lunes, 21 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 21





Pedro volvió con un pedazo de papel en la mano y la noticia de que debían cambiar su ubicación al día siguiente porque se avecinaban fuertes vientos.


Se detuvo en seco al darse cuenta de que ella estaba dormida y dejó el papel sobre la mesa, mirándola.


Observó su grácil cuerpo, su mano apoyada para la mejilla, y
pensó que debía de estar muy cansada.


Tal vez, también habían contribuido dos cócteles y un par de
vasos de vino. O había sido por la tensión…


Apretando los labios, Pedro apartó la mesa y se inclinó para
tomarla en sus brazos. Ella murmuró algo, pero no se despertó mientras la llevaba a su habitación.


La dejó con cuidado en un lado de la cama y le colocó un suave edredón de plumas por encima.


–Buenas noches, Cenicienta –dijo él, tras mirarla embelesado durante un par de minutos.


Paula durmió durante horas, hasta que una pesadilla le asaltó y se despertó desorientada, sin saber dónde estaba. Estaba rodeada de sonidos desconocidos y tenía la aterrorizadora certeza de que había perdido a Sol.


Se revolvió en una cama que no conocía, encontrándose con un edredón que no recordaba. Estaba empapada en sudor frío, gritando el nombre de Sol…


–¿Paula? ¡Paula! –llamó Pedro, encendiendo la lámpara. Se acercó a ella corriendo, llevando sólo unos pantalones cortos de pijama–. ¿Qué pasa?


–He perdido a Sol –gritó ella–. ¿Dónde estoy?


Pedro se sentó en la cama y la tomó entre sus brazos.


–No has perdido a Sol. Estás a salvo en mi barco. ¿Recuerdas? Estamos en el Leilani, en la playa Whiteheaven. ¿Te acuerdas del atardecer?


Paula se estremeció con un escalofrío y abrió la boca, sin poder articular palabra.


–Sol está en casa con Daisy y Armando y tu madre, en Yewarra.


Despacio, Paula cerró los ojos, tranquilizándose.


–Oh, gracias a Dios –susurró ella y abrió los ojos de golpe–. ¿Estás seguro?


–Muy seguro –afirmó él.


–Abrázame, por favor. Abrázame –rogó ella con voz apenas
audible–. No podría soportar perder a Sol.


–No vas a perderla –prometió él–. Espera –añadió y se tumbó a su lado, sujetándola contra su pecho–. Ya está. ¿Mejor?


Paula se acurrucó a su lado y sintió como el malestar desparecía ante la seguridad y la solidez de su cuerpo, ante la fuerza de los brazos que la rodeaban.


–Mucho mejor –admitió ella, apoyando la mejilla en su hombro–. ¿Todavía quieres casarte conmigo?


–Paula… –dijo él y la miró a los ojos–. Sí, pero…


–Pues hazlo, por favor –rogó ella–. No tengas en cuenta mis
tonterías. Puedo ser muy cabezota a veces… No me dejes… ¡Oh! ¡Todavía estoy vestida!


–Paula, para.


Pedro la abrazó, mirándola a los ojos, hasta que ella comenzó a calmarse, aunque todavía le recorría algún escalofrío de vez en cuando.


–Sí, sigues vestida –afirmó él en voz baja–. No me aprovecho de chicas dormidas. Y no creo que debamos tomar ninguna decisión importante ahora mismo. Estabas muy cansada y has tenido una pesadilla. Tomemos las cosas con calma –propuso y se apartó un poco.


Paula se encogió porque, al fin, se había dado cuenta de algo sobre lo que ya no le cabía ninguna duda. Pedro Alfonso era su solución. No por el bien de Sol, sino por su bien. Él era capaz de hacerla sentir a salvo y la atraía como ningún otro hombre…


–¿Es que pretendes que compartamos la cama sin hacer nada? – susurró ella–. Yo no creo que pueda. Siempre puedes decir que te he seducido, si no estás convencido…


–¿Si no estoy convencido? –repuso él con respiración entrecortada–. Cenicienta, si tuvieras idea…


–¿Cenicienta?


Él se encogió de hombros.


–Fue alrededor de la medianoche cuando te llevé a la cama.


–Maldición.


Pedro la miró arqueando una ceja.


–Había planeado… bueno, había pensado ser tu sorpresa de
cumpleaños –confesó ella.


