jueves, 15 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 8




Pedro Alfonso no tuvo problemas a la hora de clasificar a los dos atractivos varones de los que Paula se despedía en ese momento —con un exagerado abrazo y no menos de tres besos en las mejillas de cada uno de ellos— como dos prósperos hombres de negocios, muy distinguidos e, innegablemente, muy gays.


—¿Conoces a todo el mundo o qué?


Paula se encogió de hombros antes de dejarse caer en el confortable asiento de primera clase.


—Cuando me casé hubo una temporada que parecía que vivíamos en la sala Vip de los aeropuertos. Unas veces era la entrega de la Palma de Oro en Cannes, otras el torneo de tenis de Wimbledon, una fiesta de fin de año en Gstaad… al final, acabas conociendo a un montón de gente.
Estos son Ron y Enzo, unos chicos encantadores que conocí durante unas vacaciones en Cerdeña. »La pareja que nos hemos encontrado antes, aunque un poco snobs, son encantadores también. Una vez me torcí el tobillo a bordo de su yate y ambos se desvivieron por mí. Me acompañaron al mejor traumatólogo de la Costa Azul, alquilaron una silla de ruedas con incrustaciones de cristales de Swarovski para que no tuviera que andar cuando atracábamos en el puerto y hasta me compraron unas muletas de Louis Vuitton, ¿puedes creerlo? No sé qué hubiera hecho sin ellos, son entrañables.


Pedro se sentó a su lado y a Paula le dio la sensación de que el espacio disponible se reducía de manera considerable. Uno de los fuertes brazos del norteamericano, que ese día lucía una de las impecables camisas que habían comprado juntos y que resaltaba aún más su ancha espalda, rozaba el suyo cada vez que se movía; sin embargo, Paula no se sintió amenazada por su cercanía como le ocurría a menudo con otros hombres. A pesar de que el gigantesco Pedro Alfonso tan solo tendría que esforzarse un poquito para resultar intimidante, ella se encontraba muy a gusto a su lado. Notó que la miraba con los párpados entornados antes de preguntar:
—Y tu marido, ¿no estaba contigo?


Paula desvió la mirada y se puso a toquetear, con dedos nerviosos, los numerosos botones de su sofisticado asiento.


—Sí, claro que estaba —dijo, al fin—, pero no se encontraba muy bien ese día, así que los Gramignoli se ocuparon de todo.


Saltaba a la vista que se encontraba incómoda y que le hubiera gustado hablar de otra cosa, pero él insistió, sin apartar la vista de su rostro.


—¿Estaba enfermo?


—Se podría decir que sí. Hmm, mira qué buena pinta tienen estos platos.


Paula le mostró la elegante carta impresa en papel couché que acababa de sacar de uno de los compartimentos de cuero del asiento, pero él no se dejó distraer.


—¿Estaba borracho? —prosiguió con el interrogatorio.


Ella se volvió a mirarlo con el ceño fruncido; sus ojos rasgados lanzaban chispas doradas, lo que le daba un aspecto más felino que de costumbre.


—Te diré, Pedro, que no resulta muy cortés ser tan insistente. Acabo de hacer lo que se llama un educado intento por cambiar de tema, y será mejor que lo dejemos ahí.


Pedro aguantó su reprimenda sin parpadear y afirmó:
—Así que estaba borracho.


Paula exhaló un bufido, exasperada, y se dio cuenta de que sería inútil tratar de esquivar las preguntas de aquel hombre impertinente y carente de tacto, así que decidió que acabaría antes si le daba alguna respuesta:
—No es algo tan raro; había habido una fiesta la noche anterior que duró casi hasta el amanecer.


No, no era raro que la gente bebiera durante una de aquellas fiestas, se dijo Paula, mientras trataba de esquivar otros detalles de aquella noche de hacía tantos años que pugnaban por abrirse paso en su memoria: la fuerte discusión, los gritos, las lágrimas derramadas que no tenían nada que ver con el intenso dolor de su tobillo…


Notó los penetrantes ojos azules clavados en ella y se revolvió en su asiento, incómoda, y, de nuevo, pensó que Pedro Alfonso no era el tipo inofensivo y bonachón por el que ella, en un principio, lo había tomado. Nada parecía escapar a aquellas agudas pupilas, así que tendría que andarse con ojo; había cosas que era mejor que permanecieran en el olvido.


Por fortuna, él pareció captar su estado de ánimo y empezó a contarle una anécdota de la primera y única vez que se había emborrachado en su vida, y ella aún reía a carcajadas cuando el avión despegó.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario