jueves, 16 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 37





—Estamos realmente guapos —dijo Arturo, mirando a Pedro, perfectamente compuesto, pero totalmente pálido y entristecido.


Ambos estaban esperando en la habitación trasera de la iglesia.


Pedro empezaba a sentirse enfermo. Se arrepentía de haber llegado a aquel extremo, de haber tratado de forzar las cosas de aquel modo. Debería haber esperado, haber sido persuasivo. Pero no, se había comportado con su habitual cabezonería e insistencia.


Ya era demasiado tarde. Tenía que salir allí fuera y enfrentarse a su vergüenza.


Porque Paula no iba a presentarse.


Se había encontrado a Patricia hacía unos minutos y le había dicho que no había visto a Paula desde la noche anterior.


—¿Qué quieres decir? ¡Si vive contigo!


—No volvió a casa después de que nos fuimos de The Barrel —le dijo Patricia—. Dijo que necesitaba estar sola. Se fue a un motel, creo, pero no iba con ningún hombre. Son solo nervios, Pedro.


Pero él sabía que no era solo eso, que era mucho más. 


¡Dios santo!


La música del órgano comenzó a sonar. Pedro, que había estado contando los minutos ansioso de que llegara aquel momento, deseó en aquel instante que le hubieran dado un par de cientos de hora más.


—Tenemos que salir —dijo Arturo.


Pedro sintió ganas de vomitar.


—Arturo, yo…


—Paula es una buena chica —le dijo Arturo—. La mejor. Vamos. Cuanto antes salgamos, antes pasará todo esto.


Pedro y Arturo se encaminaron hacia el altar. Con el viejo a su lado, se enfrentó a la concurrencia.


La iglesia estaba a rebosar. Recorrió uno a uno los rostros de los invitados.


Hasta Támara y Gavin estaban allí y también los compañeros de crucero de Paula, ¡incluso Gloria Campanella!


El órgano se detuvo. Hubo un pequeño silencio y el párroco salió.


El organista comenzó a tocar Ya está aquí la novia y Pedro quiso que se lo tragara el suelo.


Las damas de honor fueron las primeras en entrar, con sus largos vestidos y sus pasos medidos.


Pero, ¿por qué no paraban la boda si la novia no había llegado? Podrían decir algo, ¿no? ¿O esperaban que fuera él quien lo dijera?


La última del séquito fue Patricia, que se movía con paso sereno, acompasado y la barbilla bien alta.


Pedro trató de ver si alguien venía detrás. No vio nada, ni siquiera a Santiago, mucho menos a Paula.


Patricia llegó hasta el altar y miró a Pedro fijamente. Él notó cierta tristeza, pero su barbilla seguía alta, firme.


El organista siguió tocando y tocando, pero nadie más aparecía en escena. La congregación comenzó a murmurar. 


Miraban a Pedro y al fondo de la iglesia alternativamente.


Y, de pronto… ¡allí estaba ella!


Iba con el pelo revuelto y tenía las mejillas encendidas. 


Llevaba unos vaqueros y un suéter, pero iba del brazo de un Santiago perfectamente compuesto con su chaqué.


Se acercaban apresuradamente.


Los murmullos crecieron. El párroco tosió. Arturo carraspeó. 


Patricia y sus hijas se reían calladamente.


—Se me pinchó una rueda una vez superada mi crisis —le dijo a Pedro—. Pero estoy aquí, lista para ser tu esposa.


—Soy todo tuyo —dijo él tomándola de la mano.


El sacerdote asintió, sonrió y comenzó la ceremonia.


—Queridos feligreses, estamos aquí congregados…


Fue una boda inolvidable.



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