jueves, 15 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 7




—¿Cuánto tardas en hacer el equipaje? —preguntó Pedro, de repente, despegando por un instante la mirada del rostro de la niña a la que, en ese momento, aplicaba una generosa capa de pinturas de guerra a costa de dejar sin punta la barra de labios de Paula.


Ella alzó la vista de su portátil y lo miró sorprendida. Aún no se acostumbraba a ver a aquel tipo enorme sentado en el suelo de su salón, con sus largas piernas cruzadas, mientras pintaba a su hija muy concentrado, como si llevara a cabo la labor más importante del mundo. Se había presentado en su casa al mediodía y, a pesar de que ella le había jurado y perjurado que ya se encontraba bien, había insistido en que debía quedarse al menos un día más sin salir a la calle. Así que no le había quedado más remedio que invitarlo a comer y después de soltar numerosos cumplidos, a cuál más extravagante, sobre lo buena cocinera que era la Tata que la habían hecho inflarse como un pez globo, llevaba toda la tarde jugando con Sol, incansable.


—Depende, ¿por qué?


—He sacado un par de billetes a Nueva York, nos vamos mañana.


—¡¿Mañana?! —exclamó, incrédula.


—Mañana —repitió él con su sonrisa más beatífica.


Paula se puso en pie en el acto y corrió hacia un mueble, más viejo que antiguo, donde guardaba los papeles importantes.


—Ni siquiera sé si tengo el pasaporte caducado. —Frenética, registró los pequeños cajones hasta dar con lo que estaba buscando y, tras comprobar la fecha del documento, soltó un suspiro de alivio; el pasaporte seguía en vigor—. Pedro, por favor, dame más datos: cuántos días, qué tipo de ropa tengo que llevar, si necesitas que planifique algún evento…


Todo aquello lo gritó desde su dormitorio mientras, histérica perdida, hacía un repaso de la ropa que colgaba en su armario.


—¿Adónde vas, indio? —le preguntó Sol, curiosa.


—A América.


—¿Y te llevas a mi mamá? —Sus grandes ojos claros lo miraban con solemnidad, y Pedro se limitó a asentir, muy serio—. ¿Me la vas a devolver?


—Me temo que yo también la quiero, así que, a partir de ahora, tendremos que compartirla.


—¿Quieres que sea también tu mamá?


—No, mi mamá no.


Sol se tiró de una de sus trenzas, perpleja, antes de preguntar, preocupada:
—Pero no le cortarás la cabellera, ¿verdad?


—Hmm, déjame pensarlo. —Durante unos segundos, Pedro se rascó la mandíbula con un gesto reflexivo y, por fin, contestó—: Está bien, no se la cortaré, pero, a cambio, le pediré algo y ella tendrá que decir que sí. Si no…


Encogió sus anchos hombros con fatalismo y los ojos redondos de la niña lo observaron con una extraña mezcla de temor y admiración. En ese momento, Paula regresó al salón y notó que interrumpían sus cuchicheos.


—¿Qué tramáis vosotros dos? —Ambos le devolvieron la mirada con una expresión tan angelical que le hizo lanzar una carcajada, pero enseguida se puso seria de nuevo y volvió al tema que le preocupaba—: Dame alguna pista más, Pedro Alfonso.


—Estaremos una semana. No sé, llévate un poco de todo, puede que tenga que asistir a algún compromiso y tú tendrás que acompañarme. ¡Ah! Llévate también ropa de deporte.


—¿Ropa de deporte? —Paula torció el gesto; el único deporte que le gustaba era bailar y, como hacía casi tres años que apenas salía por la noche, lo tenía de lo más abandonado. Se mantenía en forma porque solía ir andando a todas partes; además, era un puro nervio, así que quemaba a conciencia hasta la última caloría que consumía.


—Salgo todas las mañanas a correr por Central Park y me gustaría que vinieras conmigo.


—Pero ¿por qué? Imagino que con que te ayude a elegir una equipación deportiva que no provoque accidentes es más que suficiente, ¿no? —protestó, tratando de quitarse del medio, sin embargo, aquel malvado gigante se mostró inflexible.


—Ya te dije que si firmabas el contrato serías mi esclava y estarías a mi entera disposición. A mí me gusta que mis esclavas corran conmigo en el parque y tú no te vas a librar.


—¿De verdad eres su esclava? —preguntó su hija con su aguda vocecilla y los grandes ojos claros muy abiertos.


—No, Sol, qué va. —Su madre sacudió la cabeza en una negativa—. Es solo una forma de hablar.


Sol entrecerró los párpados, con una mirada especulativa, y le hizo una advertencia que a ella le sonó bastante extraña:
—Si te vas con él igual te quedas calva. Los calvos pasan frío en la cabeza.


—¿Qué dices, Sol? —Se volvió hacia Pedro, a ver si él podía darle una pista de qué estaba hablando su hija, pero él negó con expresión cándida, así que cambió de tema—: ¿A qué hora sale nuestro vuelo?


—A las diez a.m.


—¡A las diez! ¡Me va a dar algo, voy a preparar el equipaje ahora mismo!


Pedro se puso en pie y una vez más Paula pensó que era un tipo enorme; su presencia hacía que el salón ya no pareciera pequeño, sino diminuto.


—Bueno, yo me voy ya. Tengo que hacer unas llamadas. Pasaré por ti un par de horas antes.


Lo acompañó hasta la puerta y se vio obligada a echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos mientras se despedía, y se dijo que, a ese paso, sus cervicales se iban a resentir.


—Muchas gracias por ser un jefe tan comprensivo, Pedro. —Le sonrió con dulzura y, por enésima vez, pensó que era increíble que se conocieran desde hacía solo unos cuantos días; a su lado se sentía muy a gusto.


—Gracias a ti, Paula. Me gusta mucho tu familia.


—¿La Tata también? —alzó una ceja, maliciosa.


—Especialmente la Tata, con sus indirectas y sus guisos.


Paula lanzó una carcajada que se cortó en seco cuando él se inclinó sobre ella y depositó un ligero beso en sus labios, pero antes de que pudiera protestar, Pedro se dio la vuelta y desapareció escaleras abajo con un simple:
—Hasta mañana, baby.


Ella se quedó de pie junto a la puerta, pensando en aquel beso.


«No le des más vueltas, Paula», soliloquió, «estos yanquis tienen la costumbre de besar a todo el mundo en los morros, no tiene la menor importancia».


Pero no pudo evitar preocuparse. Lo último que necesitaba en ese momento era una aventura, y menos con el hombre que, de un tiempo a esta parte, pagaba sus múltiples deudas. Decidió que tendría que dejárselo muy claro: amistad, toda la que quisiera, pero nada de ir más allá. 


Además, Pedro Alfonso, aunque le caía muy bien y reconocía que era atractivo, no era para nada su tipo. 


Era demasiado… demasiado… demasiado grande.


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