martes, 25 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 21





La luz del sol se filtraba por los cristales de las ventanas cuando Pedro se despertó. Se sentó en la cama y miró a Paula. Deseaba cogerla en sus brazos y besarla hasta despertarla y luego… volver a hacer el amor con ella. 


Aquella noche la había poseído tres veces, pero sabía que aquello no era suficiente para Paula.


Miró a su alrededor. La habitación de Paula reflejaba su exquisita personalidad, proyectaba calidez y amabilidad, una clase de elegancia que había pasado de moda desgraciadamente. Era una habitación a la antigua usanza, como Paula, pero tan acogedora como ella. Sintió como si aquello fuese su hogar… en esa cama, en esa habitación, con Paula.


—Buenos días —dijo Paula sonriendo y con los ojos abiertos, al tiempo que se incorporaba en la cama hasta sentarse,


Pedro le pasó un brazo por los hombros, atrayéndola hacia sí.


—Sí, es un día muy bueno, cariño. Es la mejor mañana que he tenido en años.


—A mí me pasa lo mismo.


Paula le miró a los ojos preguntándose si Pedro se daba cuenta de lo mucho que le amaba.


Pedro la besó breve, pero poderosamente.


—No puedes imaginarte el tiempo que hacía que no me sentía tan feliz.


De repente, Pedro lanzó una carcajada y añadió.


—A decir verdad, creo que nunca me he sentido tan feliz.


—Sé lo que quieres decir —comentó ella rodeándole la cintura con un brazo—. Por favor, dime que lo que ha ocurrido anoche entre los dos significa tanto para ti como para mí.


—Sí, ha significado lo mismo para mí —contestó Pedro temeroso de herirla con lo que iba a decir—. Quizá… demasiado.


—Pero Pedro


Pedro le selló los labios con un dedo.


—No quiero perderte, cariño. Quizá debería haberme marchado ya, pero no podía dejarte. Y ahora… ahora…


—¿Ahora, qué?


—Ahora quiero quedarme contigo y formar parte de tu vida. Sin embargo, no puedo ofrecerte el matrimonio. Todavía no, quizá nunca, no lo sé, aunque haces que considere la posibilidad de comprometerme contigo. He estado preguntándome si no es hora ya de pensar en el futuro y olvidarme del pasado.


—Entonces quédate, Pedro, y déjame que te ayude a poner tu vida en orden. Se que no quieres que te lo diga, pero… te amo y quiero hacerte feliz.


Los ojos de Paula se empañaron de lágrimas. La duda y la incertidumbre no consiguieron disminuir el amor y la felicidad que llenaban su corazón.


—No estoy seguro de creer en el amor. Ni siquiera sé si soy capaz de amar, pero quiero hacerte feliz. Lo que más me preocupa es que quieres un hijo, y yo no puedo dártelo… nunca volveré a tener un hijo.


—Puede que cambies de idea.


—No. Quiero que sepas, que comprendas lo que significa para mí saber que soy responsable de la muerte de mi hijo.


—Pedro, dime lo que ocurrió.


Pedro, apartándose de ella, se levantó de la cama y le dio la espalda a Paula.


Luego, cogió sus pantalones y se los puso.


A continuación, se sentó en la cama y le dio a Paula su bata.


—Si quieres que hablemos seriamente, será mejor que te cubras con algo porque si te veo así, desnuda, no puedo pensar con claridad.


Rápidamente Paula se puso la bata de franela color rosa y luego cogió la mano de Pedro.


—Háblame de tu hijo.


Sonriéndole, Pedro le apretó la mano.


—Se llamaba Santiago y fue lo único bueno de mi matrimonio con Carolina.


—¿Cuántos años tenía Sergio?


—Seis —respondió Pedro aclarándose la garganta—. Era muy alto, fuerte y muy sano. Tenía el cabello rubio, como Carolina, y los ojos castaños como yo. 


Pedro apartó la mano de la de Paula y se inclinó hacia delante, mirando al suelo.


