jueves, 24 de noviembre de 2016

UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 19




Paula marcó el número de Viviana por enésima vez y dejó un nuevo mensaje.


Necesitaba desesperadamente hablar con alguien, pero su amiga no contestaba al teléfono.


Suspirando, buscó un pañuelo de papel para sonarse la nariz. Pero tenía que dejar de llorar.


Aquello era ridículo. ¿Cuánta agua podía perder una persona en veinticuatro horas sin ponerse enferma?


Había ido llorando desde Venecia hasta Corfú. Y cuando no estaba dándole pañuelos, Pedro se dedicaba a trabajar, levantando ocasionalmente la cabeza del ordenador.


No había intentado retomar la conversación de la noche anterior. Seguramente creía que había perdido la cabeza, pensó Paula.


Le había dicho que quería volver a Inglaterra de inmediato y él respondió que se encargaría de organizar el vuelo, pero en cuanto llegaron a la villa desapareció en su despacho.


De modo que estaba de vuelta en la suite, intentando no mirar la cama que dominaba la preciosa habitación.


Después de darse una ducha se puso un pantalón corto y una sencilla camiseta y fue al vestidor para sacar su maleta.


¿De qué le servirían todos esos vestidos en Little Molting?, se preguntó. No podía dar clases con un delicado vestido de lino.


Y tampoco podría ponerse los preciosos zapatos de tacón a menos que Pedro estuviera a su lado, sujetándola.


Intentando no pensar en eso, volvió al dormitorio y vio una nota sobre la cama. Pensando que serían los detalles del vuelo, la leyó: Nos vemos en la playa en diez minutos. Lleva el anillo.


Por supuesto, el anillo.


Apretando los dientes para contener las lágrimas, Paula arrugó la nota y la tiró a la papelera. Ah, claro, no quería que desapareciese con su carísimo anillo por segunda vez.


Paula miró el diamante que había estado con ella durante esos cuatro años. La idea de separarse de él resultaba horriblemente triste


Pero se lo llevaría en persona.


Y luego volvería a su antigua vida e intentaría seguir adelante sin Pedro.


Paula bajó por el camino que llevaba a la playa, intentando no pensar en lo maravilloso que hubiera sido criar a su hijo allí, entre los olivos y las buganvillas.


Sentía como si alguien le hubiera hecho un agujero en las entrañas. Como si hubiera perdido algo que ya no podría recuperar nunca.


Deteniéndose un momento, cerró los ojos. Sólo tendría que soportar aquellos últimos cinco minutos y todo habría terminado. Se marcharía de Corfú y no volverían a verse.


Decidida a portarse con dignidad, llegó a la playa… y se quedó inmóvil.


Frente a ella había un semicírculo de sillas y, delante de las sillas, alguien con mucha imaginación había creado un arco con flores, un arco iris de colores sobre una pérgola que formaba una especie de puerta frente al mar.


Parecía el decorado de una película romántica. Pero no tenía ningún sentido.


—¿Paula?


Le pareció escuchar la voz de. Viviana, pero no podía ser…


Y sin embargo, allí estaba, corriendo hacia ella, con un vestido largo que se enredaba entre sus largas piernas.


Riendo y llorando al mismo tiempo, Paula la abrazó.


—He estado llamándote… ¿qué llevas puesto? —exclamó, dando un paso atrás para mirar a su amiga—. Estás fantástica, pero no entiendo nada…


—¡Soy tu dama de honor! —gritó Viviana—. Pedro me dijo que tenía que ser una sorpresa, así que apagué el móvil porque ya sabes que soy incapaz de guardar un secreto y sabía que si hablaba contigo acabaría por contártelo. ¿Estás contenta?


Estaba más bien desconcertada.


—Pero… yo no necesito una dama de honor. No voy a casarme.


—Pues claro que sí. Pedro me ha traído hasta aquí para eso. He venido en su jet privado… y no voy a decirte cuántos mojitos he tomado, pero tengo un dolor de cabeza espantoso. Venga, vamos.


—Te has adelantado, Viviana —dijo Pedro entonces—. Yo debería haber hablado con ella…


Paula no sabe nada de esto.


—¿Qué? —Viviana lo miró, perpleja—. ¿Paula no sabe qué vais a casaros? Cuando me dijiste que era una sorpresa, pensé que la sorpresa era que yo fuese la dama de honor, no la boda.


—Las cosas no salen siempre como uno quiere y eso es especialmente cierto en mi relación con tu amiga —inusualmente inseguro, Pedro tomó la mano de Paula—. Anoche, en Venecia, iba a pedirte que te casaras conmigo, por eso te llevé allí.


Viviana se llevó una mano al corazón.


—Ay, Dios mío.


—Viviana… —dijo Pedro, sin dejar de mirar a Paula—. Si vuelves a abrir la boca sin permiso, jamás volverás a viajar en mi avión privado.


Viviana hizo el gesto de abrocharse una cremallera en la boca, pero Paula estaba mirándolo a él.


—¿Ibas a pedirme que me casara contigo? Pero cuando Constantine te preguntó si ibas a ser padre, tú dijiste que no… no lo siento, esta vez no puedes engañarme.


—Estaba nervioso porque iba a pedirte que te casaras conmigo y temía que dijeras que no. Después de lo que pasó la última vez, ¿por qué ibas a confiar en mí? Por eso te llevé a una de las ciudades más románticas del mundo.


