jueves, 15 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 11





Pedro apenas prestó atención al golpecito en la puerta. 


Pensando que sería la secretaria temporal que había enviado la agencia, terminó de leer el documento que estaba leyendo antes de levantar la cabeza.


Paula.


Verla allí fue como un puñetazo en el estómago. Desde el momento que salió de su oficina el día anterior no había podido dejar pensar en ella.


Y estaba a punto de ir a buscarla cuando llamaron del departamento jurídico para avisarle de que la corporación Tremont se ha puesto en contacto con unos clientes de Melbourne con los que Pedro pensaba firmar contrato durante el próximo fin de semana.


De modo que tenía que ir allí personalmente y asegurar a los clientes que la empresa Alfonso no sólo pagaría el mismo precio que ofreciese Tremont sino que endulzaría el trato con otros beneficios.


Tenía que descubrir quién estaba pasándole información confidencial a Tremont. Pero esta vez sabía que no podía haber sido Paula, fueran cuales fueran los problemas económicos que la habían hecho acudir a Ling.


Debido a la interrupción, y al tiempo que había tardado en solucionar el problema, no había podido ocuparse de Paula, por mucho que su cuerpo se lo pidiera.


Aquel día llevaba uno de esos trajes horribles otra vez, pero al menos había dejado en casa las lentillas. Pensaba haber dejado bien claro que no quería que se escondiera de él...


Pero, de repente, se puso furioso, la disculpa que había ensayado antes de que los problemas en la oficina se complicaran, olvidada por completo. El no tenía por costumbre perder, especialmente a mujeres que lo atrajeran tanto como ella.


¿Qué querría?, se preguntó. Aunque no tuvo que esperar mucho para descubrirlo.


‐Ayer hice algo que no debería haber hecho ‐empezó a decir Paula. Y luego se quedó callada, como si tuviera la frase en la punta de la lengua y no se atreviera a decirla.


Pedro miró su cuello y sintió una oleada de satisfacción al ver que aún llevaba la marca de sus besos. La había marcado, pero Paula había hecho lo mismo. Aún tenía las marcas de sus uñas en los hombros y seguía deseándola como no había deseado a ninguna mujer.


‐¿Te importa darme una explicación?


‐Debía estar cansada o algo así. No de bería haberme despedido. Necesito este trabajo... y me gustaría volver. Que las cosas fueran como antes.


‐¿Antes del fin de semana o antes de qué te despidieras?


Paula hizo una mueca.


‐¿Qué prefieres tú? ‐le preguntó, casi sin voz.


Esa pregunta lo excitó aún más. Había dicho algo parecido cuando le suplicó que la tomara la última vez.


Pedro vaciló antes de contestar, intentando controlarse. Pero mantendría la iniciativa, como hacía en todas sus negociaciones.


‐Te prefiero desnuda en mi cama ‐le dijo.


Notó que ella contenía el aliento y vio como sus mejillas se cubrían de rubor.


‐¿Eso es lo que tengo que hacer para conservar mi puesto de trabajo?


Paula lo miraba a los ojos y tenía que aplaudirla por su valentía.


‐No es necesario ‐contestó Pedro, con una sonrisa‐. Puedes verlo como un beneficio al margen.


Luego abrió un cajón de su escritorio para sacar el talonario y, después de firmar un cheque, se lo alargó.


‐Creo que esto es lo que te debo por el fin de semana, como habíamos acordado.


Pero cuando Paula iba a tomar el cheque, Pedro se lo quitó.


‐Estoy dispuesto a doblar la suma si vienes conmigo a Melboume este fin de semana. Tienes el pasaporte en regla, ¿verdad?


Ella asintió con la cabeza.


‐Muy bien. ¿Qué dices entonces? ¿Doble o nada?


‐Sí, sí, iré contigo a Melbourne. Haré lo que tenga que hacer.


Lo que tuviera que hacer. Las posibilidades eran interminables.


Pero Pedro sintió una punzada de algo que no quería analizar... tal vez pena porque ella estaba dispuesta a hacerlo por dinero. Pero eso le demostraba hasta qué punto estaba endeudada con Ling.


De modo que rompió el cheque y firmó otro, por el doble de la cantidad.


Y Paula, sin molestarse en mirarlo, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, como si no quisiera admitir que había accedido a sus deseos.


Siempre le había parecido una persona orgullosa, pero había tenido que dejarse el orgullo en casa debido a sus problemas con el dinero. Lo cual le recordaba...


‐Para que no haya discusiones, quiero derechos exclusivos. ¿Entendido?


‐¿Cómo?


‐Eres mía hasta que yo diga lo contrario. No toleraré que veas a nadie más.


‐¿Y puedo yo exigir la misma exclusividad? ‐le espetó Paula, levantando la barbilla, orgullosa.


‐No te preocupes, no tienes competencia Pedro se levantó del sillón y se acercó para quitarle las horquillas del
pelo, enredando dedos en los suaves mechones antes de apartarlo de su cara‐. Mientras no pueda evitar hacer esto cada vez que te veo, nadie será capaz de competir contigo.


Luego se inclinó para besarla, tirando suavemente de su labio inferior antes de explorarla con la lengua. Sin pensar, Paula levantó las manos para agarrarse a la pechera de su camisa, temblando de placer.


Pedro no se cansaba de ella, pero no allí, en la oficina. Claro que durante el fin de semana... ah, eso sería espectacular. Con un poco de su suerte se saciaría de ella y ese perpetuo anhelo por Paula desaparecería de una vez por todas.


Entonces se apartó, satisfecho al ver sus labios hinchados y sus ojos ligeramente oscurecidos.


‐He dejado unos informes sobre tu mesa necesito que los pases al ordenador antes mediodía ‐le dijo, volviendo a su escritorio. Ah, y otra cosa, Paula...


Ella, que iba a salir del despacho, se volvió.


‐¿Sí?


Pedro sonrió.


‐Si no te quitas ese traje y los otros parecidos que tienes, iré
personalmente a tu casa para quemarlos. Por favor, no vuelvas a venir a la oficina con un traje como ése.



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