domingo, 30 de abril de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 11




¡Él había mentido!


No era cierto que necesitara un ama de llaves. ¡Era uno de ellos! Uno de los promotores que querían echarla.


Él la había engañado, y su hermana había tenido la desfachatez de sugerirle que no confiara en ella. ¡Cómo se atrevía!


Iba a ponerse enferma.


Tenía el corazón acelerado, sentía nauseas y le temblaban las piernas. Paula agarró sus pocas pertenencias y las metió en las bolsas.


¡Sabía que aquello era algo demasiado bueno como para ser cierto! Sabía que todo se estropearía, tarde o temprano. Pero había sucedido antes de lo esperado. Al menos se había duchado y se había lavado el cabello, y se alegraba de no haber tenido tiempo para acostumbrarse a ello.


—Vamos, Pebbles —susurró tomándola en brazos.


Abrió la puerta que daba al recibidor de la zona de invitados, y después la que daba al jardín.


Al oír que se abría una puerta, se quedó paralizada, pero después oyó que se cerraba de nuevo y el sonido de unas pisadas.


Miró por la rendija de la puerta entreabierta. Una mujer estaba metiéndose en un coche. Debía de ser Emilia. Parecía una mujer inofensiva, pero había oído su voz y sus palabras no dejaban de resonar en su cabeza.


¿Dónde estaba Pedro? Había oído cerrarse la puerta principal, y Emilia no había mirado atrás ni se había despedido con la mano, así que decidió que estaba a salvo. Y si no se apresuraba, se cerraría la verja automática del jardín.


«Maldita sea». No había pensado en ello. Se colgó las bolsas y agarró un par de cajas de comida para gatos. Salió al jardín, miró a su alrededor y corrió detrás del coche. Las puertas empezaban a cerrarse, así que apresuró el paso y las atravesó. Se detuvo en la calle y miró a ambos lados.


Nada. Emilia se había alejado.


Bien.


Se percató de que estaba llorando, pero como tenía las manos llenas de cosas, se secó las lágrimas con el hombro y emprendió rumbo al hotel. No estaba demasiado lejos. Podría llegar caminando a pesar de que le temblaban las piernas. Y después, podría llorar en privado.


Al cabo de quince minutos dobló la esquina de la calle del hotel y se detuvo al ver que un hombre estaba colocando una tabla sobre la puerta de lo que había sido su casa.


Ella sintió un nudo en la garganta.


Ni siquiera tenía donde refugiarse. Hasta eso le habían quitado.


Lo había perdido todo… Su casa, el derecho a estar allí, el único argumento que habría tenido a la hora de reclamar los derechos de su hija. Todo había desaparecido de pronto, y el trabajo que ella confiaba que la ayudaría a salir de aquella situación valía menos que el papel en el que estaba escrito el contrato.


Se rió. ¿En qué estaba pensando? ¡Ni siquiera tenía un contrato!


No tenía nada.


Y entonces, de pronto, por si su situación no era lo bastante mala, llegó una fuerte racha de viento y un aguacero helado la empapó de arriba abajo.






CENICIENTA: CAPITULO 10




—¿Te has vuelto loco?


Emilia pasó delante de él y Pedro cerró la puerta y suspiró.


—Las noticias vuelan, ¿no es así? Supongo que Georgia te ha llamado por teléfono.


—Así es… Nico te vio con ella en el coche, y Georgia nos ha dicho que ¡pretendías contratarla como ama de llaves! ¿Qué diablos haces metiendo a una bala perdida en tu casa? ¡Debes de estar loco!


Pedro siguió a su hermana hasta la terraza.


—Solucionar un problema. Pensé que estaríais agradecidos…


—¿Agradecidos? ¡Si has perdido la cabeza!


—Tonterías. ¡Porque he sacado a la chica del hotel! —contestó él—. Estaba retrasando las cosas… Y baja el tono de voz. Está dormida —añadió, preguntándose por qué Nico no habría mantenido la boca cerrada hasta el día siguiente, de forma que él hubiera tenido un respiro.


