«¿Qué derecho tenía Pedro a interrogarla como si fuera un amante celoso?». Paula decidió tomarse su tiempo a la hora de prepararse para ir al rancho de Grigsby.
Por supuesto, no estaría ni la mitad de disgustada si no se hubiera temido que hubiera escuchado algo de su conversación con Guillermo que pudiera revelarle el secreto de su identidad. Sin embargo, nada sugería que aquello hubiera ocurrido. Sólo le molestaba que no le hubiera dicho quién era Guillermo. Como si aquel persistente hombrecillo pudiera significar algo para ella.
Su agente no podía creer que no tuviera intención de regresar a Hollywood. No se podía imaginar que nadie pudiera dejar la vida que tenía allí para vivir en un pequeño pueblo de Wyoming cuidando caballos. Algunas veces, ni la propia Paula se lo creía. Sin embargo, lo que importaba era que era más feliz de lo que lo había sido en años y, en parte, se lo debía a Pedro Alfonso, aunque a su manera, resultara tan enojoso como el propio Guillermo.
Tal vez debería terminar con todo y contar la verdad a Pedro.
No obstante, mientras miraba en el espejo, vio el miedo que se reflejaba en sus rasgos al pensar en aquella posibilidad.
No solo no estaba lista para dejar su valorado
anonimato, sino que, dado lo que Pedro pensaba de los ricos, podría dejarla en el momento en que descubriera que tenía millones en el banco. Necesitaba más tiempo para convencerlo de que nada de aquello importaba y que era una mujer como cualquier otra.
Cuando finalmente se reunió con él en la furgoneta, le dijo:
—Quiero hacer un pacto.
—¿Cómo dices?
—No volveremos a hablar de Guillermo, ni de mis ex maridos ni de tu padre, ¿de acuerdo?
—¿Cómo es que mi padre forma parte del grupo?
—Todos ellos representan temas sensibles.
—De acuerdo. ¿Estamos hablando de hoy o de siempre?
—Empezaremos con hoy y ya veremos cómo va.
—Me parece justo, mientras pueda decir una última cosa.
—Tú dirás.
—Prométeme que, si necesitas ayuda, me la pedirás a mí.
—¿Ayuda?
—Con ese Guillermo —dijo, tensamente—. Si ese tipo no comprende lo que tú le dices, te pido que me dejes que se lo diga yo.
Parecía tan preocupado, tan sincero en su deseo de protegerla que se inclinó hacia él y le plantó un beso en los labios, deteniéndose lo suficiente para dejar que el fuego prendiera.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó él, atónito.
—Por querer luchar mis batallas. No es que vaya a permitírtelo, pero es muy amable de tu parte.
—No te lo he ofrecido por amabilidad.
—Lo sé, precisamente por eso es tan maravilloso. Ahora, vayamos a ver al señor Grigsby. Quiero comprar caballos.
—Estupendo —comentó Pedro, riendo—. En ese caso, te dejaré a ti a cargo de las negociaciones. El pobre hombre se quedará tan asombrado que nos hará un buen precio.
—Muy gracioso, pero te aseguro que no pienso utilizar mi físico para conseguir un trato mejor.
—Una pena. Te aseguro que es tu mejor arma.
—Entonces, es que no me has visto tratando de convencer a alguien.
—Te aseguro que no puedo esperar —replicó Pedro, con una sonrisa.
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—Solo hice un poco de negociación —insistió Paula—. Otis Júnior tenía muchas ganas de vender y yo me aproveché de eso.
—Otis Júnior no sabía qué decir y lo tenías prácticamente de rodillas cuando terminaste de hablar. Nunca he visto algo parecido. Solo puedo decir que me alegro de que estuvieras de nuestra parte —concluyó Pedro—. Ya sé que probablemente tú ya te lo esperabas, Esteban —añadió, al ver el gesto de su jefe —pero para mí era la primera vez. Nunca he visto a nadie que pudiera robar a un hombre y dejarlo agradecido por ello.
—Gracias… creo —dijo Paula.
