todos los hambrientos de Seattle. Amor a través de un estómago lleno. Así es Jimena.
Dejó caer la mano del todo.
—Y luego estoy yo. La que suele tener pelos de perro en la ropa y que se graduó de chiripa en la Universidad Comunitaria. El tío Abel nos dio dinero a todas cuando nos graduamos en el instituto. Mis hermanas lo usaron para pagarse su educación y para cosas importantes. Yo no.
—Vale, voy a picar.
Paula lo miró a los ojos.
—Yo me gasté lo último en la campaña de Leonardo —seguro que aquello eliminaría el calor en los ojos de Pedro.
—Tú creías en él.
—Y él creía que yo tenía acceso a dinero de verdad. Dinero de los Hunt, ¿recuerdas? Como todo es relativo, mis últimos diez mil dólares eran poca cosa comparados con eso —tomó su gabardina del perchero.
—Eso no significa que lo que hiciste fuera estúpido.
—Pues a mí me lo pareció así cuando me dejó.
—¿Sigues enamorada de él?
Paula se humedeció los labios y lo miró.
—No.
Él la observó un momento, como sopesando su respuesta.
—Me alegro por ti.
Paula deseaba preguntarle lo mismo de su exmujer, pero no se atrevió, quizá porque tenía miedo de la respuesta.
—Es tarde —dijo Pedro—. Vamos a por tu coche.
Paula asintió y salieron del despacho.
Cuando llegaron al todoterreno, él le abrió la puerta del acompañante y la ayudó a subir. Ella se sentó, pero él no se apartó ni cerró la puerta. Paula lo miró. Los ojos de él estaban en sombra y resultaban misteriosos.
A ella le latió el corazón con fuerza. Él se inclinó… y extendió el brazo más allá de ella. Paula oyó el cinturón cerrándose y comprendió que lo único que había hecho era ponerle el cinturón como a una niña.
Tragó saliva y él cerró por fin la puerta del vehículo y subió al volante.
Viajaron un rato en silencio.
—Espero que a tu exmujer no le molesten los disfraces que hemos hecho a Ivan y Valentina para la escuela —dijo ella al fin, para calmar sus nervios.
Pedro golpeó el volante con el pulgar.
—Me da igual si le molestan. A los niños les gustan mucho más que los que les había comprado Stephanie. No te preocupes por eso.
—Pero no quiero causar problemas.
—De Stephanie me preocuparé yo. Me alegro de que mis hijos estén contentos de estar conmigo. Y eso es algo que también tengo que agradecerte a ti.
—Eso no es cierto.
Pedro soltó una risita.
—Sí lo es, créeme. Pero no me has dicho de qué te vas a disfrazar tú mañana. Os he oído reír a Valentina y a ti en tu cuarto mientras Ivan y yo recogíamos la cocina.
Paula miró por la ventanilla.
—De Pipi Calzaslargas —él guardó silencio tanto rato que ella acabó volviéndose a mirarlo—. Es una tontería, lo sé, pero es un disfraz para el que tengo cosas y sólo tengo que pensar cómo voy a hacer que se sujeten las trenzas en los lados de la cabeza.
—¿Te disfrazas todos los años? —preguntó él.
—Casi todos. O tengo una fiesta o me lo piden en el trabajo —lo miró—. Como este año.
—¿Te importa? ¿Te cansas de eso?
Ella pensó en decir que sí. ¿Pero qué sentido tenía?
—Normalmente no. ¿Cuándo fue la última vez que te disfrazaste tú por Halloween?
Él entró en el aparcamiento del hospital.
—Hace mucho.
—Cuando eras niño, supongo.
Pedro respiró hondo.
—Stephanie me arrastró a una fiesta cuando éramos novios. ¿Eso cuenta?
—Claro que sí —repuso ella—. ¿De qué ibas?
—Del Zorro. Y sí, me sentí como un imbécil con la máscara.
Paula sonrió.
—Seguro que estabas deslumbrante —y su acompañante estaría también guapísima. Pedro paró el coche y ella sacó las llaves del suyo del bolso antes de abrir la puerta.
—No salgas —dijo—. Estaré bien.
—Gracias de nuevo por todo —repuso Pedro.
—No tienes que dármelas —ella miró el hospital—. Supongo que es demasiado tarde para subir a verla otra vez.
Él le subió una mano por la espalda y no la detuvo hasta que llegó al cuello. Apretó con gentileza.
—Probablemente. Ven a verla mañana. Le gustará verte de Pipi.
Paula no sabía por qué de pronto sentía ganas de llorar, pero así era. Lo que implicaba que tenía que salir de allí antes de perder la compostura del todo.
—Probablemente lo haga cuando salga del café —carraspeó—. No olvides llevarle la tarjeta de autorización del banco para que incluya otra firma en la cuenta.
—No lo olvidaré. ¿Quieres que te siga a tu casa?
—No —ella tragó saliva y salió del vehículo—. No —repitió—. Ya soy mayorcita, puedo ir sola —y si la seguía a su casa, no estaba segura de que no acabaría invitándolo a entrar.
Y luego él probablemente se sentiría incómodo e intentaría rehusar sin herir sus sentimientos.
—Conduce con cuidado.
Ella asintió, cerró la puerta del coche y se dirigió al suyo.
Cuando ponía la llave en el contacto, se dio cuenta de que él había salido también del vehículo y la miraba a través de la ventanilla.
Paula bajó el cristal.
—¿He olvidado algo? —preguntó.
Él se inclinó y dobló los brazos en la ventanilla abierta.
—No. No sigo enamorado de mi exmujer.
Paula abrió la boca. Sentía que se derretía por dentro
—Yo no he…
—… preguntado. Ya lo sé —la miró a los ojos—. Pero curiosamente, siento la necesidad de dejar claro ese punto.
Ella sintió que le faltaba el aliento.
—Vale.
Pedro asintió con la cabeza.
—Bien.
Se inclinó y la besó con lentitud en los labios.
La besó de un modo que dejaba claro que sabía que no era una niña. Y cuando se apartó por fin, ella se quedó deslumbrada y en silencio.
—Te llamo mañana —dijo él.
Y volvió a su vehículo antes de que ella hubiera salido del trance.
Paula sintió una oleada de calor. Del tipo de calor que procede no sólo de la pasión, sino de algo más.
Algo aún más peligroso.
Cuando giró la llave en el contacto, le temblaba la mano. La camioneta de él seguía allí y no se movió hasta que ella pasó por delante.
Se mantuvo detrás hasta que sus rutas se separaron.
Cuando Paula oyó que pitaba, bajó la ventanilla para sacar la mano y hacer un gesto de despedida.
Y poco después, los faros de él desaparecían en la noche.
Pero el calor siguió con ella hasta su casa.
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