martes, 24 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 28






Paula estaba esperando a Pedro el miércoles por la mañana cuando Karen Alfonso entró en la sala de exposiciones y realizó un pequeño baile, exultante de alegría.


—¡Jarrod Hammond va a asistir al evento!


Faltaban menos de tres días para la gran exposición y Paula se dio cuenta de la importancia de la asistencia del hermano de Mateo… y de la euforia de Karen.


—¿Quiere eso decir que Mateo también va a asistir?


—¿Quién sabe? —contestó Karen—. No ha contestado a la invitación que le pedí a Holly que le enviara y a mí no me habla.


—Así que seguramente no asista.


—No me gusta estar enfrentada con Mateo. No sólo fue estupendo trabajar con él, sino que además fue un amigo magnífico.


—Entonces necesito que me des consejos —dijo Paula.


—¿Sobre qué? ¿Sobre cómo mantener a tu jefe como amigo? Creo que yo no lo he hecho muy bien en ese aspecto —contestó Karen, poniéndole una mano en el brazo a Paula—. Mi hermano es un hombre duro, de pocas palabras, pero estoy completamente segura de que tú significas mucho para él.


—No lo suficiente —comentó Paula, suspirando.


—Paula… —comenzó a decir Karen, echándose hacia delante— sé que mi hermano puede ser… —entonces hizo una pausa— reservado, pero ha pasado por mucho durante los últimos meses. La desaparición de nuestro padre, la recuperación de su cuerpo… Tuvo que identificar sus restos. Eso tuvo que ser un infierno. Y hace muy poco lo hemos enterrado, el mismo día que se hizo público que nuestro padre le había dejado una fortuna a Marise. Todo ello ha afectado mucho a , dale tiempo.


Pero Paula pensó en el bebé, en que pronto comenzaría a notársele el embarazo…


—Precisamente tiempo es lo que no tengo.



****


Cuando Pedro fue a buscarla para dirigirse juntos a Byron Bay, trató de encontrar en su cara signos de tensión y no se molestó al mostrarse él a veces un poco distraído.


Un coche los esperaba en el aeropuerto y tardaron menos de treinta minutos en llegar al centro de la ciudad.


La casa de la playa era una hermosa construcción histórica de cinco habitaciones rodeada de un precioso jardín tropical dominado por palmeras.


—Es muy bonita.


—He venido mucho a esta casa —comentó Pedro—. Mi padre solía pasar aquí la mayor parte de sus vacaciones. 
Eran los únicos momentos en los que él y yo estábamos solos. Karen nunca viene… los recuerdos son demasiado malos. Ni siquiera se baña.


Paula vio reflejado el dolor en los ojos de Pedro, pero enseguida desapareció.


—Vamos a entrar. El tasador llegará en cualquier momento.


El tasador ya estaba tomando notas del exterior de la casa y Paula entró en la vivienda para darle así a Pedro la oportunidad de hablar a solas con el hombre. Se dirigió al salón, desde cuyas ventanas había unas impresionantes vistas del mar, las cuales admiró durante un rato.


—Hay bastantes delfines que viven en Byron Bay —dijo repentinamente Pedro detrás de ella—. Y en invierno las ballenas vienen de visita. La bahía está repleta de rayas venenosas —añadió, abrazándola y apoyando la barbilla en su hombro.


Paula oyó cómo el motor de un coche se encendía y cómo el tasador se marchaba.


—Tus vacaciones eran muy diferentes a las mías, aunque nosotros también íbamos a la playa. Cuando era pequeña, solíamos ir de acampada todas las Navidades. Y más o menos cuando yo tenía siete años mis padres compraron una caravana de segunda mano y la utilizábamos cada vez que teníamos vacaciones. Los tres juntos —comentó, apoyándose en él y disfrutando de su masculino aroma. Lo miró y esbozó una nostálgica sonrisa—. Aquélla era nuestra casa de la playa… la caravana. Pero aun así, allí fue donde pasé algunos de los momentos más felices de mi vida.


—¿Qué ocurrió para cambiar aquello?


—Cuando yo tenía diez años mi padre sufrió un accidente laboral —respondió Paula, bajando la mirada.


—En el funeral no pude evitar preguntarme por qué iba en silla de ruedas. Pero no quise curiosear. Debes de ponerte enferma con las preguntas que seguramente te hace la gente.


—No me importa. Estoy muy orgullosa de mi padre —aseguró ella—. Irónicamente, después de su accidente las cosas mejoraron económicamente y solíamos alquilar un apartamento para las vacaciones, uno que tenía rampas para sillas de ruedas.


—Por lo menos tus padres tenían seguro.


Paula no lo contradijo; era mejor para Pedro que creyera aquello. Se apartó de él y dio un paso atrás.


—Yo fui a un internado y echaba muchísimo de menos mi casa, a mi madre, a mi padre.


—¿A qué internado fuiste?


—Al Pymble Ladies' College.


—Ése fue el colegio al que fue Karen —dijo Pedro, impresionado.


—Lo sé —contestó Paula, que se dijo a sí misma que él debía de estar preguntándose cómo un mecánico podía pagar un colegio tan caro… incluso con la indemnización de una compañía aseguradora—. Ella estaba en el último curso cuando yo llegué.


—Aunque no es algo que normalmente admita, mi hermana es una persona muy especial —comentó él, sonriendo. Pero entonces se puso serio—. ¿De qué hemos hablado durante los últimos dos años? ¿Qué más cosas hay que no sepa de ti? No creo que sea sólo yo el que habla poco. No fui sólo yo el que evitó las confidencias en nuestra relación, ¿no es así?


Ella tuvo que reconocer que aquello era cierto; ambos habían evitado hacer confidencias sobre su vida. Había sido muy conveniente echarle las culpas de todo a él, pero ella misma había tenido mucho cuidado en esconder su privacidad, los detalles más íntimos de su vida.


Cuando Pedro sugirió que fueran a ver el faro, aceptó encantada. Estaban demasiado solos en aquella casa y tenía que pensar antes de compartir con él todos sus secretos.


Fueron en coche hasta el faro, donde estuvieron un rato hasta que, una hora después, bajaron del cabo donde estaba enclavado y Pedro sacó una cesta de picnic.


—Piensas en todo —dijo Paula.


Se sentaron sobre la soleada hierba que había bajo el faro y pudieron contemplar toda la bahía.


Cuando terminaron de comerse los sándwiches de salmón ahumado y las galletas que había llevado él, Paula quiso saber algo.


—¿Qué ocurrirá con la casa de la playa ahora que tu padre ya no está? —preguntó.


—Según el testamento, pasa a ser propiedad mía —contestó Pedro—. La venderé en cuanto pueda.


—¿Tú no la venderías? —quiso saber él.


—No lo sé. Puedo comprender los terribles recuerdos que alberga, pero también es el lugar en el que tu madre pasaba tiempo con tu hermana y contigo, donde tú pasaste tiempo con tu padre. Quizá deberías esperar antes de vender.


Entonces se creó un tenso silencio.


—Tal vez lo haga, a no ser que necesitemos conseguir fondos apresuradamente para defendernos de Mateo —dijo por fin Pedro.


—¿No crees que los Alfonso y los Hammond deberíais tratar de terminar con esta enemistad antes de que cause más daño? —preguntó Paula, mirándolo a la cara.


—A mí me gustaría terminarla… siempre y cuando Mateo Hammond se arrepienta y no compre nuestras existencias… y su padre se disculpe por haber robado Alfonso Rose. Es Mateo Hammond quien tiene que dar el primer paso.







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