jueves, 24 de noviembre de 2016
UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 18
—¿Qué vamos a Italia a pasar la tarde? —exclamó Paula. Ella nunca podría ser tan despreocupada sobre los viajes al extranjero—.¿Dónde vamos exactamente?
—A Venecia, a una exposición de arte —Pedro no la miraba a los ojos y ella tenía la sensación de que le ocultaba algo.
—¿Y podemos dar un paseo en góndola?
—Eso es para turistas.
—Es que yo soy una turista —protestó Paula, saltando de la cama para seguirlo al vestidor—. Siempre he querido dar un paseo en una góndola.
Pedro sonrió mientras tomaba un traje y una camisa.
—Muy bien, iremos a dar un paseo en góndola mañana, antes de volver a casa. Pero la de esta noche es una exposición muy elegante, tienes que arreglarte.
Paula se llevó una mano al estómago.
—Tendré que ponerme algo ancho porque empiezo a tener tripa, debe ser la comida griega.
—O el niño —dijo él, poniendo una mano sobre la suya. En silencio, inclinó la cabeza para besarla antes de sacar una caja del armario—. Te he comprado un vestido, espero que te guste.
—Y yo espero que disimule lo gorda que estoy —Paula sonrió, nerviosa. Pedro había mencionado al niño por primera vez—. Pero al menos yo tengo una excusa. Lo peor es cuando alguien te pregunta de cuántos meses estás y tú tienes que decir que no estás embarazada — emocionada por su inesperada reacción, siguió hablando sin parar mientras abría la caja—. Casi merece la pena estar embarazada para siempre, así tienes una excusa para llevar ropa ancha… ¡Pedro, es precioso!
Era un vestido largo, de seda color champán.
—¿Te gusta de verdad?
—Muchísimo. Es perfecto.
—Espero que no tropieces con la falda.
—Yo también. Con un poco de suerte, no habrá escaleras —murmuró ella, acariciando la tela—. ¿Dónde lo has comprado?
—Lo han hecho especialmente para ti… en Atenas.
¿Era su imaginación o de repente parecía extrañamente tenso? Tal vez no se había mostrado suficientemente entusiasmada y pensaba que estaba siendo desagradecida.
—Me encanta, en serio. Es precioso. Nunca había tenido un vestido hecho especialmente para mí — le dijo, poniéndose de puntillas para besarlo.
—Mira, también hay unos zapatos forrados con la misma tela.
Paula miró el tacón con cara de susto.
—¿En esa galería de arte habrá cosas muy valiosas?
—No te preocupes, no vas a resbalar, agapi mu —relajado de nuevo, Pedro se dirigió a la ducha—. Tu estilista llegará en media hora. ¿Por qué no descansas un rato?
—Mi estilista —Paula tuvo que sonreír—. No sé si alegrarme o no. Yo debería saber lo que me queda bien, pero es estupendo poder culpar a otra persona si sales hecha un desastre. ¿Volveremos a casa esta noche?
—No, tenemos una suite en el hotel Cipriani.
—¿El hotel Cipriani? Lo he oído nombrar. Allí van muchos famosos… George Clooney, Tom Cruise, Pedro Alfonso…
—Y Paula —dijo él.
—Y Paula.
—Espero que George Clooney no se sienta amenazado por mi presencia. Pobrecito, lo dejaría en la sombra.
Cuando la limusina se detuvo frente a una larga alfombra roja, Paula se encogió en el asiento.
—No me habías dicho que habría cámaras y cientos de personas mirando.
—¿Qué importa eso?
Yo no puedo andar con estos tacones delante de tanta gente.
—Si te lo hubiera dicho habrías venido preocupada todo el camino —Pedro apretó su mano—. Esta vez, yo estoy contigo. Sólo tienes que sonreír y mostrarte digna.
—No es fácil mostrarse digna cuando estás tirada de bruces en el suelo y eso es lo que me pasará si tengo que recorrer la alfombra delante de toda esa gente.
—Yo te llevaré de la mano.