—Estás loco —dijo Emilia—. Completamente loco. Hernan te advirtió que no te metieras, pero no lo escuchaste. Debería haber sabido que harías una locura como ésta.


Él cerró la puerta para que las voces no llegaran hasta la habitación de Paula.


—Emi, está embarazada. El techo se había derrumbado. ¿Cómo diablos podía dejarla allí?


—Oh, no tengo problema respecto a eso… Es el hecho de traerla aquí y de que se instale en tu casa…


—Como si no hubiera precedentes —dijo él.


Emilia lo fulminó con la mirada.


—¡Exacto! Eres igual de ingenuo que Hernan. ¿Qué os pasa a vosotros con las mujeres embarazadas? Siempre os enamoráis de ellas.


—Oh, vamos. No es Carmen y no tengo intención de casarme con ella. No estamos hablando de una adolescente que ha sido violada. Paula es una mujer adulta y ha tomado la decisión de tener su bebé. Es inteligente…


—Lo bastante inteligente como para burlarse de ti, ¡evidentemente! Es una mujer sin rumbo, Pedro, una especie de vagabunda.


—No. Es una mujer inteligente, madura, divertida y cosmopolita que estudiaba Derecho en Maastricht. Y no tiene una mente cerrada —añadió.


—¿Es licenciada?


—No. No terminó. Su madre se puso enferma…


—Qué oportuna. Así que no sólo es una mochilera vagabunda, sino que es una brillante mochilera que ha encontrado la manera de sacarle dinero a un hombre, a quien, probablemente, intentaba convencer de que cambiara el testamento, pero él murió antes de que lo consiguiera.


—No, ¡ella cuidaba de él porque sus hijos no lo hacían! Y al parecer, antes de morir, él estaba buscando la manera de asegurar el futuro de la hija que lleva en el vientre —le dijo.


—Estoy segura de que así era. ¿Y dónde está el testamento?


—Eso es lo que todo el mundo quiere saber.


Emilia suspiró con impaciencia.


—Y entretanto, ella está tratando de que el otro hermano, Ian, suelte la pasta. ¡No puedo creer que los hombres seáis tan ingenuos! Es una maquinadora, Pedro¿No te das cuenta?


—No creo que sea así… Y si lo fuera, si estuviera intentando asegurar el futuro de su hija, ¿qué habría de malo en ello? Carmen se casó con Hernan por ese motivo, y como resultado, Kizzy vive tranquila, querida y con un buen futuro por delante.


—Sólo porque yo pude ayudar a Hernan a cuidar de ella cuando Carmen murió, pero no voy a ayudarte para que te metas en el mismo lío. Ya he visto lo que ha sufrido Hernan. Todavía se siente culpable por la muerte de Carmen.


—Eso es ridículo —dijo él, con el ceño fruncido—. Está muerta porque no miró antes de cruzar la carretera. No es culpa de él… Pero si yo hubiera permitido que Paula se quedara en el hotel y se le hubiese caído el techo, habría sido mi culpa. Y no quiero tener ese cargo de conciencia, y tú tampoco deberías tenerlo. Ni Hernan, ni Nico, ni Georgia. En cualquier caso, pensé que os alegraríais de que ya no esté en el hotel. Al menos, de este modo, podemos continuar con la demolición y retomar el plan de construcción. No es una obra de caridad, y necesitamos recuperar la inversión.


Emilia suspiró y se echó el cabello hacia atrás.


—Vas a terminar metido en un gran lío —masculló—. Lo estoy viendo. Terminarás liado con ella y, conociéndote, te enamorarás y ella te destrozará igual que hizo Kate.


—¡No metas a Kate en esto! —exclamó él—. Esto no tiene nada que ver con ella.


—No, tiene que ver contigo y con tu poco juicio, con tu incapacidad de ver la parte mala de la gente. Cuando te lleve a juicio, o presente un cargo falso contra ti, ¡no me digas que no te lo advertí!



