jueves, 16 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 36




—No va a presentarse en la iglesia, ¿sabes? —le dijo Pedro a Arturo desde la puerta del dormitorio al llegar a casa, mientras el anciano se disponía a meterse en la cama.


Tenía que preparar a Arturo. No podía permitir que se vistiera por la mañana, fuera con Pedro a la iglesia y esperara ver aparecer a Paula, cuando no iba a hacerlo.


—No se va a casar conmigo, Arturo.


Arturo se volvió hacia él.


—¿No?


Pedro negó con la cabeza.


—Me temo que no —dibujó una triste sonrisa.


Arturo sabía lo que significaba.


—Tú la quieres.


Pedro tragó saliva.


—Siempre la he querido. Pero ella… creo que ella… ya no sé. Quizás no me ama realmente.


Le resultaba realmente difícil decir aquello, doloroso, agónico.


—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Arturo.


—¿No me lo vas a decir tú?


Arturo sonrió ligeramente.


—Creo que esta lección te toca aprenderla solo.


—Pero, ¿qué voy a hacer si no aparece mañana? —no podía soportar la idea.


—Déjame que te cuente una pequeña historia.


Arturo se sentó en la cama y Pedro en la mecedora, mientras se preguntaba si sería alguna parábola Zen la que estaba a punto de escuchar. Daba igual. Cualquier cosa
podría valerle.


—Hace mucho tiempo —dijo Arturo—. Cuando yo era más joven que tú, conocí a la chica de mis sueños.


¿Así que no iba a ser ninguna parábola Zen? ¿Iba a contarle una historia personal? ¿Su historia con Maudi?


—Yo trabajaba como vaquero en el estado de Washington —comenzó a decir Arturo—. En el rancho de un tipo llamado Jack Carew. Tenía unas dos mil vacas, una interminable extensión de terreno y la hija más hermosa que puedas imaginar.


—¿Maudi?


Arturo no respondió y continuó con su historia


—Me enamoré de ella. Pero yo no era más que un peón trabajando en el rancho de su padre. No tenía ningún atractivo especial.


—Excepto tu maravillosa personalidad —dijo Pedro.


Arturo levantó la cabeza.


—Bueno, sí. Y eso fue suficiente para encandilarla. Tuvimos… tuvimos un romance —el hombre se ruborizó—. Quiero decir que ocurrió algo entre nosotros. Yo iba en serio y le pedí que se casara conmigo.


Pedro asintió. Y vivieron felices para siempre durante cincuenta y tantos años.


¿Qué tenía que ver toda aquella historia con la de Paula?


—Ella me dijo que sí, pero su padre se negó. Me dijo que yo no podría darle todo lo que ella merecía.


—Supongo que lo mandaste al infierno —dijo Pedro.


Arturo hizo una mueca inesperada.


—No. No pude hacerlo, porque tenía razón.


—Pero…


El viejo se encogió de hombros.


—La tenía. Ella lo tenía todo, incluso había ido a la universidad. Su padre tenía razón al decir que estaba perdiendo el tiempo conmigo.


—No sabía que Maudi hubiera ido a la universidad.


Arturo respondió un tanto impaciente.


—¿Quieres dejar de hablar y escucharme? No estoy hablando de Maudi.


Pedro se quedó boquiabierto. Miró a Arturo como si fuera la primera vez que lo veía. ¿De quién estaba hablando entonces?


—A ella le daba lo mismo lo que yo tuviera y así me lo dijo. Me aseguró que me quería y me rogó que la creyera. Pero yo no la creí. Estaba convencido de que su padre tenía la razón. Tenía que tenerla si era tan listo y había conseguido tantas cosas en su vida. Ella quería que nos escapáramos juntos, decía que no necesitábamos a nadie si nos teníamos el uno al otro. Pero no la creí. No quería hacerle daño, así que me marché de allí y volví a Elmer sin decírselo —dejó escapar un suspiro—. Un par de años más tarde me casé con Maudi.


Pedro lo miró tratando de entender lo que quería contarle con aquel relato, pero no lo entendía.


—Yo la quería —dijo Arturo—. Y ella me quería a mí. Debería haber asumido el riesgo.


—Eso no lo sabes —dijo Pedro—. Quizás ese amor no habría durado.


Arturo hizo un gesto extraño.


