viernes, 30 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 15




Domingo, 9:00 horas


Tumbada de costado, despertó lentamente, cada uno de sus sentidos cobrando vida para descubrir algo hermoso. Y comprendió que Pedro era la causa.


Tenía el cuerpo de él pegado al suyo y los brazos en torno a su cintura. Una mano grande se curvaba sobre su pecho.


Se movió detrás de ella y el brazo la ciñó más mientras los dedos le presionaban el seno. Lo oyó respirar y besarle la nuca con labios cálidos, mientras la erección de la mañana se asentaba con más firmeza contra sus glúteos desnudos.


Con una sonrisa, llevó la mano atrás y le revolvió el pelo.


—Buenos días —susurró—. ¿O son buenas tardes?


—Mmmm —murmuró con voz somnolienta—. Un cuestionario. Y no he estudiado —con movimiento suave, la puso boca arriba y luego se acomodó encima, apoyando el torso sobre los antebrazos.


Lo miró. Tenía los ojos azules brumosos por el sueño y el pelo oscuro revuelto y cayéndole sobre la frente. Su aspecto era decadente y delicioso, como el de un hombre que hubiera dedicado la noche a hacer el amor para luego caer rendido en un pesado sueño después del último orgasmo.


Se lo apartó de la cara y soltó una risa baja.


Él alzó la cabeza y olisqueó el aire.


—Hueles a beicon. Dios, he muerto e ido al cielo.


—No soy yo. Es el señor Finney. Todos los domingos por la mañana prepara un desayuno copioso. Beicon, huevos, tortitas. Yo disfruto de una invitación vitalicia, que incluye llevar a un invitado.


—Tentador. Pero el beicon aún no está listo y, mmm, yo sí —la miró con expresión de lujuria desbocada.


Ella tuvo que esforzarse para no soltar una carcajada.


—No me digas que ya estás listo.


—Muy bien —se movió contra ella, provocando en ambos chispas de placer—. Pero algo me dice que vas a llegar a esa conclusión por ti misma —bajó la cabeza y lentamente se llevó el pezón a la boca.


—Mmm. ¿Cómo sabes que el beicon aún no está listo?


—Mi agudo sentido masculino del olfato —la voz vibró sobre el pecho de ella—. Sé reconocer el beicon plenamente hecho una vez que lo huelo, y ese beicon tiene otro… —levantó la cabeza y olió —como mínimo le quedan cuatro minutos.


—Oh, bien —alargó la mano hacia un preservativo—. Y yo que pensé que iríamos con prisas.




EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 14





Domingo, 4:00 horas




Mientras caminaban por la acera en la oscuridad, alzó la cabeza de su hombro y le pasó la mano por el estómago.


—¿Le has dado vueltas al tipo de carrera que te gustaría probar?


—Mucho, pero aún no he alcanzado una decisión definitiva. Todo se ha centrado más en saber lo que no quiero hacer, así que supongo que mediante el proceso de eliminación, terminaré por descubrirlo.


—¿Qué son las cosas que no quieres hacer?


—Luchador de sumo.


Ella rio.


—¿Qué más?


—Chef.


—¿No sabes cocinar?


—Sé preparar café. ¿Eso cuenta?


—¿Qué comes?


—Vivo en Manhattan. Nadie cocina en Manhattan. ¿Por qué cocinar cuando hay dos docenas de sitios de comida para llevar en dos manzanas a la redonda?


—¿Qué otras opciones profesionales has descartado?


—Bueno, pensé en hacerme congresista… pero está eso de la política y demás cosas.


—Mmm. Decididamente un inconveniente. ¿Y qué me dices de la fotografía? Se te dan muy bien las clientas en lencería.


—No creo que pueda superar las fotos que te saqué a ti, así que voy a descansar en los laureles.


—¿Y qué me dices de emplear tu experiencia en Wall Street para dedicarte a la planificación financiera?