—Tonterías, ¡estás siendo ridícula! No tengo intención de liarme con ella. Está embarazada de otro hombre y, además, no me interesa nada —mintió—. Lo de que cuide de mi casa sólo es la manera de sacarla del hotel, y si lo hace bien, mucho mejor. Mataré dos pájaros de un tiro… O tres, si cuentas con que el bebé estará en un lugar más seguro, y estoy seguro de que lo harás, teniendo en cuenta que eres una mujer de gran corazón.


—No estés tan seguro —dijo ella, señalándolo con el dedo—. Y respecto al bebé, ¿cómo sabes que el padre es el hermano? Podría ser el cocinero o cualquier otro…


—Ni siquiera la has conocido —contestó Pedro—. ¿Y dices que yo no sé juzgar a la gente? Al menos he conocido a la chica antes de opinar sobre ella. Por favor, ¡iba a ser abogado especializada en Derechos Humanos!


—Muy bien. Lástima que te lo hayas tragado. ¿Cuándo te contó todo eso?


—Durante la media hora que estuve con ella ayer —contestó él—. Más de lo que has estado tú. Y de todos modos, ¿desde cuándo eres tan cínica?


—¡Desde que Pablo me dejó porque no estaba interesado en sus propios hijos! — dijo con preocupación en la mirada—. Pedro, por favor, ten cuidado. Ella podría ser una santa, pero ¿y si no lo es? ¿Y si es una zorra que sólo busca dinero? No creo que pudiera soportarlo.


—Entonces, no lo hagas. Yo estoy dispuesto a correr el riesgo, porque creo en ella, pero si te hace más feliz, mañana pediré que redacten un contrato de trabajo cuando hablemos con los asesores sobre ella —dijo él, y regresó a la cocina para terminar de cortar las cebollas que estaba cortando cuando ella llegó—. Y ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.


—Sí, como cocinar para tu empleada de hogar —dijo ella, con incredulidad—. ¡Y pensaba que yo era una idiota! —buscó las llaves en el bolso y negó con la cabeza—. Ten cuidado, ¿eh? Vas a correr un gran riesgo.


—¿Y ella? Es vulnerable. Y está tan desesperada que ha aceptado un trabajo viviendo en casa de un extraño. De un hombre soltero del que no sabe nada. Podría ser un violador… Cualquier cosa. Ha hablado con Georgia, es todo lo que sabe de mí.
¿Cómo diablos va a saber Georgia si tengo una vida secreta? Podría ser cualquier cosa horrible y ella no lo sabría. Nadie lo sabría. ¿Qué tal si intentas ponerte en su situación? ¿Cómo te sentirías?


—Te olvidas de que he estado en su situación.


Él negó con la cabeza.


—No, no es lo mismo. Cuando Pablo te dejó, sola y embarazada, mamá y papá estaban para apoyarte. Pero ¿y si no hubieran estado? ¿Qué habría pasado contigo? Por favor, ella no tiene a nadie. No es culpa suya. Y me recuerda mucho a ti…


—Está bien, está bien, abandono —dijo ella, y con una sonrisa frustrada se dirigió a la puerta—. No digas que no te lo advertí. Te veré mañana… Si no te ha asesinado mientras duermes. Y guarda la billetera.


—Sí, mamá.


Ella le sacó la lengua y se marchó. Pedro salió al jardín y contempló el mar para tranquilizarse. El mar estaba picado, el cielo estaba oscuro, y se oían truenos en la distancia. En cualquier momento comenzaría a llover. Por suerte, Paula ya no estaba en el hotel… Por mucho que Emilia y los demás tuvieran que decir al respecto.


Miró hacia la zona de invitados y se preguntó si seguiría dormida.


Probablemente. Parecía agotada. La dejaría dormir hasta que despertara por sí sola.