—¿No puedo quitarme los zapatos?
—No, a menos que quieras llamar la atención de verdad. Venga, sonríe —la animó Pedro cuando se abrió la puerta de la limusina—. Déjame el resto a mí.
Los fogonazos de las cámaras la cegaron por un momento, pero al ver a la gente que gritaba a ambos lados de la alfombra sintió una oleada de pánico. Y habría vuelto a meterse en la limusina si Pedro no la hubiera sujetado del brazo.
—Levanta la barbilla mientras caminas… así está mejor —sonriendo, la llevó hasta la puerta de la galería—. Ya puedes relajarte.
—Lo dirás de broma —Paula miró alrededor, nerviosa—. No podré relajarme hasta que nos hayamos ido sabiendo que no he roto nada.
—Aunque rompieras algo nadie se atrevería a protestar —dijo él—. Soy uno de los patrocinadores de la galería. Y no, antes de que lo preguntes, eso no me hace sentir particularmente feliz.
—Ni siguiera yo me siento particularmente feliz sólo por ver un cuadro —le confesó ella, estirando el cuello para mirar alrededor—. ¿Por qué das dinero a un museo en Venecia?
—También apoyo museos en Atenas. Ven conmigo, quiero presentarte a una persona —Pedro la llevó entre la gente hacia un hombre que estaba admirando un cuadro—. Constantine.
Era un hombre de cierta edad, con el pelo blanco pero atractivo a pesar de los años.
—¡Pedro!
Después de intercambiar unas palabras en griego, Pedro se lo presentó.
—Ah —Constantine sonrió—. De modo que los demás estamos rodeados de valiosas obras de arte, pero tú consigues aparecer con algo más valioso del brazo —bromeó, llevándose su mano a los labios—. Ni el oro del Renacimiento brilla tanto como una mujer enamorada. Me alegro de conocerte, Paula. Y ya era hora, Pedro.
Paula sintió que se ponía tenso. Tenía que hacer algo, decir algo…
—Me encanta ese cuadro —fue lo primero que se le ocurrió—. ¿Es un… Canaletto?
Constantine la miró con curiosidad y después señaló la placa bajo el cuadro, que decía Bellini.
Ella sonrió, avergonzada.
—Ah, Bellini, claro. ¿Hay una tienda de regalos donde pueda comprar algún recuerdo para los niños?
—¿Niños? —Constantine miró a Pedro, que estaba inmóvil como una estatua—. Qué buena noticia. ¿Hay alguna razón para darte la enhorabuena?
—No —respondió él—. No hay razón para darme la enhorabuena.
—Me refería a mis alumnos —se apresuró a decir Paula—. Soy profesora de primaria.
—¿Aún no eres padre, Pedro?
—No, no soy padre.
Ella sintió como si la hubiera abofeteado.
Se sentía enferma. ¿De verdad había dicho eso? Seguía sin querer contárselo a nadie. Seguía negando la existencia del niño.
Ojalá pudiese beber el champán que circulaba por la galería, pero tuvo que conformarse con un zumo de naranja, que no servía para aliviar el dolor. Pedro había cambiado de tema, pero ella estaba tan disgustada que no quería ni mirarlo.
«No soy padre». Había dicho esas palabras. «No soy padre».
¿Qué estaba haciendo?, se preguntó entonces. Había querido convencerse a sí misma de que su relación era normal, pero no lo era.
Estaba engañándose al creer que, de repente, Pedro iba a querer tener hijos. Y por mucho que quisiera entender su punto de vista, no iba a dejar que su hijo tuviera una familia tan desastrosa como la que ella había tenido. De ninguna manera iba a dejar que su hijo esperase sentado en la puerta a un padre que no estaba interesado en serlo.
«No soy padre».
—¡Pedro! —una mujer delgadísima se unió al grupo, besando primero a Pedro y luego a Constantine. Y luego miró su vestido—. ¿Ella es…?
—Tatiana, te presento a Paula Chaves —la interrumpió Pedro.