—Lo he pensado, pero después de estar alejado de ese mundo durante estos últimos meses, no lo echo de menos. Me gusta mantenerme al corriente de mi cartera, pero creo que preferiría nadar en una piscina totalmente diferente —giraron por la esquina de la tranquila calle de la casa de Paula—. De hecho, este último mes le he estado dando vueltas a una idea. ¿Recuerdas que te conté cómo había acabado el sótano de Nico para él?


—Sí.


—Realmente disfruté haciéndolo, y no solo porque se trataba de algo para un amigo. Me proporcionó una sensación de realización y serenidad que hacía tiempo que no tenía. Me hizo pensar en establecer mi propio negocio de contratista. Todo tipo de reparaciones y rehabilitaciones para el hogar… ese tipo de cosas. No solo me gusta esa clase de trabajo, sino que se trata de algo que podría hacer allí donde elija vivir.


Ella asintió despacio.


—Solo puedo hablar de esta zona, pero con tantas casas antiguas que hay en Long Island, existe una gran demanda para ese trabajo. Si decides que quieres funcionar en esta zona, comunícamelo. Los compradores y vendedores constantemente me piden que les recomiende contratistas y estaría encantada de trasladarles tu nombre. No te faltarían clientes, y el boca a boca funciona con rapidez. Recomendé al marido de una amiga que se encarga de poner tejados a una persona del vecindario de mi madre, y de ese encargo ha conseguido media docena más.


La miró y sonrió.


—Gracias. Lo recordaré.


—De nada —puso expresión seria y añadió—: Acabo de pensar en otra cosa que tal vez podrías querer tomar en cuenta.


—¿Cómo acelerar el regreso para que pueda volver a desnudarte?


Ella rio.


—Creo que si buscara la palabra «insaciable» en el diccionario, vería tu cara sonriente. ¿Qué vitaminas tomas?


—No tiene nada que ver con las vitaminas y todo contigo —la detuvo y le dio un beso. Su intención había sido que fuera breve y ligero, pero al instante se transformó en uno profundo y lujurioso, en el que sus lenguas parecieron expertos espadachines.


Al levantar la cabeza, la miró a los ojos y volvió a sentirse como un hombre a punto de ahogarse.


—Vaya —musitó Paula, apoyando la frente en su mentón—. De haber sabido que los corredores de Bolsa podían besar de esta manera, desde luego que habría considerado la posibilidad de invertir en el mercado de valores. Y bajo ningún concepto habría perdido mi tiempo con abogados.


Sabía que era una broma, pero la idea de que besara a otro lo llenó de una sensación desagradable que reconoció como celos. Y en cuanto al imbécil de su ex, el pensamiento de que ese miserable solo la tocara hacía que deseara romper algo.


Si alguien como Paula estuviera con él, jamás tocaría a otra mujer…


Cerró los ojos para cortar el pensamiento.


«Seamos sinceros, amigo», intervino su voz interior. «No se trata de no tocar a otra mujer si alguien como Paula estuviera contigo». Y no pudo negarlo. No, la cruda verdad era que si Paula estuviera con él, jamás tocaría a otra mujer. 


No querría hacerlo.


Soltó un gemido.


—¿Estás bien? —preguntó ella, apartándose.


Abrió los ojos. Un simple vistazo a esa mujer le confirmó que un pie le colgaba en el vacío y el otro se hallaba en equilibrio precario sobre una cascara de plátano. Necesitaba decidir qué diablos quería hacer al respecto.


—Perfectamente —le dio un beso leve en la nariz y reanudó la marcha, manteniendo el brazo alrededor de ella—. Pero estaré mejor en cuanto te tenga otra vez desnuda  —«magnífico plan». Porque tenerla desnuda lo ayudaba en sus procesos de toma de decisiones.


—Antes de que me licuaras las neuronas con aquel beso —indicó ella—, te mencioné que había pensado en otra opción profesional que tal vez quisieras considerar.


—¿Cuál es?


—Comprar y revender casas que necesiten obras importantes, no solo pulir el suelo y una capa nueva de pintura. O en algunos casos, casas cuyos interiores, principalmente la cocina y el cuarto de baño, están, simplemente, anticuados. He vendido muchas casas que habrían valorado en mucho miles de dólares más de haber estado en buenas condiciones o actualizadas. Alguien que pudiera llevar a cabo esas reparaciones podría comprar la casa, arreglarla por una fracción del coste que representaría contratar a profesionales y luego venderla obteniendo un gran beneficio.


Mientras caminaban, reflexionó en la idea.


—Es interesante. ¿De qué margen de beneficios estamos hablando?


—En Long Island, así a simple vista, diría que una inversión de veinte a veinticinco mil dólares en una cocina y cuarto de baño nuevos, se traduciría en un mínimo de cuarenta mil dólares de aumento en el valor de reventa de la casa.


Enarcó las cejas.


—No es una mala ganancia. ¿Has pensado alguna vez tú misma comprar una de esas propiedades para luego revenderla?


—Me encantaría, pero en este momento no es algo viable. Primero, el margen de beneficio para mí sería menor, porque yo tendría que contratar la mano de obra, aunque seguiría siendo lo bastante atractivo como para hacer que me lo pensara. Pero el gran obstáculo es que carezco del capital. Dentro de unos años, cuando mi negocio haya prosperado, reevaluaré la situación. Pero como tú tienes los tres ingredientes necesarios, podrías pensártelo.


—¿Los tres ingredientes necesarios?


—Sí. Tienes tiempo, tienes talento y, aunque podría ser una presunción por mi parte, conjeturo que dispones del dinero.


—¿Cómo sabes que no estoy en bancarrota?


Se encogió de hombros.


—Porque nunca te conocí por ser una persona irresponsable. No te imagino dejando tu trabajo y realizando viajes prolongados al extranjero, a menos que hubieras planificado con cuidado tus finanzas para que pudieran permitírtelo.


La pegó a él y la mano le rozó la suave curva exterior del pecho.


—Eso es lo que me gusta de ti… tu cerebro.


—Mmmm. ¿Eres consciente de que «cerebro» no es una clave secreta para «pechos»?


Él rio y volvió a acariciarle el pecho, adrede en esa ocasión.


Ella esbozó una sonrisa…


—Bueno, piensa en lo que te acabo de decir. Comunícame si estás interesado.


—De acuerdo —y lo haría. Pero en ese momento, lo que le interesaba era llevarla otra vez al dormitorio. Y desnudarla.


Por fortuna, la casa apareció delante.


Después de cerrar y asegurar la puerta detrás de ellos, Pedro la condujo directamente al dormitorio, donde abrió la ducha.


—Creo que tengo manchas de hierba en el trasero —comentó él, quitándose la camisa.


Ella sonrió y se quitó el top arrugado.


—Te ofrecí estar abajo.


Su mirada ávida le recorrió los pechos plenos y no fue capaz de contenerse de agacharse y lamer ese pezón aterciopelado. Al erguirse, empezó con los vaqueros y dijo:
—Un caballero siempre permite que una dama esté encima cuando se trata de hierba o arena.


—Ah. Es bueno saberlo —se desprendió de los zapatos y luego se quitó la falda—. Si te hace sentir mejor, yo tengo manchas de hierba en las rodillas.


—No puedo decir que me haga sentir mejor ahora, pero desde luego lo hizo en su momento —sostuvo en alto los vaqueros que se acababa de quitar y señaló—: Notarás que yo también tengo manchas de hierba en las rodillas.


Le dedicó una sonrisa perversa por encima del hombro desnudo mientras se metía en la ducha.


—Y te lo agradezco de todo corazón —sus palabras fueron seguidas por un grito—. ¡Dios! Está fría.


Se metió detrás de ella y contuvo el aliento cuando el chorro gélido le dio en el pecho.