Terminaría de cocinar cuando se despertara y cenarían juntos. Se percató de que le apetecía comer con ella.


Las palabras de Emilia retumbaban en sus oídos, pero él las ignoró, igual que había ignorado la advertencia de Hernan. Hernan y Emilia no la habían conocido. No sabían cómo era, y Pedro no tenía intención de involucrarse con ella personalmente.


Disfrutaría de su compañía, nada más.


Cuando llegó la tormenta, Pedro entró en la casa y cerró la puerta antes de que la lluvia golpeara contra el cristal. Miró el reloj.


Las cuatro. Tenía hambre. No había comido y había desayunado muy temprano.


Preparó un té, sacó unas galletas y se dirigió al estudio. Dejó la puerta abierta para oír a Iona cuando despertara. Con un poco de suerte, no tardaría mucho…





CENICIENTA: CAPITULO 9




¿A casa?


Quizá. Después del estrés de las últimas semanas, todo aquello le parecía un sueño del que podía despertar en cualquier momento.


Pedro metió las cosas por la puerta lateral y las dejó en el suelo de la habitación de invitados. Después, miró hacia la cama y frunció el ceño.


—Te ayudaré a hacer la cama, y después creo que deberías darte una ducha y acostarte —le dijo—. Pareces agotada.


—Estoy bien —protestó ella—. Yo haré la cama. Y tengo que pensar qué voy a cocinar más tarde.


—No, hoy cocino yo. Tú ocúpate del gato, iré a por las sábanas.


En cuanto terminaron de hacer la cama, él se marchó y la dejó a solas con el gato. De regreso a casa habían comprado una bandeja para excrementos con idea de que la gata la utilizara hasta que se acostumbrara al lugar y pudieran dejarla salir.


Después de prepararlo todo, y de que la gata comiera, el animal se detuvo junto a la cama y maulló.


Paula se sentó en el borde de la cama y suspiró.


—Pebbles, no sé si puedes subir a la cama —le dijo, pero la gata era sorda y tampoco le importaba lo que ella dijera. Al ver que maullaba otra vez, Paula la tomó en brazos y la dejó sobre la cama.


—Nada de rascarse aquí arriba —le advirtió, y miró hacia el baño. La idea de darse un baño caliente era tentadora, así que traspasó la puerta.


Dentro había champú, suavizante, jabón, un cepillo de dientes y dentífrico.


¡Todo un lujo! Y de un toallero colgaban las toallas que Pedro le había llevado junto a las sábanas.


Abrió el grifo y esperó para ver si salía agua caliente.


¡Sí! Era cierto, ¡había agua caliente!


Se quitó la ropa, se metió bajo el chorro de agua y permaneció quieta un instante. Después se echó un poco de champú en la mano y se lo extendió por el cabello.


Hizo lo mismo con la crema suavizante y, poco a poco, consiguió que su cabello recuperara el tacto de siempre. ¡Incluso había una maquinilla de afeitar en un lateral!


Se enjabonó el cuerpo y se depiló. Después, permaneció bajo el chorro de agua enjuagándose más tiempo del necesario, hasta que se sintió culpable. Cerró el grifo y se envolvió en las toallas.


Dos toallas, una para el cuerpo y otra para la cabeza. ¡Y había un secador de pelo conectado a la pared!


Minutos más tarde, sacó una camiseta del cajón donde las había guardado y la olió. Tenía impregnado el olor que se le queda a la ropa cuando tarda mucho en secarse. Más tarde, lavaría todas sus cosas. Si a Pedro no le importaba. Y estaba segura de que no le importaría. Después de todo, no querría que fuera con olor a podrido por allí.


Se sentó en la cama para ponerse los vaqueros y pasó la mano sobre la colcha.


Era tan suave que parecía una caricia sobre su piel. El colchón tenía la dureza justa y las almohadas la altura adecuada.


Podía meterse en la cama, cerrar los ojos y permitir que…


O podía quedarse contemplando el mar.


