viernes, 30 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 13





Domingo, 2:30 horas



Caminando juntos en la oscura y tranquila calle solo iluminada por el pálido resplandor brumoso y plateado de la luna, los dedos entrelazados con los de Pedro, respiró hondo. El aire estaba caluroso, húmedo y olía a césped cortado y a flores.


Recordó también aquel maravilloso verano en que se había enamorado profundamente de él. Los frecuentes paseos largos, a veces por el parque, otras por la playa. La gente que conocían. Los lugares en los que habían estado y que querían visitar. Sus cosas favoritas. Deportes. Universidad. Libros. Música. Parecía que nunca se quedaban sin tema de conversación.


Le había encantado hablar con él. Escuchar su voz profunda. Su risa. Sus bromas gentiles.


Pero también había atesorado sus silencios cómodos, en los que se sentaban abrazados y, simplemente, contemplaban la puesta de sol. O a las gaviotas dar vueltas sobre la playa. 


Recordaba haber cerrado los ojos, apoyándose en él, y pensar que se trataba del comienzo de algo muy, muy bueno.


—¿Falta mucho? —preguntó él, devolviéndola al presente.


—A la vuelta de la esquina —sonrió para sus adentros ante esa conocida impaciencia.


—Menos mal. Me da la impresión de que llevamos horas caminando.


—Han pasado unos cuatro minutos y medio.


—Pues en mi universo alternativo, en el que me muero por ponerte las manos encima, me ha parecido una eternidad.


Giraron la esquina y el instituto apareció a la vista, con el estadio alto detrás del edificio. Pedro aceleró el paso y Paula prácticamente tuvo que trotar para mantenerse a la altura de sus zancadas.


—¿Por qué tienes tanta prisa?


—Una mujer preciosa y sexy, que me tiene tan excitado como para casi no ver, va a sacudir mi mundo en cuanto pueda llevarla detrás del estadio. Sí, se puede decir que tengo prisa.


Cuando el estadio se alzó ante ellos, Pedro emprendió la carrera, tirando de ella. Riendo y sintiéndose más atrevida y libre que en mucho tiempo, corrió con él por el césped. Al llevarla debajo de las gradas, jadeaba en busca de aire. Le rodeó la cintura con los brazos, la alzó en vilo y dio vueltas hasta dejarla mareada y débil por la risa.


Cuando paró, la bajó despacio y pegada a su cuerpo. Antes de que ella pudiera recuperar el aliento, la besó. Un beso ardiente, profundo, exigente e impaciente, que la incendió. Y se dio cuenta de que era él quien la mareaba. Como siempre había sido.


Sin quebrar el beso frenético, Pedro retrocedió hasta dar con una de las gruesas columnas de cemento. De inmediato giró y con el cuerpo la fijó contra la columna. Entonces, simplemente la abrumó, inundándola con un diluvio de sensaciones.


Sus manos estaban… por todas partes. Subiéndole el top.


Coronándole los pechos. Excitándole los pezones. 


Acariciándole el estómago. Bajando por las piernas, luego subiendo, metiéndose por debajo de la falda.


Con respiración entrecortada, quebró el beso.


—No llevas ropa interior.


—¿Es una queja?


—No. Dios, no.


Le bajó la falda y ella se la quitó con los pies. Deslizó los dedos entre sus muslos y la acarició con un ritmo enloquecedor que le provocó un prolongado gemido… que al sentir los dos dedos que él le introdujo se transformó en un jadeo de placer.


—Es tan agradable tu contacto… —musitó Pedro sobre sus labios con voz casi desgarrada—. Tan mojada. Tan compacta. Tan caliente.


Bajó hasta llegar a un pezón que, con fruición, se dedicó a lamer, haciéndole arquear la espalda, súplica que al instante él respondió introduciéndoselo en la boca. Cada succión sobre el pecho acarreaba una introducción profunda de los dedos. La combinación le provocó un orgasmo veloz.


Jadeando en busca de aliento, las sacudidas apenas habían terminado cuando él se puso de rodillas, le abrió más los muslos y le pasó la lengua por el centro de sus labios. Cerró los ojos mientras la boca y la lengua de Pedro resultaban tan asombrosamente talentosas como los dedos. Con el cuerpo aún vibrando por los temblores secundarios del último clímax, se vio sacudida por otro orgasmo que le provocó un grito entrecortado.


Con los ojos cerrados, los músculos laxos, la respiración irregular y flotando en una nube de felicidad postorgásmica, fue vagamente consciente de que él se ponía de pie. Como desde lejos, oyó que rompía un celofán. El siseo de una cremallera. Luego la levantó y se situó entre sus piernas.


—Rodéame con tus piernas —pidió con la voz excitada.


Ella juntó los tobillos detrás de él y con un gemido la embistió. Despacio, se retiró, y el movimiento la despertó de un modo que hubiera creído imposible. Otro embate hondo seguido de una retirada pausada y deslizante. Un ritmo devastador que repitió una y otra vez. Más fuerte. Más rápido.


Lo agarró de los hombros y apretó los muslos sobre las caderas de Pedro a medida que los temblores se iniciaban desde lo más hondo de su cuerpo, emanando en espasmos que palpitaban con un placer ardiente por su sistema. Lo sintió embestirla una última vez y luego enterrar la cara en su cuello mientras el orgasmo lo sacudía de arriba abajo.


Ninguno de los dos se movió durante varios segundos.


Paula rezó para que no la soltara, porque si lo hacía, se deslizaría al suelo en una masa palpitante.


Pasados unos latidos, Paula tragó saliva dos veces y logró encontrar su voz.


—Santo cielo —lo sintió asentir sobre su hombro—. Mis rodillas tardarán un rato en recobrarse.