—Voto porque lo hagamos rápido… —dijo ella, poniéndole una pastilla de jabón contra el estómago y alargando el brazo para agarrar el champú.


—Y luego comamos algo —añadió Pedro—. Me muero de hambre.


Diez minutos más tarde, se dirigían a la cocina, Paula vestida con un top rosa y unos pantalones cortos blancos, mientras Pedro iba en calzoncillos. Ella sostenía la radio, que dejó en la encimera. La encendió y del altavoz salió música.


—Hace calor aquí —comentó, abanicándose la cara con la mano—. Cómo se echa de menos el aire acondicionado.


—Primero el agua está fría, ahora la casa está caliente —se mofó—. Creo que percibo a una quejica en ti.


Se volvió hacia él y lo provocó con la mirada.


—¿Me ayudas con algunas ventanas?


—Claro. Aunque no vas a encontrar aire fresco fuera, aunque si soplara alguna brisa, tal vez la capturaríamos.


Después de abrir las ventanas, ella sacó dos botellas de agua de la nevera a oscuras y le arrojó una. Pedro bebió un trago prolongado y aún fresco y se sentó en una de las sillas de roble a la mesa de la cocina, tirando de ella hasta dejarla sobre su regazo.



—Creía que tenías hambre —comentó ella.


Le besó el cuello fragante.


—Y así es.


—Tengo algo que te calmará —le revolvió el pelo y meneó el trasero.


—Eso no va a calmarme, cariño.


Con una carcajada, se puso de pie y fue a la cocina. Al regresar, le entregó una cuchara y depositó un envase sobre la mesa.


—Helado —explicó, acercando una silla junto a él.


Él estudió la etiqueta.


—Rocky Road. Uno de mis favoritos.


—Supuse que deberíamos comerlo. No solo está frío, sino que sería una pena dejar que se derritiera si la electricidad tarda en venir.


—Por supuesto. Me alegro de que pensaras en ello. Además, sospecho que no nos vendrá mal el estímulo del calcio —sonrió y le tomó la mano antes de que pudiera sentarse en la otra silla, atrayéndola—. ¿Sabías que el helado sabe mejor cuando lo comes sentada en el regazo de otra persona? —movió exageradamente las cejas—. Ven aquí, preciosa, y trae tu cuchara.


Con un brillo travieso en los ojos, lo miró y luego se sentó a horcajadas en sus piernas. Él la agarró de las caderas y la acercó, de modo que su erección se acunó en el sitio donde ella mejor la sentiría.


Le acarició los glúteos con lentos movimientos circulares y sonrió.


—¿Te importa darme una cucharada? Tengo las manos ocupadas


Sosteniendo el envase entre ellos, llenó una cucharada generosa. Pero en vez de ofrecérsela a él, se la llevó lentamente a la boca y la sacó también con gesto sensual. A Pedro le brillaron los ojos.


—Delicioso —dijo ella.


—Repítelo.


—¿No quieres tú un poco?


—¿Seguimos hablando del helado?


—Sí —afirmó con voz recatada, que bajo ningún concepto encajaba con la curva seductora de sus labios.


—Luego. Ahora mismo, estoy más interesado en mirarte.


Sacó más helado y le satisfizo. La visión de sus labios sobre la cuchara le envió calor hasta la entrepierna.


—Esa mirada que me lanzas está derritiendo mi helado —comentó Paula.


—Es tu culpa. Me estás poniendo más caliente que el infierno.


—Entonces, deja que te refresque —se introdujo otra cucharada de helado en la boca, se inclinó y le pasó la lengua fría por los labios—. ¿Más fresco? —murmuró.


—No exactamente —se lamió los labios—. Pero tu sabor es delicioso.


Sin decir una palabra, tomó otra cucharada de helado. En esa ocasión, cuando se inclinó, él la tomó por la nuca y le acercó la cabeza para darle un beso profundo. El sabor fresco y achocolatado de la boca de Paula formó un contraste marcado con el infierno que bramaba en su cuerpo.