Él se quedó en silencio, tanto que Paula levantó la cabeza para mirarlo, mordiéndose el labio.


–Paula, no soy de piedra.


Ella apartó la vista.


–Ni yo –respondió ella en voz baja y le tocó la mejilla–. Quiero que me abraces y me beses. Quiero que me desees. Quiero demostrarte lo mucho que te deseo. ¿Sabes cuándo fue la primera vez que hiciste que se me pusiera la piel de gallina? Pocos días después de empezar a trabajar para ti, cuando me tropecé en la acera y tú me sujetaste. ¿Te acuerdas?


Paula esperó un momento y se dio cuenta de que él lo recordaba.


–Llevo más tiempo que tú luchando contra la atracción que siento –añadió ella–. Piénsalo.


Con un gemido, Pedro la apretó contra su cuerpo.



***


–Sabía que sería así.


–¿Cómo? –preguntó ella.


Estaban mirándose a los ojos. El edredón se había caído al suelo, junto al vestido de Paula y su tanga.


Tenía el pelo esparcido por la almohada y parecía un hada etérea bajo la luz de la lamparita de noche.


Pedro le acarició el pecho.


–Sabía que tu piel sería pálida, de satén, y tu cuerpo esbelto,
elegante y hermoso.


Paula le agarró la mano y se la llevó a los labios.


–Yo sospechaba que tú serías el sueño de cualquier chica. En cuanto a tus dedos… me encantan. Han estado a punto de hacerme perder la compostura muchas veces. Como ahora.


–¿Así? –preguntó él, recorriéndole el torso con la punta de los dedos, hasta llegar a sus caderas. Luego, siguió bajando hasta el muslo.


–Sí, así –repuso ella, mordiéndose el labio, mientras los dedos de él exploraban partes más íntimas de su cuerpo.


Paula gimió y le rodeó con sus brazos, recorrida por un mar de deliciosas sensaciones.


Pedro… –jadeó ella, sintiéndose suya en cuerpo y alma.


Los dos se movían al mismo ritmo, sumergidos en una profunda conexión. Paula se deleitó acariciando cada rincón del espléndido cuerpo de él. Le recorrió el torso velludo, como había soñado hacer hacía días.


Se sintió invadida por la más pura felicidad, mientras se tocaban, se saboreaban y se abrazaban el uno al otro. Se sintió deseada e irresistible, incandescente. Y se abandonó sin reservas al placer que él le proporcionaba.


Su unión final la llevó al borde de las lágrimas. Él la guió y la llevó con toda la delicadeza y experiencia que ella había soñado. Él la mimaba y, al mismo tiempo…


–Mmm –gimió él cuando terminaron–. Ha merecido la pena
esperar.


Paula lo besó en el cuello.


–Ha sido… No tengo palabras… Ha sido demasiado maravilloso.


Pedro le recorrió la boca con la punta del dedo y la miró a los ojos.


–Yo puedo intentarlo. Tú, mi dulce y hermosa Paula, has convertido el mundo en un paraíso para mí.


Ella sonrió y le acarició el hombro.


–Gracias –dijo Paula y soltó una risita–. Pero no podría haberlo hecho sin tu ayuda.


–¿No? –replicó él, riendo también.


–No. Y sabes que no lo digo en broma, ¿verdad? Porque estaba por completo a su merced, señor Alfonso.


–No tanto, señorita Chaves. Bueno, podemos decir que el mérito ha sido de los dos.


–Me parece justo –contestó ella y, de pronto, se puso seria al recordar lo que le había dicho sobre casarse.


–¿Paula?


Ella lo miró a los ojos y se dio cuenta de que también se había puesto serio. Durante un instante, estuvo a punto de confesarle que se había enamorado de él de pies a cabeza, que le había sucedido desde hacía tiempo, a pesar de su esfuerzo por impedirlo.


Sin embargo, un resquicio de miedo del pasado le hizo guardar silencio. Debía tomárselo con calma, se dijo Paula. 


Sí, había vuelto a entregarse a un hombre.


Para ella, había sido mucho más que sexo, ¿pero sería mejor protegerse y no compartir aquella verdad con él?


–Nada –dijo ella y enterró la cabeza en su hombro.


Le quedaban dos días más en el Leilani.






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