viernes, 9 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 5





Pedro se pasó el resto de la tarde enfurecido por su encontronazo con la invitada de los Blackhawk. Aquella mujer había mostrado más audacia y arrogancia que cualquier mujer de las que había conocido en los últimos años. Aunque eso podría haber sido estimulante a breve plazo, a largo plazo prefería no verse implicado.


Él no era un hombre que pensara en el futuro. Lo había aprendido de su padre, que Dios lo tuviera en su Gloria.


Samuel Travis había sido uno de los hombres más ricos de Montana cuando conoció a la madre de Pedro en un bar de Billings, hacía treinta años. Para una mujer como Irene Alfonso, Samuel había parecido ser la respuesta a todas sus plegarias. Ella se había enamorado de él completamente. Para Irene, Samuel era un regalo para las mujeres. No solo era rico y poderoso, sino también amable y generoso. 


Ciertamente, le dejó algo para que lo recordara para siempre… a Pedro.


Desgraciadamente, resultó que Samuel tenía la mala costumbre de buscar mujeres vulnerables, dejarlas embarazadas y luego abandonarlas. Parecía creer que tenía derecho a tomar lo que le apetecía sin importarle las consecuencias. Irene había descubierto todo aquello cuando ya era demasiado tarde para protegerse.


Completamente ajena a su reputación, Irene había estado convencida de que Samuel cuidaría de ella y de su hijo si se enteraba de su situación. Por tanto, se dirigió al rancho Travis para compartir con él las buenas noticias. Allí, conoció a la esposa de Samuel y a sus dos hijos legítimos, y por lo tanto sus herederos. La sufrida señora Travis le dio a Irene un modesto cheque y le aseguró que era lo mejor que podía esperar de una mentirosa serpiente como era Samuel Travis. 


Aturdida y humillada, Irene consideró recoger todo lo que poseía y marcharse de allí, pero su testarudez, un rasgo que Pedro había heredado, le impidió moverse de donde estaba.


Cuando el niño fue lo suficientemente mayor para preguntar por su padre, ella le había contado toda la verdad.


A lo largo de los años, Pedro acumuló un profundo odio por los ricos que creían que podían hacer lo que quisieran con la vida de las personas y dejar que los demás se ocuparan del resultado de sus acciones. Los ocasionales encuentros que había tenido con sus hermanastros habían resultado muy tensos. Les había hecho sangrar por la nariz y les había amenazado con hacer cosas peores. Poco después, los habían enviado a un internado y su madre había conseguido que el sheriff advirtiera a Pedro de que se movía por terreno pantanoso.


Cuando cumplió dieciocho años, fue a ver a su padre para decirle exactamente lo que pensaba de él, pero Samuel había tenido la mala suerte de morir antes de que Pedro pudiera compartir su opinión con él.


Aquello le dejó con una ira insatisfecha de la que no había podido librarse.


También le había dejado una firme decisión de no verse en la misma situación. En lo que se refería a las mujeres, era muy responsable. Nunca mentía. Nunca engañaba y utilizaba anticonceptivos de eficacia reconocida. En su vida, no habría un reguero de mujeres con el corazón destrozado o niños abandonados.


Cuando sentara la cabeza, si es que lo hacía alguna vez, sería para siempre con una mujer sensata y dulce que se ocupara de la casa, que criara a sus hijos y que nunca le diera problemas. La amiga de Karen Blackhawk tenía la palabra «problemas» escrita en la frente.


Recordó cómo se había enfrentado a él con tanta fogosidad como Pedro lo había hecho con ella. Con sus caras botas, sus vaqueros de diseño y las suaves y bien cuidadas manos, todo en ella gritaba dinero. Tal vez conocía bien a los caballos, pero sospechaba que todo lo había aprendido en una infancia llena de privilegios. Si había trabajado un día en toda su vida, Pedro se comería el sombrero.


—¿Algún problema? —le preguntó Esteban, entrando en el despacho del establo justo cuando Pedro pronunciaba otra maldición.


—Dile a esa mujer que se mantenga alejada de mis caballos —replicó Pedro, sin pensarlo.