Se preguntó cuántas sacudidas más podría soportar su cuerpo. Esa mujer era capaz de excitarlo con solo mirarlo. 


Con el contacto más minimo. Desde luego, no tenía ninguna posibilidad de resistir un beso ardiente de helado.


Quebró el beso y le quitó el helado y la cuchara.


—Es mi turno —posó la vista en su pecho y con la cuchara señaló el top—. A pesar de lo bonito que es, deberá desaparecer.


—Oh. Para ti, ¿qué precio tiene mi cooperación?


—Quítatelo y te lo mostraré.


Ella cruzó los brazos, aferró los extremos de la prenda y despacio alzó la tela elástica por encima de la cabeza, mientras movía el torso de manera sinuosa, como si realizara un desnudo. Después de soltar el top en el suelo, los ojos le brillaron llenos de desafío.


—Entonces, muéstramelo.


Con suavidad, él pasó la superficie convexa de la cuchara alrededor de los pechos. Los pezones se compactaron, llamándolo, y Paula se movió sobre su erección.


La miró a los ojos.


—La vista es espectacular.


Recogió una ración generosa de helado y dejó que se derritiera en su boca. Luego adelantó la cabeza e introdujo el pezón en su frescor.


Paula jadeó, y por su espalda le bajó un temblor de placer mientras Pedro daba vueltas la lengua sobre la cumbre sensible. Arqueó la espalda en busca de más. Él la complació, y fue alternando ambos pezones. Cada succión fría de los labios, cada lametón, le enviaba un contraste sensacional de calor a su núcleo.


Incapaz de quedarse sin hacer nada, bajó las manos por los hombros desnudos de él, la espalda, los brazos, el torso, mientras movía las caderas y mecía su intimidad femenina contra la dura extensión de la erección.


—Agárrate a mí —pidió con voz ronca.


Ella se sujetó y le enganchó los tobillos a la espalda mientras él dejaba el recipiente del helado. Con un movimiento fluido y poderoso, se incorporó. Pero en vez de emprender la marcha por el pasillo, la sentó sobre la superficie de la mesa.


—Échate —ordenó con la misma voz ronca.


Con la mirada clavada en la suya y el corazón martilleándole con intensidad por la excitación que vio en sus ojos, Paula se apoyó sobre los antebrazos.


Con celeridad, le quitó los pantalones cortos y las braguitas. 


Luego le colocó las rodillas dobladas sobre sus hombros y alargó la mano hacia el helado. Ella lo vio llevarse una cucharada copiosa a la boca y luego ponerse de rodillas.


Los labios fríos se posaron sobre su piel encendida y la lengua fresca buscó su núcleo ardiente. Su jadeo de placer ante el contraste se fundió en un prolongado gemido de ronroneante deleite.


La lengua y los labios la acariciaron y excitaron hasta que el orgasmo asomó en su horizonte interior, pero entonces él se apartó.



—Todavía no —movió la cabeza y otra vez alargó la mano hacia el recipiente del helado.


Segundos más tarde, reemprendió la magia, causándole las sensaciones más exquisitas. En esa ocasión, al llevarla al precipicio, no se detuvo y el clímax se la tragó.


Se derrumbó sobre la espalda en busca de aire mientras unas deliciosas sacudidas temblaban por su cuerpo. Cuando abrió los ojos, tenía el rostro de Pedro sobre el suyo. Sin decir una palabra, ella le tomó el rostro entre las manos y lo besó. Un beso largo, profundo y ardiente que tenía el sabor de ambos más el del chocolate.


Al terminar, apoyó la frente en la suya.


—¿Adivinas en qué voy a pensar a partir de ahora cada vez que coma helado?


La risa cálida de él le abanicó los labios.


—Probablemente, en lo mismo que yo.


—¿Queda algo de helado?