—Pero Constantine…


—Me preguntó si era padre y yo le dije que no porque para mí ser padre es mucho más que crear un hijo. Eso es lo que hizo el tuyo, pero nunca fue un padre de verdad, ¿no? —le preguntó Pedro con voz ronca—. Ser padre es querer a tu hijo más que a ti mismo, poner su felicidad por delante de la
tuya, protegerlo de todo y hacerle ver que, pase lo que pase, estarás a su lado. Podría decirte que yo tengo intención de hacer todo eso, pero sería más elocuente demostrarlo. Y para eso necesito tiempo.


Paula no podía respirar.


—¿Tiempo?


—Digamos que cincuenta años más o menos —dijo Pedro—. Y muchos hijos. Tal vez después de cuatro hijos y cincuenta años, si alguien me pregunta si soy padre podré decirle que lo soy.


Ella tragó saliva.


—Pensé que la idea de ser padre te asustaba.


—No he dicho que no esté asustado, lo estoy. Pero sigo aquí, apretando tu mano. Y hablando de manos… —Pedro le puso el anillo en la mano izquierda.


—Pedro…


—Te quiero, agapi mu, porque eres generosa, divertida y la mujer más sexy del mundo. Me encanta que tengas que sujetarte a mi brazo cuando llevas zapatos de tacón, me encanta que odies los trocitos de cosas que flotan en las bebidas… incluso me gusta que tires las cosas por cualquier parte —Pedro apartó el pelo de su cara—. Y me encanta que hubieras sido capaz de marcharte para proteger a nuestro hijo. Pero no tienes que hacerlo, Paula. Protegeremos juntos a nuestro hijo.


Temiendo creer lo que estaba pasando, Paula miró el anillo.


—¿Me quieres de verdad?


No tengas la menor duda. Si siempre vas a dudar de mí, esto no saldrá bien. Me gustaría pensar que nunca voy a decir algo equivocado, pero soy un hombre, de modo que tarde o temprano diré algo que te moleste… como anoche, en Venecia —Pedro abrió los brazos en un gesto de disculpa.


Anoche no me dijiste que me querías. Yo me moría por escucharlo… quería que me pusieras el anillo en la otra mano, pero no lo hiciste.


Él asintió con la cabeza apenado.


—Hace cuatro años te dejé plantada el día de nuestra boda. Sé que es difícil perdonar eso y temía que si te lo pedía demasiado pronto me dirías que no. Me daba pánico que me rechazases, por eso estaba esperando.


Su relación había ido haciéndose más profunda con el paso de los días, era cierto.


—Pensé que no me querías.


Quería que estuvieras segura de que te amaba.


Pedro…


—Aunque no sea capaz de decir las palabras adecuadas, quiero que sepas que eso es lo que siento, que eso es lo que hay en mi corazón —Pedro bajó la cabeza para besarla y, durante unos segundos, los dos se quedaron en silencio.


Viviana se aclaró la garganta entonces.


—Ya está bien. Para mí es evidente que te quiere, Pau. Por favor, tú no tienes un céntimo, eres la persona más desordenada del mundo y, aunque te pones muy guapa cuando quieres, con tacones pareces un pato mareado. Así que, básicamente, este hombre tiene que quererte mucho para casarse contigo.


—Gracias.


—De nada. ¿Podemos seguir adelante con la boda? Se me está quemando la nariz.


Medio riendo, medio llorando, Paula miró a Pedro.


—¿Quieres que nos casemos aquí? ¿Ahora? No puedo creer que hayas organizado todo esto en la playa.


—Quería darte tu cuento de hadas —dijo él, emocionado—. Y sí, vamos a hacerlo ahora mismo. No voy a cambiar de opinión, Paula. Sé lo que quiero y creo saber lo que tú quieres. Ninguno de los dos necesita una gran ceremonia o miles de invitados. Si me dices que sí, tengo dos personas
esperando en la villa: mi director jurídico, Dimitri, que además es mi mejor amigo y el hombre que va a casarnos.


Pero no puedo casarme en pantalón corto —protestó ella.


—¡Pues claro que no! —exclamó Viviana, señalando un montón de bolsas sobre una silla—. Afortunadamente, ha traído un vestido de novia.


Paula miró a Pedro, preguntándole con la mirada si era un vestido de Mariana.


No, no —se apresuró a decir él—. He hecho que trajeran diez vestidos diferentes. Puedes elegir el que quieras.


—¿Diez? —murmuró Paula.


—Quería que pudieses elegir —Pedro sonrió—. Y, además, creo que debe ser una sorpresa para el novio.


Emocionada, Paula levantó una mano para acariciar su rostro.


—Te quiero —murmuró, con los ojos llenos de lágrimas.


—¡No llores! Te pones horrible cuando lloras y se supone que tengo que maquillarte —protestó Viviana—. Y no se puede hacer nada con unos ojos hinchados y una nariz roja. Pedro, ve a dar un paseo mientras elegimos el vestido. No debes ver a la novia, trae mala suerte.


—Podría vestirme en la casa —sugirió Paula.


—No pienso arriesgarme —dijo él—. Te quiero y quiero casarme contigo ahora mismo. No me importa que lleves pantalón corto.


—¡Pedro Alfonso, mi amiga no va a casarse en pantalón corto! —Exclamó Viviana—. Una mujer mira las fotos de su boda durante toda la vida y nadie puede llorar al verse en pantalón corto —indignada, lo empujó—. Muy bien, ve a buscar al padrino y vuelve en diez minutos.


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