Había hablado así al hombre para el que solo llevaba trabajando unas pocas semanas.


—¿Te has encontrado con Paula? —preguntó Esteban, con una sonrisa en los labios.


—¿Es así como se llama? —replicó—. Mira, a mí no me hace ninguna gracia. Va a conseguir que ese caballo la mate. Deberías haberla visto. Entró en el corral de Medianoche, como si él fuera un dócil poni. Ya sabes lo que ese caballo es capaz de hacer. No quiero ni pensar en lo que podría haber ocurrido.


—Pero no ocurrió nada, ¿verdad?. Mira, Pedro, Paula sabe lo que hace. Creció en esta zona. Karen dice que prácticamente aprendió a montar antes de a andar. La he visto en acción.


—Oh, eso ya me puedo imaginar. Efectivamente, es una mujer que no puede pasar desapercibida, de eso no hay ninguna duda.


—Estoy hablado de su habilidad con los caballos —replicó Esteban, frunciendo el ceño—. Los sabe manejar tan bien como tú. Dale una oportunidad.


—Maldita sea, Esteban. ¿Me lo estás ordenando? Por favor, dime que no la has contratado —añadió, al ver el gesto de su jefe.


—¿Sin hablar contigo? Claro que no.


—Entonces, ¿qué diablos estaba haciendo en el corral?


—Como ya te he dicho, se le dan muy bien los caballos. También es una de las mejores amigas de Karen. Necesita algo que la mantenga ocupada mientras esté aquí. Le hemos pedido que ayude con la doma, que trabaje con Medianoche y con un par de los otros caballos a los que no les van bien las técnicas habituales. Ella dependerá de ti. Se lo he dejado muy claro. Tu trabajo está a salvo.


—No me preocupa mi trabajo —le espetó Pedro, sino su bonita cabeza. Esa mujer tiene más agallas que sentido común. Medianoche podría haberla aplastado como a una lombriz. Ya sabes cómo es.


—Le expliqué su historia a Paula antes de que fuera a verlo. Ha trabajado con caballos maltratados antes. Sabe lo que está haciendo.


—Pues a mí no me lo parece —insistió Pedro.


—Salió del corral de una sola pieza, ¿verdad?. Y Medianoche no ha sufrido ningún daño, ¿no es cierto?


—Por esta vez. La próxima puede que no tenga tanta suerte. A un caballo no le importa nada que sea hermosa o que lo trate bien. Si está decidido a hacerlo, la coceará todo lo que quiera o se romperá una pata si se vuelve loco en su propio pesebre.


—Estoy seguro de que, en esas palabras, he escuchado un cumplido. Paula te gusta, ¿verdad?. ¿Qué es lo que te molesta, que se le den bien los caballos o que esté estupenda con un par de vaqueros?


Pedro quiso protestar para decirle que no era ninguna de las dos cosas, pero, evidentemente, Esteban ya había sacado sus propias conclusiones. Cualquier cosa que dijera solo añadiría leña al fuego.


Además, había algo de verdad en lo que Esteban había dicho. Cuando se calmara, seguramente admitiría que admiraba la resolución de Paula ante el caballo y ante él. Además, su figura hacía cosas sorprendentes con un par de vaqueros. No se podía negar la evidencia, así que, ¿por qué esforzarse?


—¿Me estás diciendo que le deje hacer lo que quiera en lo que se refiere a los caballos? —le preguntó a Esteban, con una nota de resignación en la voz.


—Mientras no le cueste la vida, sí.


Pedro se encogió de hombros, consciente de que no le serviría de nada proseguir la conversación. Hasta que algo desastroso ocurriera, cumpliría lo que su jefe le había pedido, mientras Esteban fuera consciente de que cualquier accidente que ocurriera sería responsabilidad suya.


—Es tu rancho y tu seguro.


—Y tu reputación —replicó Pedro.


—¿Cómo es eso?


—Todo el mundo sabe que tú estás a cargo de los caballos de este rancho. Será tu reputación la que sufra si algo le ocurre a Paula mientras tú estés trabajando.


Diablos.


Esteban, su jefe, acababa de tenderle una bonita trampa.



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