—Sí. ¿Por qué? ¿Quieres más?


—Oh, sí —le acarició el pecho y bajó un dedo hasta su erección—. Salvo que en esta ocasión es mi turno para el postre. Comprobemos si te gusta.


—Estoy impaciente por averiguarlo.









EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 13





Domingo, 2:30 horas



Caminando juntos en la oscura y tranquila calle solo iluminada por el pálido resplandor brumoso y plateado de la luna, los dedos entrelazados con los de Pedro, respiró hondo. El aire estaba caluroso, húmedo y olía a césped cortado y a flores.


Recordó también aquel maravilloso verano en que se había enamorado profundamente de él. Los frecuentes paseos largos, a veces por el parque, otras por la playa. La gente que conocían. Los lugares en los que habían estado y que querían visitar. Sus cosas favoritas. Deportes. Universidad. Libros. Música. Parecía que nunca se quedaban sin tema de conversación.


Le había encantado hablar con él. Escuchar su voz profunda. Su risa. Sus bromas gentiles.


Pero también había atesorado sus silencios cómodos, en los que se sentaban abrazados y, simplemente, contemplaban la puesta de sol. O a las gaviotas dar vueltas sobre la playa. 


Recordaba haber cerrado los ojos, apoyándose en él, y pensar que se trataba del comienzo de algo muy, muy bueno.


—¿Falta mucho? —preguntó él, devolviéndola al presente.


—A la vuelta de la esquina —sonrió para sus adentros ante esa conocida impaciencia.


—Menos mal. Me da la impresión de que llevamos horas caminando.


—Han pasado unos cuatro minutos y medio.


—Pues en mi universo alternativo, en el que me muero por ponerte las manos encima, me ha parecido una eternidad.


Giraron la esquina y el instituto apareció a la vista, con el estadio alto detrás del edificio. Pedro aceleró el paso y Paula prácticamente tuvo que trotar para mantenerse a la altura de sus zancadas.


—¿Por qué tienes tanta prisa?


—Una mujer preciosa y sexy, que me tiene tan excitado como para casi no ver, va a sacudir mi mundo en cuanto pueda llevarla detrás del estadio. Sí, se puede decir que tengo prisa.


Cuando el estadio se alzó ante ellos, Pedro emprendió la carrera, tirando de ella. Riendo y sintiéndose más atrevida y libre que en mucho tiempo, corrió con él por el césped. Al llevarla debajo de las gradas, jadeaba en busca de aire. Le rodeó la cintura con los brazos, la alzó en vilo y dio vueltas hasta dejarla mareada y débil por la risa.


Cuando paró, la bajó despacio y pegada a su cuerpo. Antes de que ella pudiera recuperar el aliento, la besó. Un beso ardiente, profundo, exigente e impaciente, que la incendió. Y se dio cuenta de que era él quien la mareaba. Como siempre había sido.


Sin quebrar el beso frenético, Pedro retrocedió hasta dar con una de las gruesas columnas de cemento. De inmediato giró y con el cuerpo la fijó contra la columna. Entonces, simplemente la abrumó, inundándola con un diluvio de sensaciones.


Sus manos estaban… por todas partes. Subiéndole el top.


Coronándole los pechos. Excitándole los pezones. 


Acariciándole el estómago. Bajando por las piernas, luego subiendo, metiéndose por debajo de la falda.


Con respiración entrecortada, quebró el beso.


—No llevas ropa interior.


—¿Es una queja?


—No. Dios, no.


Le bajó la falda y ella se la quitó con los pies. Deslizó los dedos entre sus muslos y la acarició con un ritmo enloquecedor que le provocó un prolongado gemido… que al sentir los dos dedos que él le introdujo se transformó en un jadeo de placer.


—Es tan agradable tu contacto… —musitó Pedro sobre sus labios con voz casi desgarrada—. Tan mojada. Tan compacta. Tan caliente.