Paula se preguntó por qué su vestido despertaba tanta admiración. Qué superficial era aquella gente. Sí, era bonito, pero ningún vestido, por bonito que fuese, podría compensar una relación desastrosa.
«No soy padre».
—¿Por qué mira mi vestido con esa cara?
Tatiana rió, un sonido tan agradable corno el de una copa de cristal rompiéndose.
—Lo ha hecho Mariana, ¿verdad? Qué suerte. Ella sólo diseña para unos cuantos elegidos. Completamente imposible que te haga nada… a menos que ocupes un lugar especial en su corazón, claro.
Mariana.
—¿Mariana?
Paula miró a la mujer de nuevo. Y luego miró el vestido dorado, recordando lo tenso que estaba Pedro cuando se lo regaló.
Y era lógico, claro. Debía haber temido que ella lo supiera.
¿Qué clase de hombre regalaba a su prometida un vestido hecho por una ex novia?
El mismo hombre que seguía negando la existencia de su hijo. El mismo hombre insensible que no le había dicho que se pusiera el anillo en la otra mano.
Con los ojos empañados, Paula miró el cuadro de Bellini, preguntándose si los hombres del Renacimiento habrían sido más considerados que sus contemporáneos.
Decidida, dejó el zumo de naranja sobre una mesita y se dirigió a la puerta de la galería. Pero mientras corría por la alfombra roja, sus ojos se llenaron de lágrimas.
Había esperado que algo terminase hecho pedazos esa noche. Pero no había esperado que fuera su corazón.
La suite del hotel era como una cápsula de cristal suspendida sobre la laguna, pero si Pedro había esperado que ella mostrase entusiasmo iba a llevarse una desilusión.
Pedro había salido tras ella de la galería y, sin decir nada, la había ayudado a subir a la limusina. Cuando llegaron al hotel, Paula entró en la suite, se quitó los zapatos y los dejó donde habían caído, sin mirar. Y ahora estaba intentando bajar la cremallera del vestido, decidida a no pedirle ayuda.
Estaba furiosa, más enfadada que nunca.
Pedro intentó ayudarla, pero ella le dio un manotazo.
—No me toques —le advirtió, con voz temblorosa—. No, mejor ayúdame a quitarme este estúpido vestido de una vez. No quiero llevar algo que ha hecho tu ex novia.
El respiró profundamente.
—Se me ocurrió que podría disgustarte que fuese de Mariana, por eso no te lo dije.
—Habría sido mejor que no me regalases un vestido hecho por ella, ¿no te parece?
—Sabía que ir a esa exposición te pondría nerviosa y pensé que te sentirías más cómoda llevando algo que te gustase de verdad —intentó explicar Pedro mientras bajaba la cremallera—. Sus vestidos están muy cotizados y pensé que te daría confianza…
—¿Confianza? —lo interrumpió ella, volviéndose para fulminarlo con la mirada—. ¿Crees que me da confianza que alguien me diga en público que llevo un vestido hecho por tu ex novia?
—Yo no sabía que Tatiana iba a reconocerlo.
—Ah, bueno, entonces no pasa nada —Paula sacudió la cabeza mientras se quitaba el vestido y lo dejaba caer al suelo—. Soy idiota, de verdad, soy idiota.
Apartando la mirada de la generosa curva de sus pechos, Pedro intentó concentrarse en la conversación.
—No eres idiota…
—Aléjate de mí. Sólo tú podrías convertir la ciudad más romántica del mundo en un infierno — Paula se acercó a la ventana, sin pensar que estaba en ropa interior—. El fondo de esa laguna debe estar lleno de cadáveres de mujeres… mujeres que se han lanzado al agua después de pasar una
noche con hombres como tú.
Levantando los ojos al cielo, Pedro se acercó.
—Mariana hace vestidos únicos, es una de las diseñadoras más famosas de Grecia. Tiene una lista de espera de cuatro años porque es la mejor y yo quería regalarte el mejor vestido.
—No puedo creer que seas tan insensible.
—Estoy contigo, no con ella.