Se dirigió al salón, abrió la puerta y respiró la cálida brisa de verano.


Maravilloso.


La habitación de invitados estaba un poco apartada del resto de la casa y tenía una terraza privada. Parecía bastante limpia, así que agarró uno de los almohadones y se sentó con las piernas cruzadas sobre la pizarra. Apoyó las manos sobre sus rodillas, con las palmas hacia arriba, cerró los ojos y permitió que su mente vagara.


Sonidos.


El canto de los pájaros, el ruido de las olas, los coches. El ladrido de un perro en la distancia y, después, en un lugar más cercano, el sonido de un timbre.


Ella respiró hondo y soltó el aire, despacio, pero las voces cada vez se oían más cerca. Al oír las palabras, se quedó de piedra.





sábado, 29 de abril de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 8





Pedro miró horrorizado las escasas pertenencias que tenía Paula.


—¿Eso es todo?


—La mayor parte de mi ropa se estropeó cuando se cayó el techo, pero no importa mucho, ya no me cabía. No tengo mucho más. He aprendido a viajar con poca cosa.


—Supongo que el resto de tus cosas las tendrás en casa de tu madre —dijo él.


Ella soltó una risita.


—Ni siquiera sé dónde está mi madre en estos momentos —dijo ella mientras guardaba una camiseta en una bolsa—. En Egipto, creo, pero no estoy segura. Puede que esté en América del Sur… En Perú, posiblemente.


—¿Y tú casa?


—No tengo casa —suspiró—. Ya te lo dije —miró otra camiseta, la olió y la rechazó.


—¿Ni siquiera una base? Has de tener algún sitio —añadió, incapaz de comprender cómo podía ser que no perteneciera a ningún sitio.


Pedro, si tuviera algún sitio, no estaría viviendo en este agujero —dijo ella.


Él se cruzó de brazos, frunció el ceño y la observó mientras empaquetaba.


Si es que podía llamarse así. La mayor parte de las cosas las estaba tirando en la cama y él pudo ver que estaban llenas de moho.


Tragó saliva. ¿Cómo podía haber sobrevivido a esa vida?


Ella cerró la bolsa y se puso en pie.


—Muy bien. Ésa soy yo.


—Sí, recojamos tus cosas y salgamos de aquí.


Llevaron un par de bolsas y unas zapatillas de deporte viejas al coche, después, ella se dirigió hacia la puerta otra vez.


—Iré a por la gata —dijo ella, y entró en el hotel.


—¿La gata? ¿Qué gata?


—Pebbles. La gata del hotel. Estará por aquí en algún sitio. Entra y sale por la ventana del tejado.


—¿Y qué tiene que ver contigo?


Ella lo miró alucinada.


—Yo le doy de comer.


—¿Y? —dijo él, con una sensación extraña.


—Que no puedo dejarla aquí. Es mayor.


—¿Y si yo no quiero tenerla en casa?


—Entonces, no iré —dijo ella con firmeza.


Pedro suspiró y se pasó la mano por el cabello.


—Busca a la gata —le dijo resignado, y comenzó a vagar por las habitaciones—. ¡Gatito, gatito, gatito!


—No te molestes, está sorda como una tapia. Hay que buscarla… ¡La tengo!


Y apareció en la puerta con una gata escuálida en los brazos.


—Las mujeres embarazadas deben tener cuidado con los gatos —dijo él.


Ella se rió.


—No te preocupes, la he desparasitado y no tiene caja de excrementos. Ya está. ¿Nos vamos?


Él miró a la gata y la gata lo miró a él. Después, volvió la cabeza, y se acurrucó, maullando, entre los brazos de Paula.


Preguntándose dónde diablos se estaba metiendo, Pedro señaló hacia las escaleras y dejó que ella pasara primero. Paula se metió en el coche y Pedro se aseguró de que la puerta del hotel estuviera cerrada. 


Después se sentó al volante y arrancó el motor.


—Bien, vamos a casa.