miércoles, 24 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 7





Paula


Estoy nerviosa y no sé por qué. Soy una subdirectora. Tengo años de experiencia. Entonces, ¿por qué me siento como si fuera a empezar el curso en un cole nuevo? Supongo que es normal. En el fondo, así es: oficina nueva, compañeros nuevos y clientes nuevos.


Yo puedo con todo. Seguro que no será tan malo como imagino.


Media hora después ya no soy tan optimista. Mi coche casi muere del esfuerzo que ha tenido que hacer para subir la cuesta y llegar al pueblecito en el que está la oficina y, cuando por fin he conseguido aparcarlo en una zona que me parecía poco empinada, me ha tocado subir lo que quedaba de cuesta con mis tacones. Entre adoquines. Aquí me hubiera venido bien un poquito de asfalto para no torcerme el pie a cada paso que doy. He tenido suerte de no hacerme un esguince.


Espero frente a la puerta del que será, al menos de momento, mi nuevo lugar de trabajo. Miro el reloj, son las ocho menos cinco y no ha aparecido nadie. ¡Qué impuntualidad! Luego se nos va a echar el tiempo encima para prepararlo todo cuando vengan los clientes. Y encima el frío que hace en la calle… ¡si lo llego a saber me quedo en el coche! Menos mal que no nieva.


A las ocho y cinco no puedo creer que todavía no haya venido nadie por aquí. Pero bueno, ¿es que todos mis compañeros son impuntuales? Me revuelvo nerviosa y trato de cotillear la oficina a través del cristal, pero el interior está muy oscuro y por mucho que miro no veo nada. Eso sí, me parece algo pequeña. No sé de cuantos empleados es esta oficina pero desde luego no da la sensación ni de que quepamos tres. Estoy con la cara pegada al cristal, en un último intento de ver algo, cuando alguien me da unos toquecitos en el hombro.


Me giro para encontrarme a un señor de pelo blanco y aspecto bonachón que me sonríe.


—Buenos días —exclama mientras trata de ocultar un bostezo—. Disculpa el retraso.


Se acerca a abrir la puerta y lo sigo al interior del banco mientras él desactiva la alarma. Me quedo con la boca abierta cuando enciende la luz y por fin veo lo que la oscuridad había estado ocultando. ¡Dios! Es la oficina de banco más diminuta que he visto en mi vida. Nada más entrar hay un cajero automático junto a la entrada y luego está la zona de caja. No hay más. Veo dos puertas a la derecha y deduzco que una debe ser la del despacho del director y la otra la del archivo, baño, etc.


Vale. Y, ¿dónde está mi mesa?


Lo miro confundida sin atreverme a preguntar. El buen hombre debe adivinar lo que pasa por mi mente porque pone cara de circunstancias y carraspea suavemente. Se planta a mi lado y se lo piensa un poco antes de abrir la boca para decir:
—Esto es todo lo que hay.


—¿Perdona?


—Sí, que la oficina es lo que ves. La mesa de caja y, como supongo que habrás deducido, detrás de esa puerta está mi despacho y detrás de esa otra el archivo.


—Pero eso no puede ser. Yo soy subdirectora, ¿dónde voy a sentarme?


—Me temo que en caja.


—¿Qué?


Esto tiene que ser una broma.


Asiente con la cabeza y balancea su peso de un pie al otro, tratando de dar con la mejor manera de decirme lo que sé que va a decirme.


—Esta es una oficina de dos. Tú y yo. Director y… bueno, en tu caso subdirectora. Aunque me temo que, en la práctica, vas a ser la cajera.


Me llevo la mano a la frente. De repente me están entrando sudores y fríos y creo que voy a desmayarme.


—Mujer —murmura el director con amabilidad—, no es tan malo. Aquí las jornadas son muy tranquilas, ya verás como estarás bien.


Prefiero no responder a esa afirmación.


—Anda —continúa mientras se mete en su despacho—, ve preparándolo todo para abrir la caja y luego saldremos a almorzar y te pondré al día.


Asiento y, resignada, me dirijo a mi nuevo puesto.


Enciendo el ordenador y pongo mis claves para acceder a mi sesión. Mientras se abre, preparo el cajero automático. 


Luego voy a la caja fuerte y saco el dinero para colocarlo en el dispensador. Cuando compruebo que todo está en orden y, como ya no me queda nada por hacer, abro el correo.


Y ahí está, en mi bandeja de entrada: un correo de Santi. No puedo evitar emocionarme. Va a ser mi única alegría del día. 


Pondría la mano en el fuego.


Estoy a punto de leerlo cuando se abre la puerta de la oficina de golpe y se me borra la sonrisa de la cara.


Mi querido casero.


Está visto que las alegrías tendrán que esperar. Como es un cliente debo ser correcta y educada así que me muerdo la lengua. Todavía estoy mosqueada por la escenita que me montó ayer, pero será mejor hablarlo fuera de aquí.


Aquí soy Paula, la subdirectora. O Paula, la cajera (al menos en la práctica) pero no Paula, la inquilina.


—Buenos días, caballero. ¿Qué desea? —pregunto con tono amable.


—¡Anda, pues! —exclama irónico—. ¿Ahora me hablas de usted? Anoche no te andabas con tanto miramiento —bufa.


Respiro hondo y aprieto los labios para no soltarle la sarta de insultos que amenaza con salir de mi boca.


—Vengo a ingresar un cheque —murmura sin siquiera mirarme a los ojos.


Bueno, me centro en hacer lo que me pide y procuro ignorarlo como él hace, pero se me van los ojos y no puedo evitar darle un buen repaso. Me odio a mí misma por hacerlo. ¿Cómo puede resultarme atractivo así vestido? 


Lleva unas botas verdes de goma por encima de un pantalón vaquero desgastado y una sudadera que debe tener más años que él. Sin embargo su sonrisa cuando se gira hacia mi director para saludarlo eclipsa el conjunto y hace difícil que pueda apartar la mirada de su cara. Por el trato que le da deben ser viejos conocidos.


—¿Qué tal, Juancho? ¿Cómo va la mañana?


—Estoy agotado… anoche se me hizo tarde en la posada. ¿Y tú, qué haces tan temprano por aquí?


—¿Yo? Llevo horas despierto. Le he vendido otro ternerito al carnicero de Lekunberri y venía a ingresar el dinero.


Se vuelve hacia mí:
—¿Ya está?


Asiento con la cabeza.


—Gracias. Ya que estamos —añade—, dame treinta euros en efectivo. Odio los cajeros automáticos.


Se los doy y lo observo con disimulo, esperando que se marche. Quiero ver qué me cuenta Santi.


Ya está casi en la puerta cuando se para, gira sobre sí mismo y vuelve a dirigirse a mí:
—Por cierto, si sales tarde del banco y no te apetece cocinar te recomiendo que vayas en la posada. Elena es una excelente cocinera y los precios son económicos.


—Te agradezco la recomendación.


Lo sigo con la mirada mientras sale de la oficina y abro el email de Santi. Lo leo por encima porque veo que otro cliente entra al banco y me quedo con la última frase: «¿Te apetece que vaya a visitarte?».


No lo pienso dos veces y respondo sin dudarlo.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario