Unas horas más tarde, estaban esperando su turno en los juzgados de Dallas para casarse. Paula miró a las otras parejas, a las que se les veía excitadas y felices. Al pensar en los cambios que se habían producido en su vida últimamente, nunca se hubiera imaginado que tendría que añadir un matrimonio a la lista.
Pedro había mantenido su palabra durante el desayuno, pero no había comido demasiado. Entonces, ella se había dado cuenta de que no tenía sentido seguir discutiendo con él. Le había dado buenas razones y ella tenía que olvidarse de sus sueños infantiles.
Cuando les llegó el turno, la funcionaria les tomó los datos.
—Podemos casarnos ahora? —preguntó Pedro.
La funcionaria los miró por encima de las gafas.
—¿Tiene prisa, eh? Lo siento, hay una lista de espera de setenta y dos horas, a menos que esté en activo en el servicio militar.
Pedro sacó su identificación y se la mostró a la funcionaria.
Ella anotó los datos necesarios, adjuntó la nota al certificado de matrimonio y se lo entregó a Pedro. A continuación les indicó dónde debían dirigirse y se marcharon.
—Te apuesto a que piensa que estoy embarazada —dijo ella sin poder ocultar su descontento.
—¿Te importa lo que piense esa funcionaria?
—Ya no sé ni lo que yo pienso.
Él la atrajo hacia sí.
—Todo va a salir bien, Paula.
La ceremonia fue fría. El juez firmó el certificado matrimonial y lo llevaron al Registro. Pedro dio la dirección del rancho para que les mandaran su copia en unos días.
Tomó a Paula de la mano y fueron al aparcamiento donde habían dejado el coche. Ella se ofreció para conducir, pero él negó con la cabeza. Necesitaba hacer algo y concentrarse en conducir lo ayudaría.
Sin preguntar, entró en el aparcamiento de un restaurante y se detuvo.
—Bueno, ahora estás a salvo. Ya eres ,oficialmente una Alfonso de Texas y nadie va a molestarte nunca más —dijo él saliendo del coche—. El habernos casado me ha abierto el apetito. Necesito comer algo.
*****
Mientras conducían por Hill Country, Paula contempló con atención el paisaje sin querer reparar en el hecho de que Pedro no había dicho nada en las tres últimas horas. Habían dejado la interestatal hacía una hora y ahora continuaban por una carretera de dos carriles.
Para cuando llegaron a la entrada del rancho, apenas había luz. La verja de entrada estaba abierta y la atravesaron.
—¿Estás bien? Hace un rato que no dices nada —dijo ella mirándolo. Estaba pálido—. ¿Te duele, verdad?
—Es evidente, ¿no?
—Una vez lleguemos, vas a tomarte una de tus pastillas —dijo ella con rotundidad.
—Apenas hace unas horas que me he casado contigo y ya me estás dando órdenes.
Fue a decir algo, pero vio un gesto divertido en sus ojos.
Estaba bromeando. Iba a tener que acostumbrarse a su sentido del humor.
—Si te tomas tus medicinas, te daré un masaje.
—Eso está hecho.
El camino del rancho subía y bajaba colinas. Paula distinguió los rebaños de vacas y ovejas.
—¡Mira! ¡Un ciervo! —exclamó.
—Querida, tenemos casi más ciervos que ganado. Son una plaga.
—Pero son muy bonitos y elegantes.
—Y hambrientos. Las mujeres del rancho tienen que poner vallas a los jardines. Si no, los ciervos acabarían con todo.
Paula perdió el hilo de la conversación cuando llegaron a lo alto de una colina desde la que se divisaba una vasta extensión del valle. La casa parecía sacada de una película. Era grande, con el tejado rojo y las paredes blancas.
—¡Qué bonita!
—Estamos en casa —dijo Pedro, deteniendo el coche—. Bienvenida a la ancestral casa de los Alfonso.
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