—Confía en mí. Era un cumplido, tesoro. Te habría dado un beso allí mismo, pero temía que eso estropeara el delicado equilibrio de las negociaciones. Creo que Otis Júnior volverá a llamar antes de que acabe la noche para invitarte a salir.
—Otis Júnior es un cerdo —replicó ella—. Tiene esposa y cuatro hijos en Phoenix y todo el mundo lo sabe.
—Eso no pareció evitar que pensara que había hecho una conquista —comentó Pedro, que se había sentido algo celoso.
—Todo formaba parte de una estrategia —le aseguró ella.
—Quiero que me lo contéis todo. La cena está en el horno. Esperamos que os unáis a nosotros esta noche.
—Tengo que instalar a esos caballos —observó Pedro.
—Y yo tengo que ayudarlo —dijo Paula.
—Y la cena esperará hasta que los dos hayáis terminado —replicó Karen—. No os vais a escapar, así que daos prisa para que el asado no se queme.
Pedro se resignó a pasar una velada de preguntas y de miradas. Sabía lo que Esteban y Karen pensaban sobre Paula y él.
—Va a ser una noche muy larga —afirmó Paula, mientras descargaban los caballos del trailer y los llevaban al establo.
—Sí, me ha dado esa impresión.
—Tú podrías excusarte. No hay razón alguna para que nos interroguen a los dos.
—Estamos en esto juntos. Así lo veo yo —contestó él, con una sonrisa—. Además, si estamos los dos juntos cuando empiecen a hacer preguntas, es menos posible que nos pillen en un renuncio.
—Vaya —exclamó ella, riendo—. Veo que has comprendido su estrategia de divide y vencerás.
—Sí. No hay duda de que esos dos esperan que algo surja entre nosotros.
—¿Y a ti no te importa?
—No, si no te importa a ti.
—En realidad no. Normalmente, odio que la gente se inmiscuya en mi vida, pero estamos hablando de Karen y de Esteban. Además, yo se lo hice pasar muy mal cuando los dos estaban saliendo, así que supongo que tienen derecho a incordiarme a mí. Sin embargo, me sorprende que a ti no te moleste. Te deja en evidencia.
—Solo me deja en evidencia sí yo quiero. No hay razón para negar lo evidente. Existe una gran química entre nosotros.
Tal vez todavía no sepamos lo que vamos a hacer al respecto, pero eso no va a hacer que desaparezca. Además, ellos tampoco nos van a obligar a realizar algo que no queramos… ¿Estamos de acuerdo?
—Sí —respondió ella, solemnemente.
Entonces, extendió la mano.
—Creo que un pacto de estas características se merece algo más que un apretón de manos, ¿no te parece?
Con la mirada prendida en la de Paula, se acercó a ella.
Lentamente, bajó la cabeza hasta que sus labios se unieron.
La solemnidad del gesto se perdió en la explosión de deseo que los sacudió a ambos. Pedro tuvo que apartarse antes de tirarla sobre el heno y dejarse llevar a su lado de la pasión que los dos habían creado el día anterior. Un día no habría vuelta atrás, pero no aquella noche.
—Creo que es mejor que vayamos a cenar mientras pueda caminar —susurró él.
—Es posible que tengas que llevarme en brazos. Creo que has hecho que las rodillas se me debiliten tanto que no puedan sostenerme.
—Encantado —replicó Pedro, tomándola en brazos y estrechándola contra su pecho. Desgraciadamente, eso colocó de nuevo a sus bocas en una cercanía peligrosa—. Mala idea. Creo que vas a tener que entrar en la casa por tus propios medios.
—Es una pena. Me gustaba el que tú me proponías.
—A mí también, pero creo que mi manera iba a acarrearnos muchos problemas. Estoy seguro de que ninguno de los dos queremos que Esteban y Karen se pregunten qué es lo que nos lleva tanto tiempo y que terminen viniendo a buscarnos, especialmente si lo más probable es que nos encuentren haciendo el amor en un montón de heno.
—No lo sé —susurró ella—. Al menos, eso terminaría con las especulaciones que están teniendo lugar en la casa en estos momentos —añadió, guiñándole el ojo.
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