—Duró —dijo sin más.


Pedro agitó la cabeza, confuso.


—Pero Maudi y tú…


Arturo suspiró y se pasó la mano por el pelo blanco.


—Yo quería a Maudi y le fui fiel, incluso después de que Anna viniera…


—¿Anna? ¿Ese era su nombre? ¿Y vino a Elmer?


—Me buscó y, finalmente, me encontró —dijo Arturo—. Tardó tres años. Su padre no quería decirle dónde estaba. Pero ella fue lo suficientemente cabezota como para encontrarme. Todavía me quería. Y trajo con ella a nuestra hija.


—¿Hija? ¿Tuviste una…? —Pedro estaba cada vez más anonadado.


—Aún la tengo —lo corrigió Arturo—. Pero ella no lo sabe.


—¿Pero tú sabes cómo está y dónde esta?


—Está aquí, en Elmer —respondió Arturo—. Es Juliana.


Pedro lo miró perplejo.


—¿Juliana? ¿La madre de Paula? Entonces, ¿eres realmente el abuelo de Paula?


Arturo asintió.


—Sí.


—¡Cielo santo! —un millón de preguntas le vinieron a Pedro a la cabeza—. Pero, ¿cómo?


Arturo se encogió de hombros.


—Cuando Anna llegó yo ya estaba casado con Maudi. Lo entendió y no quiso hacerle daño a ella. Yo tampoco. Anna se quedó aquí porque no podía vivir en paz con su padre. Necesitaba un amigo y me tenía a mí. No pude casarme con ella, pero la apoyé todo lo que pude con Juliana. Hice el papel del amigo y padre.


Pedro recordó entonces a la madre de Juliana. Había sido profesora en Elmer. Todo el mundo había pensado siempre que era una viuda.


Arturo agitó la cabeza.


—Todo podría haber sido diferente si hubiera creído en su amor. Eso es lo que te quiero decir. No necesitas mis consejos. Cuando se encuentra un amor así, uno tiene que hacer lo que estás haciendo tú.



*****


Después de pasar la noche en The Barrel, Paula no quiso volver a casa. Estaba repleta de gente. Además de Patricia y sus hijos, su otra hermana, Maria y su esposo iban a llegar con sus trillizos.


—No va a haber boda —insistió Paula.


—Cuando movilizas a unos trillizos no te puedes permitir el lujo de cambiar de planes. Haya boda o no, ellos vienen —dijo Patricia.


Algo más tarde, Santiago llegaría en un avión desde México.


Era una ocasión para estar todos juntos que no iban a desaprovechar.


Además, jamás se perderían una boda, fuera o no a tener lugar.


Paula decidió irse al motel que había a las afueras de la ciudad.


Encerrada en una habitación fría y deprimente, que encajaba perfectamente con su estado de ánimo, comenzó a pensar por qué se sentía tan mal.


Estaba haciendo lo adecuado.


Pero sabía que también iba hacerle mucho daño a Pedro. Iba propiciar que le ocurriera lo mismo que le había sucedido a ella.


Y no quería que él sufriera. Lo amaba. Por eso, precisamente, no debía casarse con él, ¿verdad?


Paula se tumbó en la cama. Estaba confusa. Ya no sabía qué estaba bien y qué estaba mal.


¿A quién estaba protegiendo, a Pedro o a sí misma?



Durante años habría querido haber podido vengarse de él, haberle hecho quedar como un necio. Pero no le había dado la oportunidad, siempre se había puesto a salvo.


Entonces, ¿por qué estaba haciendo aquello, quedando como un estúpido delante de todos?


Porque la quería de verdad.


Paula miró al techo y dejó que las palabras calaran bien hondo dentro de ella, hasta llegarle al corazón. Las había oído antes, de sus labios además. Pero no se las había creído, no había entendido lo vulnerable que lo hacía, ni había sido capaz de ver la profundidad de sus sentimientos.


La amaba.


Eso significaba que confiaba en ella y no solo durante un mes o dos, sino durante el resto de su vida. Pedro veía algo en ella que ni ella misma veía.


Tenía razón. No tenía nada que ver con Támara. Aquello era solo de ellos dos, era algo profundo, distinto, basado en el amor, en la confianza mutua.


Paula se dio cuenta de que Pedro lo había visto y creía en ello. La pregunta era si ella también.





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