jueves, 10 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 23





—Adiós, mamá —dijo Joaquin saludando con la mano a su madre, desde el porche.


Lloviznaba aquel sábado por la tarde. Los abuelos de Joaquin le habían pedido a Paula que les dejara al niño. Les gustaba mucho estar con su nieto. Joaquin era muy ocurrente.


—Estaba dando un paseo con Pedro para ver un alce, cuando salí corriendo y me caí. Me llevó a una clínica y un médico muy bueno me curó —les había dicho a sus abuelos cuando le preguntaron cómo se había hecho la herida en la barbilla


Por supuesto, Olga y Manuel se habían preocupado mucho al verle con los puntos. Incluso, se habían disgustado y le habían preguntado a Paula quién era ese Pedro y dónde vivía exactamente. Paula había tratado de ser muy prudente con su respuesta.


—Es una buena persona. Le gusta estar con Joaquin y le enseña muchas cosas de la naturaleza.


—¿Dónde trabaja? —había preguntado Manuel, tras haber intercambiado una mirada con su esposa.


—Se ha tomado unos días de descanso en su trabajo y está ahora de vacaciones en Thunder Canyon.


A los Lambert no les había gustado mucho esa respuesta. 


Pero, antes de que pudieran haberle hecho más preguntas, Paula le había dado un abrazo a su hijo y le había dicho que se portara bien con sus abuelos hasta que fuera a recogerle al día siguiente por la mañana.


Olga le había dicho que se pasase por casa para el brunch, antes de llevarse al niño a casa. Pero ella sospechó que podría ser un pretexto para seguir haciéndole preguntas sobre Pedro.


Tenía que guardarle el secreto. No le gustaría que por culpa suya saliesen a la luz cosas que pudieran dañar aún más su reputación.


Trató de concentrarse en las labores del día. Antes de ir al LipSmackin’ Ribs, iría a hacer la compra al nuevo supermercado que habían abierto cerca de las salas multicine.


Las salas multicine. Allí había pasado con Pedro una tarde inolvidable. Joaquin no hacía más que recordarle a todas horas lo bien que se lo había pasado. Eso tenía para ella un sabor agridulce. Cada vez que ella se separaba de Pedro no sabía si volvería a verlo de nuevo.


A pesar del día tan lluvioso y desapacible, el supermercado estaba abarrotado.


No disponía de mucho tiempo. Sacó la lista que había preparado y fue tachando los productos según los iba echando en el carro. Tuvo que dejar fuera algunos de la lista por falta de tiempo, pero no se olvidó de las galletas favoritas de Joaquin. Algún día, se las haría ella misma, como se las estaría haciendo probablemente su abuela Olga en ese momento.


Sacó la cartera del bolso para pagar y se puso en la cola donde vio que había menos personas. Mientras esperaba, se entretuvo mirando las portadas de las revistas que había junto a la caja.


—Puede echarle una ojeada, si quiere, señorita. Es una edición especial —le dijo la cajera, viendo su interés por una de las revistas.


Paula leyó entonces los titulares de la portada: Fijada la fecha del juicio de Pedro Alfonso. Un poco más abajo y en letra más pequeña, se decía que el juicio tendría lugar el 7 de diciembre en Austin.


¿Por qué Pedro no le había dicho nada? ¿Sería cierta la información de la revista?


¿Cómo se sentiría él? ¿Querría hablar con alguien para desahogarse? ¿Tal vez con ella?


Dejó la revista en su sitio y pagó en la caja. Se dirigió luego al lugar del aparcamiento donde había dejado el coche, evitando pisar los charcos. Puso las bolsas en el maletero y arrancó el vehículo. Al llegar a casa, guardó los productos congelados en el congelador y el resto en las distintas bandejas en el frigorífico.


Luego sacó del bolso la tarjeta que Pedro le había dado y marcó su número de teléfono.


—¿Paula? ¿Ocurre algo? —dijo él al descolgar.


—No, estamos todos bien. Pero acabo de venir del supermercado y he visto una revista donde se dice en la portada que ya se ha fijado la fecha del juicio. ¿Es eso cierto?


—Sí, es verdad —replicó él, tras una larga pausa.


—¿Cuándo te enteraste? —preguntó ella, deseando saber si se había guardado esa información para él y no había querido decírsela a ella.


—La noche que llegué a casa después de que estuvimos los tres en el cine. Tenía un mensaje de mi abogado que me había reenviado Daniel.


—¿Estás bien?


—Sí. Sabía que esto tenía que suceder un día u otro.


