lunes, 3 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 4





¿Cómo era posible que un simple beso, o quizá no tan simple, pudiera tener tal efecto? Había besado a muchos otros hombres, había considerado la idea de acostarse con algunos de ellos, había permitido que la tocaran y había satisfecho su curiosidad tocándolos también. Pero jamás había sentido nada como lo que Pedro Alfonso le había hecho sentir con un solo beso.


¿Sería eso lo que le había pasado a Laura?


La idea la devolvió de golpe a la realidad. Se apartó de él murmurando algo sin sentido y, sin darse cuenta, se llevó unos dedos temblorosos a los labios. Aún estaban
húmedos y latían al mismo ritmo que lo había hecho su mano. Miró a Pedro y vio que también él tenía la respiración acelerada.


—Creo que podemos decir que nos sentimos atraídos el uno por el otro —afirmó ella.


—Desde luego.


Su voz era más profunda de lo normal, estaba empapada de una emoción que brillaba en sus ojos como un fuego verde. 


Se apartó de ella para ir a servirse un whisky.


—¿Quieres?


Paula negó con la cabeza. Siempre había sido una persona muy sincera, pero el alcohol hacía que se olvidara de cualquier inhibición y no pudiera controlar lo que decía. No había manera de prever lo que diría si se tomaba una copa en esos momentos.


Él se bebió todo el vaso de un trago y luego se volvió a mirarlo.


—Ha sido… inesperado.


—Échale la culpa al Infierno —bromeó ella.


—Pienso hacerlo.


Lo miró sin saber muy bien qué había querido decir. No sabía si estaba molesto por lo que había sucedido o se sentía aliviado. Claro que quizá no le importara lo más mínimo. O quizá era un poco de todo. Estaba molesto porque aquella reacción que habían tenido el uno con el otro era una complicación y había estado a punto de perder el control de la situación. Quizá se sentía aliviado porque dicha reacción los ayudaría a poner en práctica el plan. Y, en cuanto a lo de que no le importara lo más mínimo…


No, en eso se había equivocado. Por mucho que lo intentara, no podía ocultar su pasión.


Paula tenía que tomar una decisión. Podía darse la vuelta y salir de allí para no volver jamás. Podía decirle quién era y lo que quería. O podía seguir adelante con el plan y ver qué pasaba. El sentido común le decía que escapara mientras pudiera, o que al menos le explicara que aquella locura no podría salir bien. Quizá habría hecho algo de eso, habría elegido la opción menos peligrosa… si él no la hubiera besado.


—¿Deduzco que acabamos de comprometernos? —preguntó en tono distendido.


Pedro dudó un momento.


—Eso creo —respondió por fin.


—¿Y tu familia va a creerse que de repente creas fervientemente en el Infierno después de un solo beso?


—Teniendo en cuenta que es lo que les ha pasado a todos y cada uno de los hombres de la familia, sí.


—¿Ninguno de ellos creía en el Infierno?


—Mi primo Marco, sí. Seguramente sea el más romántico de todos los Alfonso.


—Pero los demás no creían —supuso Paula.


—Es que no es lógico —señaló él—. Es rocambolesco como mínimo e incluso absurdo si se analiza desde un punto de vista más racional.


—A mí me parece muy dulce.


Eso lo hizo sonreír.


—Es lo que piensan la mayoría de las mujeres.


Paula se sintió incómoda.


—¿Y ahora, qué?


—Voy a llevarte a casa. Nos veremos mañana por la mañana para idear la estrategia.


—La estrategia —repitió antes de echarse a reír—. No me digas que eres de esas personas organizadas y dispuestas a cambiarlo todo.


—Alguien tiene que hacerlo. Y supongo que tú eres de ésas que se dejan llevar por el instinto y toman la vida tal como les viene, ¿verdad?


Paula arrugó la nariz.


—Ya sabes que los polos opuestos se atraen.


—No te preocupes. Yo lo organizaré todo, tú solo tienes que dejarte llevar por la corriente.


Lo miró de nuevo y esbozó una sonrisa.


—Supongo que sabrás que el control no es más que una fantasía.


Él sonrió también.


—Lo que tú digas. Por el momento, deja que te lleve a casa y me haga la ilusión de estar controlando la situación mientras tú te dejas llevar.


—Está bien.


Al salir por la puerta, Pedro le puso la mano en la espalda con absoluta normalidad, pero el gesto provocó otra descarga eléctrica que hizo que se le cayera el bolso. Lo único que pudo hacer fue darse la vuelta y mirarlo con impotencia.


—Paula —murmuró él antes de volver a estrecharla en sus brazos.


¿Cómo era posible que algo que estaba tan mal la hiciera sentir tan bien? Por nada del mundo debería haber permitido que el marido de Laura la besara, pero no podía resistirse, como tampoco había podido resistirse a su descabellado plan. Porque cuando la tocaba, era como si de repente todo tuviese sentido. Probablemente fuera porque no podía pensar. Solo podía sentir.


La apretó contra sí hasta que Paula oyó los latidos de su corazón y el ritmo acelerado de su respiración. Le cubrió la cara de besos antes de volver a apoderarse de su boca. Sí, sí, aquello era lo que deseaba, lo que necesitaba desesperadamente, tanto como el aire que respiraba. Ella se hizo con el control de la situación y le dio todo lo que tenía.


Oyó su voz profunda y gutural, palabras de deseo. Y entonces todo se movió cuando él la levantó en brazos y la llevó de nuevo al sofá.