—Y le querías mucho, ¿verdad?


—Más que a nada en el mundo. Pero… pero permití que Carolina se quedara con él cuando nos divorciamos. ¡Maldita sea! Debería haberme dado cuenta de que ella no podía hacerse responsable de Santiago. Fue culpa mía. La conocía muy bien y sabía lo inmadura que era, pero estaba demasiado ocupado amasando una for… con mi trabajo. Quería mucho a Santiago, pero estaba obsesionado con el trabajo.


—Qué le pasó a tu hijo?


—Se ahogó. La casa de Carolina tenía una piscina. A Sergio le encantaba el agua, era como un pez.


—¿Y no le enseñaste a nadar? —preguntó Paula.


—¡No, no le enseñé! No tenía tiempo. Carolina contrató a un…


Pedro se interrumpió, había estado a punto de decir que contrató un profesor de natación particular.


—Carolina le apuntó a unas clases de natación en un centro deportivo —añadió Pedro.


—Dime cómo ocurrió.


—Carolina y Santiago habían pasado la mañana en la piscina y se suponía que yo iba a pasarme al mediodía para recoger a Santiago y llevarle por ahí. Carolina tenía una
de sus acostumbradas jaquecas y tomó unas pastillas y se acostó. Antes había pedido que llevaran unas pizzas para almorzar ella y el niño: por lo tanto, le dijo a Santiago que pagara él las pizzas cuando las llevaran a la casa, que comiera él solo y que luego se cambiara de ropa antes de que yo llegase.


—¿Cómo es posible que relegara tanta responsabilidad en un niño tan pequeño?


—A los seis años cuidaba de su madre —dijo Pedro lanzando una amarga carcajada—. Yo me retrasé con un cliente. Era fin de semana, sábado, y ni siquiera en fin de semana podía dejar mi trabajo para ir a recoger a mi hijo a la hora acordada.


Pedro reprimió las lágrimas que se le agolpaban en la garganta.


—Santiago había tomado la pizza, se había cambiado de ropa y estaba viendo la televisión. Carolina estaba durmiendo por las pastillas que se había tomado.


De repente, Pedro se levantó de la cama y comenzó a pasearse por la habitación.


—Si hubiese llegado a su debido tiempo Santiago aún estaría vivo.


Paula contempló al hombre que amaba y le vio torturándose a sí mismo con aquellos dolorosos recuerdos de algo que no podría cambiar nunca.


—Como ya era tarde y veía que no llegaba, Santiago se hartó. Se quitó la ropa, se puso el traje de baño y volvió a la piscina. No… nunca sabremos exactamente lo que ocurrió —añadió Pedro con los ojos llenos de lágrimas—. Llegué con cuatro horas de retraso. Encontré a Carolina dormida en el sofá del cuarto de estar y las puertas del jardín trasero estaban abiertas de par en par. Salí y llamé a Santiago, pero él no respondió.


—Tú lo encontraste —dijo Paula con dolor.


Sí, Pedro había encontrado a su hijo en la piscina y se culpaba a sí mismo de su muerte por llegar tarde, por anteponer el trabajo a todo. También se culpaba por dejar que su esposa, tan irresponsable, se quedara con la custodia de su hijo.


—Lo encontré… flotando en la piscina —añadió Pedro llorando.


Pedro se volvió de cara a Paula y ella abrió los brazos para recibirle. Pedro se dejó caer de rodillas a su lado y escondió la cabeza en el regazo de Paula.


—Oh, Pedro, cuánto debes haber sufrido. Cariño mío, lo siento.


Pedro levantó el rostro y la miró.


—Fue culpa mía, ¿es que no te das cuenta? Yo le maté… ¡Le maté!


—No, Pedro, no le mataste. ¿No te das cuenta de que lo que le pasó a Santiago fue un accidente? Tú no tienes la culpa, ni tampoco Carolina.


Pedro lloró y lloró, y Paula le reconfortó.









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