Los brazos de él la apretaron más y apoyó la frente sobre la suya.


—No hay problema. Te tengo.


Esas palabras suaves susurradas sobre sus labios reverberaron por su mente. «Te tengo… Te tengo…». Y de pronto se dio cuenta de que se hallaba en peligro real de darle más significado que él que Pedro había pretendido.


—¿Estás bien? —quiso saber él.


—¿Qué clase de pregunta le haces a una mujer a la que acabas de provocarle tres orgasmos? Estoy… —calló cuando con delicadeza él se retiró de su cuerpo.


Le dio un beso rápido en los labios.


—¿Tienes las rodillas bien ya? ¿Puedo soltarte un momento?


No estaba segura, pero su orgullo la obligó a decir:
—Claro. Estoy bien.


La soltó y dio un paso atrás; luego sacó un pañuelo de papel del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Sintiéndose aún como si flotara en gravedad cero, Paula cerró los ojos. Lo oyó alejarse, presumiblemente para deshacerse del condón en una papelera próxima, luego el sonido de su cremallera. 


Cuando regresó pasados unos segundos, alzó los párpados y lo vio a dos metros de distancia, observándola con intensidad.


Le provocó una descarga de poder femenino. Sin más ropa que el top de satén, se sentía sexy, licenciosa y deliciosamente perversa.


Apoyada contra la columna de cemento, levantó los brazos y despacio se los pasó por el cabello, mirándolo con ojos entornados.


—Bueno… ¿hice realidad tu fantasía? —preguntó.


Él soltó el aliento contenido. Mirándola con ojos en llamas, redujo la distancia que los separaba hasta que no fueron ni treinta centímetros. Apoyó las manos en la columna y la encerró entre sus brazos.


—¿Hacer realidad mi fantasía? Ni siquiera creo que debas preguntarlo —un destello de preocupación titiló en sus ojos—. No te he hecho daño, ¿verdad?


—Ni siquiera creo que debas preguntarlo —respondió, imitándolo. Increíblemente, sentía que volvía a excitarse. Le pasó las manos por la camisa y le rodeó el cuello—. Yo… mmm, me ha gustado mucho tu fantasía.


—Ya somos dos. Y como sigas mirándome de esa manera, la harás realidad otra vez.


Ella soltó un suspiro exagerado.


—Sí, odiaría eso. En serio.


—Bueno, ahora que conoces mi fantasía de detrás del estadio, ¿qué te parece si compartes la tuya?


—Mmmm… La mía involucraría un encuentro inesperado con un hombre bien vestido. Todo sería muy profesional, de negocios, pero entonces se quitaría la chaqueta del traje. Se soltaría el botón del cuello de la camisa y se aflojaría la corbata. Se subiría las mangas —suspiró—. Por motivos que no puedo explicar, pensar que hace todo eso me derrite.


—¿Y luego qué?


—Y luego toda conversación de negocios se la llevaría el viento, lo llevaría a mi casa y nos divertiríamos —sonrió—. Pero tu fantasía no estaba muy alejada de otra mía.


—No me lo digas… ¿hacerlo con el capitán del equipo de fútbol?


—Bueno, reconócelo, no muchas chicas fantasean con hacérselo con el vicepresidente de un club de fotografía —dobló la rodilla y se la frotó en el muslo—. Aunque adivino que a ti no te costaría nada modificar esa tendencia.


—Eh… yo no necesitaba el estadio, tenía el cuarto oscuro.


—Y ahora también tienes el estadio.


—Imagino que eso me vuelve muy afortunado.


—Es gracioso. Yo pensaba que eso me volvía muy afortunada a mí. Por tres veces.


Él movió exageradamente las cejas.


—¿Quieres ir por el cuarto?


—Vaya. Olvida el parque de atracciones. Éste es el sitio más feliz de la tierra. Probablemente, no haría falta mucho para que lograra el cuarto. Tu presencia me resulta muy… estimulante. Por no mencionar que parece que estoy sin falda. Ni braguitas.


—Es una pena. Pero si no recuerdo mal, desde el principio te faltaron las braguitas.


—Oh, cierto. Lo olvidaba.


—No sé cómo has podido. Desde luego, yo jamás podré olvidarlo.


Apartó una mano de la columna y con los dedos trazó un camino descendente por el centro del torso de Paula, hasta enredarse en los rizos que había en la unión de sus muslos.


Ella contuvo el aliento al tiempo que su libido se ponía firme al sentir esa caricia suave y provocadora sobre su sexo.


Él bajó la cabeza y le besó el costado del cuello.


—Comprende que no puedo mantener mis manos lejos de ti.


—Me halagas. Y… ooooh, sí, ahí… agradecida —bajó una mano por el cuerpo de Pedro y le frotó la dura extensión a través de los vaqueros—. ¿Por casualidad has traído dos preservativos?


—Claro.


La risita suave de ella se convirtió en un gemido cuando él introdujo la rodilla entre sus muslos y le abrió más las piernas para acariciarla con la misma perfección implacable que ya la había lanzado por el precipicio.


Le abrió el botón de los vaqueros y le bajó la cremallera.


—Sabes que estaríamos más cómodos en mi cama. Pero empiezo a pensar que quizá no lleguemos a casa antes del amanecer.


—Y yo empiezo a pensar que tal vez tengas razón. Además, estoy tan increíblemente duro, que la comodidad pasa a un segundo plano en este momento.


Introdujo la mano entre la cinta elástica de los calzoncillos y cerró los dedos en torno a él. «Santo cielo». No era broma el comentario de la dureza.


—¿Segundo plano? —lo apretó con suavidad—. ¿Y cuál es el primero?


—Me alegra que lo preguntaras. Porque será un placer mostrártelo.







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