Bajó hasta llegar a un pezón que, con fruición, se dedicó a lamer, haciéndole arquear la espalda, súplica que al instante él respondió introduciéndoselo en la boca. Cada succión sobre el pecho acarreaba una introducción profunda de los dedos. La combinación le provocó un orgasmo veloz.


Jadeando en busca de aliento, las sacudidas apenas habían terminado cuando él se puso de rodillas, le abrió más los muslos y le pasó la lengua por el centro de sus labios. Cerró los ojos mientras la boca y la lengua de Pedro resultaban tan asombrosamente talentosas como los dedos. Con el cuerpo aún vibrando por los temblores secundarios del último clímax, se vio sacudida por otro orgasmo que le provocó un grito entrecortado.


Con los ojos cerrados, los músculos laxos, la respiración irregular y flotando en una nube de felicidad postorgásmica, fue vagamente consciente de que él se ponía de pie. Como desde lejos, oyó que rompía un celofán. El siseo de una cremallera. Luego la levantó y se situó entre sus piernas.


—Rodéame con tus piernas —pidió con la voz excitada.


Ella juntó los tobillos detrás de él y con un gemido la embistió. Despacio, se retiró, y el movimiento la despertó de un modo que hubiera creído imposible. Otro embate hondo seguido de una retirada pausada y deslizante. Un ritmo devastador que repitió una y otra vez. Más fuerte. Más rápido.


Lo agarró de los hombros y apretó los muslos sobre las caderas de Pedro a medida que los temblores se iniciaban desde lo más hondo de su cuerpo, emanando en espasmos que palpitaban con un placer ardiente por su sistema. Lo sintió embestirla una última vez y luego enterrar la cara en su cuello mientras el orgasmo lo sacudía de arriba abajo.


Ninguno de los dos se movió durante varios segundos.


Paula rezó para que no la soltara, porque si lo hacía, se deslizaría al suelo en una masa palpitante.


Pasados unos latidos, Paula tragó saliva dos veces y logró encontrar su voz.


—Santo cielo —lo sintió asentir sobre su hombro—. Mis rodillas tardarán un rato en recobrarse.


Los brazos de él la apretaron más y apoyó la frente sobre la suya.


—No hay problema. Te tengo.


Esas palabras suaves susurradas sobre sus labios reverberaron por su mente. «Te tengo… Te tengo…». Y de pronto se dio cuenta de que se hallaba en peligro real de darle más significado que él que Pedro había pretendido.


—¿Estás bien? —quiso saber él.


—¿Qué clase de pregunta le haces a una mujer a la que acabas de provocarle tres orgasmos? Estoy… —calló cuando con delicadeza él se retiró de su cuerpo.


Le dio un beso rápido en los labios.


—¿Tienes las rodillas bien ya? ¿Puedo soltarte un momento?


No estaba segura, pero su orgullo la obligó a decir:
—Claro. Estoy bien.


La soltó y dio un paso atrás; luego sacó un pañuelo de papel del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Sintiéndose aún como si flotara en gravedad cero, Paula cerró los ojos. Lo oyó alejarse, presumiblemente para deshacerse del condón en una papelera próxima, luego el sonido de su cremallera. 


Cuando regresó pasados unos segundos, alzó los párpados y lo vio a dos metros de distancia, observándola con intensidad.


Le provocó una descarga de poder femenino. Sin más ropa que el top de satén, se sentía sexy, licenciosa y deliciosamente perversa.


Apoyada contra la columna de cemento, levantó los brazos y despacio se los pasó por el cabello, mirándolo con ojos entornados.


—Bueno… ¿hice realidad tu fantasía? —preguntó.


Él soltó el aliento contenido. Mirándola con ojos en llamas, redujo la distancia que los separaba hasta que no fueron ni treinta centímetros. Apoyó las manos en la columna y la encerró entre sus brazos.


—¿Hacer realidad mi fantasía? Ni siquiera creo que debas preguntarlo —un destello de preocupación titiló en sus ojos—. No te he hecho daño, ¿verdad?