—Acabamos de conocernos —consiguió decir Paula mientras él se tumbaba sobre ella.


Sus cuerpos parecían encajar como dos piezas de puzle.


—A veces es así.


—¿Cuándo? ¿A quién?


—Ahora. A nosotros.


No tenía ningún sentido. Se suponía que Pedro era una persona racional que jamás perdía el control, pero estaba claro que, fuera lo que fuera lo que había sucedido entre ellos, lo había golpeado con tanta fuerza como a ella. Paula lo deseaba desesperadamente, con un ansia que aumentaba a cada segundo.


Pedro se deshizo del chaleco del uniforme con una rapidez impresionante y después hizo lo mismo con la blusa, desabrochando un botón tras otro hasta dejarle los hombros al aire. Entonces hizo una pausa para acariciarla.


—Dios —susurró—. Me dejas sin aliento.


Nadie le había dicho nunca nada parecido. Y, al verse a través de sus ojos, Paula se sintió hermosa. Sintió sus manos sobre la tela del sujetador, un sencillo modelo de algodón negro, y se le endurecieron los pezones de inmediato, al tiempo que el calor que había comenzado en su mano la invadía por completo, hasta llegar al centro de su feminidad.


Pedro


Ahora era su turno. Ahora le tocaba a ella acariciar y explorar. Le puso la mano en la cara y se dejó llevar por la tentación de trazar la línea de sus labios, de deleitarse en la belleza masculina de los ángulos de su rostro. Nada más verlo en la fiesta le había parecido un hombre tremendamente distante. Jamás habría podido imaginar que solo unas horas después estaría allí, entre sus brazos. 


¿Quién sabía si volvería a tener tal oportunidad? 


Seguramente cuando recobraran la cordura él insistiría en añadir una nueva norma al plan, la de no tocarse porque estaba claro que era demasiado peligroso.


No pudo resistirse al deseo de sumergir los dedos en su cabello para después besarlo en la boca. Jamás podría saciarse de él, de sus besos, de sus caricias, de la presión de su cuerpo.


Le quitó la corbata para después empezar a desabrocharle los botones de la camisa que le impedían acceder a su piel. 


Lo sintió gruñir de placer cuando por fin bajó la mano hasta su pantalón, hasta el bulto que formaba la tela.


Fue entonces cuando lo oyeron.


—¿Pedro? —dijo alguien al otro lado de la puerta de la oficina—. ¿Dónde estás, muchacho?


Pedro maldijo entre dientes antes de levantarse y ayudar a Paula a hacer lo mismo.


—Un momento —dijo.


Paula procuró recuperar la compostura, o al menos fingir que lo había hecho.


—¿Quién es? —le preguntó en voz baja.


—Mi abuelo.


Ella abrió los ojos de par en par y comenzó a abrocharse la camisa a toda prisa. Oyó un murmullo al otro lado de la puerta. Era una voz de mujer.


—Nonna —confirmó Pedro con pesar mientras se recomponía también—. Mi abuela.


—No digas tonterías —se oyó decir a su abuelo—. Es una oficina y no puede estar en medio de una reunión a estas horas. ¿Por qué voy a quedarme aquí esperando?


—Porque no te ha invitado a pasar.


—Ya me invito yo —fue la indignada respuesta.


Una vez dicho eso, giró el picaporte y entró. Pedro debió de adivinar que iba a hacerlo porque se colocó delante de ella para que pudiera terminar de ponerse el chaleco. Claro que no sirvió de mucho, puesto que él aún tenía la camisa desabrochada y por fuera de los pantalones.


—Te estaba buscando, Pedro —anunció el anciano—. Quiero que conozcas a alguien.


Pedro suspiró.


—Estoy seguro. Pero ya no hace falta.


—Claro que hace falta. Tienes que conocer al mayor número de mujeres posible. ¿Cómo si no vas a encontrar a tu alma gemela?


Paula se asomó a mirar y vio que Nonna observaba la escena con los ojos abiertos de par en par.


—¿Quién es ésa? —preguntó.


Paula respiró hondo antes de salir de detrás de Pedro. Sabía perfectamente que tenía el aspecto de haber estado haciendo lo que había estado haciendo. Seguro que tenía los labios rojos y un rubor en las mejillas que la delataba. La imagen de Pedro no era mucho mejor, sobre todo si la comparaba con el aire frío y formal de unos minutos antes.


Sin duda sus abuelos se habían dado cuenta de eso… y de mucho más.


El abuelo detuvo la mirada en los botones de su blusa, por lo que Paula imaginó que se había abrochado mal o quizá se había dejado alguno abierto. Nonna, por su parte, observaba el desaguisado que Pedro había hecho en su cabello.


—Hola —dijo con una enorme sonrisa en los labios—. Soy Paula Chaves.


—¿Trabajas para la empresa del catering? —preguntó el abuelo, mirándola de arriba abajo una vez más.


—Ya no. Me han despedido.


Por lo visto, no sabían qué responder, así que Paula se apresuró a romper el silencio. No podía evitarlo. Era otro de sus defectos. Laura siempre se había metido con ella por eso.


—Ha sido culpa mía —dijo—. Se me cayó una bandeja y eso es algo inadmisible. Lo bueno es que si no hubiera sido así, no habría conocido a Pedro. Aún no hemos terminado de hablarlo, pero creo que estamos prometidos.







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