—No, no estás conmigo, Pedro. En realidad, no estamos juntos —Paula se volvió, el rímel mezclándose con las lágrimas.
Y luego, sin pensar, se pasó una mano por la cara, extendiendo la mancha. Pedro, que nunca antes se había conmovido al ver llorar a nadie, sintió que se le encogía el corazón.
—¿Me has dicho «te quiero» alguna vez? No, claro que no. Por la sencilla razón de que no me quieres. Te gusta acostarte conmigo, pero ahora voy a tener un hijo tuyo… ¡y es un desastre! Toda esta situación es un completo desastre y no tendría que ser así —Paula empezó a sollozar, pero
cuando Pedro puso una mano en su hombro la apartó de un manotazo—. Has vuelto a hacerlo. Cuando Constantine preguntó si debía felicitarte, le dijiste que no. Le dijiste que no ibas a ser padre.
El se quedó mirándola con los brazos a los lados, sabiendo que si la tocaba se pondría a gritar.
—Paula…
—¡No! Déjate de excusas, ya estoy harta. Y estoy harta de tener miedo.
—¿Miedo de qué?
—Me da miedo decir algo que pueda recordarte que estoy embarazada… y no dejo de preguntarme cuándo vas a desaparecer —Paula sacudió la cabeza—. No quiero que nuestro hijo crezca preguntándose si vas a estar ahí o no, sintiendo como si hubiera hecho algo malo. ¡Yo sé lo que es esperar a un padre que no aparece nunca!
Sorprendido por tal afirmación, Pedro se quedó en silencio, esperando que siguiera hablando, como hacía siempre, que le contase todo lo que llevaba dentro. Pero Paula se dio la vuelta para mirar la laguna.
—Quiero irme a casa, a Little Molting.
—¿Te quedabas en la puerta, esperando a tu padre? ¿Eso es lo que te pasó? ¿Tu padre te dejó?
—No quiero hablar de ello.
—Theé mou, ¿hablas de todo lo demás y no quieres hablar de eso precisamente? ¿Por qué no me lo habías contado?
Paula tardó un momento en contestar:
—Porque hablar no ayuda nada.
—No creo que éste sea el mejor momento para cerrarte en banda. Háblame de tu padre, es importante para mí.
Ella se dio la vuelta, secándose las lágrimas de un manotazo.
—Mi madre se pasó la vida intentando convertirlo en algo que no era.
—¿Y qué era eso?
—Un marido, un padre. Pero él no quería tener hijos. Mi madre pensó que acabaría acostumbrándose, pero no fue así. De vez en cuando le molestaba la conciencia y llamaba por teléfono para decir que iba a verme —su voz se rompió en ese momento—. Yo le decía a mis amigas que mi padre iba a llevarme al cine y me sentaba en la puerta a esperar… pero no aparecía. Eso te hace sentir fatal, te lo aseguro. Mi infancia no fue precisamente un cuento de hadas.
Y ella siempre había querido un cuento de hadas, pensó Pedro, pasándose una mano por el pelo.
—¿Por qué no me habías contado eso antes?
—Ya te lo he dicho: hablar de ello no me ayuda y no tenía nada que ver con nosotros.
—Tiene mucho que ver con nosotros, Paula. Explica por qué te cuesta tanto confiar en mí. Explica por qué me miras con cara de susto muchas veces, por qué esperas que te falle.
—La razón por la que te miro con cara de susto es que sé que no era esto lo que tú querías y sé que este tipo de situación nunca tiene un final feliz. Podríamos seguir juntos durante un tiempo, pero tarde o temprano acabarías por marcharte y no es eso lo que quiero. Ya no creo en los cuentos de hadas —dijo ella, con voz temblorosa—. Pero sí creo que merezco algo mejor. Y mi hijo también.
Sin mirarlo, Paula se dirigió al dormitorio y cerró la puerta.
Y, mirando esa puerta cerrada, Pedro supo que era un gesto simbólico.
Lo había dejado fuera de su vida.
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