Se notaba una cierta distancia en su voz. Sospechó que, bajo aquella aparente frialdad, se ocultaba una gran angustia que él no quería dejar entrever. Pero si él no quería abrirle su corazón, ella no podía hacer nada para ayudarle, por mucho que quisiera.


—Bueno, solo te he llamado para ver si estabas bien —dijo ella, sin mucha convicción.


—Estoy bien, gracias.


Si estaba bien, por qué su voz sonaba tan distante. En otra situación habría bromeado con la idea de que podría ser debido a que su voz se recibía a través de un satélite.


Pedro no era normalmente un hombre frío y distante. Pero ella tenía su orgullo y su dignidad, y si él no quería hablar, ella no iba a insistir más.


—Tengo que irme ahora a trabajar.


—Que tengas una buena tarde en el restaurante. Y saluda a Joaquin de mi parte.


Ella se quedó callada unos segundos esperando que él dijera finalmente que necesitaba volver a verla. Pero la línea permaneció en silencio.


—Adiós.


Paula colgó y se puso el uniforme del LipSmackin’ Ribs.


Estuvo algo perdida toda la tarde en el restaurante. Cambió un par de veces los pedidos de las mesas e incluso se olvidó de recoger algunas propinas. Tenía la cabeza puesta en lo que Pedro debía estar pensando en esos momentos. Podía imaginárselo: regresar a Texas, pasarse el día esquivando a los paparazzi, encerrado en algún lugar, y reviviendo todo lo que había sucedido aquella noche desgraciada.


¿Qué podía hacer ella para ayudarle?


Lo estuvo pensando toda la tarde y cuando terminó su turno, creyó saber lo que debía hacer. Tal vez fuese una locura, pero iría a ver a Pedro con la esperanza de que se abriese a ella y le contase todas sus preocupaciones. No podía guardárselo todo para él. Sería como una olla a presión sin una válvula de escape. Terminaría por estallar. Él le había dicho, en cierta ocasión, que la música no le salía de la cabeza sino de dentro del corazón. Tenía que dejar aflorar sus sentimientos de alguna manera.


Tal vez, si estuvieran los dos solos en su casa…


Cuando salió por la puerta de servicio del LipSmackin’ Ribs en dirección al coche, vio que había empezado a llover de nuevo. La noche era fría y húmeda.


Probablemente estaría nevando en la parte alta de la montaña. Sin embargo, estaba decidida a ir a ver a Pedro


Podía llamarle otra vez, pero no quería arriesgarse a que le
dijera que no fuera a verle, que no quería involucrarla en sus problemas.


¡Involucrarla! Como si no lo estuviera ya. Estaba enamorada de él y no podía dejar las cosas así, máxime cuando sospechaba que él sentía por ella algo parecido.


Puso el limpiaparabrisas y vio cómo las escobillas giraban a uno y otro lado mientras enfilaba, con el corazón angustiado, la carretera de montaña de Thunder Canyon. Pareció serenarse un poco al llegar a la desviación del sendero que llevaba a la casa de Pedro.


Llovía intensamente. El coche derrapó peligrosamente un par de veces en el barro, pero finalmente logró hacerse con el control. Unos minutos después llegó frente a la entrada del garaje y detuvo el coche. Conocía muy bien la casa porque
había ido a limpiarla muchas veces. Se veía una pequeña luz en la cocina pero el resto de la planta baja estaba a oscuras. Sin embargo, a través de las ventanas de la
fachada, pudo ver una luz en el estudio de arriba. Tal vez estuviera tocando la guitarra o componiendo música.


Se bajó del coche y se dirigió corriendo al porche. Había poca distancia, pero cuando llegó estaba empapada. Se había puesto solamente un suéter, pensando que ya no iba a volver a llover. Mojada y despeinada, debía tener un aspecto deplorable, muy distinto del que hubiera querido tener en ese momento. Dudó en llamar a la puerta.


Su primer golpe debió ser muy flojo porque nadie vino a abrirla. Volvió a llamar una segunda vez, ahora con más fuerza. Tal vez, Pedro había bajado a la ciudad y estuviera tomando una copa en el rincón de algún bar para que nadie se fijase en él. O tal vez estaba en casa de Daniel. Había pensado también en llamar al marido de Erika para averiguar si Pedro había estado hablando con él, pero no le había parecido lo más acertado.


Pedro abrió finalmente la puerta. Llevaba unas botas, unos pantalones vaqueros y una camisa con botones de corchetes.


—Paula, ¿qué estás haciendo aquí? No debías haber venido y menos con este tiempo.


—No tengo miedo a la oscuridad ni a la lluvia. ¿Puedo pasar?




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