—Ni siquiera creo que debas preguntarlo —respondió, imitándolo. Increíblemente, sentía que volvía a excitarse. Le pasó las manos por la camisa y le rodeó el cuello—. Yo… mmm, me ha gustado mucho tu fantasía.


—Ya somos dos. Y como sigas mirándome de esa manera, la harás realidad otra vez.


Ella soltó un suspiro exagerado.


—Sí, odiaría eso. En serio.


—Bueno, ahora que conoces mi fantasía de detrás del estadio, ¿qué te parece si compartes la tuya?


—Mmmm… La mía involucraría un encuentro inesperado con un hombre bien vestido. Todo sería muy profesional, de negocios, pero entonces se quitaría la chaqueta del traje. Se soltaría el botón del cuello de la camisa y se aflojaría la corbata. Se subiría las mangas —suspiró—. Por motivos que no puedo explicar, pensar que hace todo eso me derrite.


—¿Y luego qué?


—Y luego toda conversación de negocios se la llevaría el viento, lo llevaría a mi casa y nos divertiríamos —sonrió—. Pero tu fantasía no estaba muy alejada de otra mía.


—No me lo digas… ¿hacerlo con el capitán del equipo de fútbol?


—Bueno, reconócelo, no muchas chicas fantasean con hacérselo con el vicepresidente de un club de fotografía —dobló la rodilla y se la frotó en el muslo—. Aunque adivino que a ti no te costaría nada modificar esa tendencia.


—Eh… yo no necesitaba el estadio, tenía el cuarto oscuro.


—Y ahora también tienes el estadio.


—Imagino que eso me vuelve muy afortunado.


—Es gracioso. Yo pensaba que eso me volvía muy afortunada a mí. Por tres veces.


Él movió exageradamente las cejas.


—¿Quieres ir por el cuarto?


—Vaya. Olvida el parque de atracciones. Éste es el sitio más feliz de la tierra. Probablemente, no haría falta mucho para que lograra el cuarto. Tu presencia me resulta muy… estimulante. Por no mencionar que parece que estoy sin falda. Ni braguitas.


—Es una pena. Pero si no recuerdo mal, desde el principio te faltaron las braguitas.


—Oh, cierto. Lo olvidaba.


—No sé cómo has podido. Desde luego, yo jamás podré olvidarlo.


Apartó una mano de la columna y con los dedos trazó un camino descendente por el centro del torso de Paula, hasta enredarse en los rizos que había en la unión de sus muslos.


Ella contuvo el aliento al tiempo que su libido se ponía firme al sentir esa caricia suave y provocadora sobre su sexo.


Él bajó la cabeza y le besó el costado del cuello.


—Comprende que no puedo mantener mis manos lejos de ti.


—Me halagas. Y… ooooh, sí, ahí… agradecida —bajó una mano por el cuerpo de Pedro y le frotó la dura extensión a través de los vaqueros—. ¿Por casualidad has traído dos preservativos?


—Claro.


La risita suave de ella se convirtió en un gemido cuando él introdujo la rodilla entre sus muslos y le abrió más las piernas para acariciarla con la misma perfección implacable que ya la había lanzado por el precipicio.


Le abrió el botón de los vaqueros y le bajó la cremallera.


—Sabes que estaríamos más cómodos en mi cama. Pero empiezo a pensar que quizá no lleguemos a casa antes del amanecer.


—Y yo empiezo a pensar que tal vez tengas razón. Además, estoy tan increíblemente duro, que la comodidad pasa a un segundo plano en este momento.


Introdujo la mano entre la cinta elástica de los calzoncillos y cerró los dedos en torno a él. «Santo cielo». No era broma el comentario de la dureza.


—¿Segundo plano? —lo apretó con suavidad—. ¿Y cuál es el primero?


—Me alegra que lo preguntaras. Porque será un placer mostrártelo.