jueves, 4 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 11





Pedro encontró sin contratiempos la casa alquilada de la señora Crossland. Estaba algo apartada de la carretera, al final de un sinuoso camino flanqueado de árboles majestuosos. Una galería de aspecto confortable rodeaba la casa por su parte delantera y por ambos lados. La luz de la galería brillaba con fuerza, iluminando unas cuantas sillas y un sofá informal cubierto de cojines y almohadones de colores.


No estaba mal, pensó Pedro mientras subía los escalones que llevaban a la puerta principal. Pulsó el timbre y aguardó. 


Vio la sombra de la mujer a través del cristal esmerilado de la sólida puerta de roble, pero a pesar de la descripción de Marcelo, la figura que abrió la puerta lo dejó impresionado.


La señora Crossland debía de tener veintitantos años y parecía salida de las páginas centrales de una revista para hombres. A Marcelo se le había olvidado mencionar que era asombrosamente bella. Pedro imaginó que, descalza, debía de medir un metro setenta y cinco. Con los tacones de aguja que llevaba esa noche, era casi tan alta como él. Se había recogido el pelo rubio platino en una especie de moño alto, dejando sueltos algunos rizos que le caían alrededor de las orejas y el cuello. Pedro no sabía cómo lo había hecho, pero iba maquillada tan magistralmente que su tez parecía tersa como la de una niña. Sin embargo, sus grandes ojos azules oscuros no eran los de una niña. Aquellos ojos parecían pregonar la sensualidad de su dueña.


Su vestido estaba confeccionado con una tela brillante que Pedro no reconoció, pero que sin duda era muy cara. El color champán del tejido acentuaba el profundo bronceado de su piel. El vestido era, sin embargo, sorprendentemente pudoroso teniendo en cuenta lo que Marcelo le había contado sobre la provocativa indumentaria que aquella mujer se ponía para ir a la obra. Tenía un escote alto y mangas largas, aunque el tejido elástico lograba llamar la atención sobre sus grandes pechos, su breve cintura y sus voluptuosas caderas. La falda recta acababa en las rodillas, dejando entrever unas piernas largas y esbeltas.


Ella le tendió la mano.


—Usted debe ser Pedro Alfonso —dijo en voz baja e íntima—. Mi marido no me había dicho que era usted tan joven, para ser el dueño de una empresa tan grande — el regocijo resonaba en su voz ronca—. No sabe cuánto le agradezco que haya encontrado un hueco en su apretada agenda para reunirse conmigo —señaló hacia el interior de la casa—. ¿Quiere pasar a tomar una copa antes de la cena?


Pedro le resultaba difícil apartar los ojos de ella. Aquella mujer era una tentación para cualquier hombre con una pizca de sangre en las venas. Marcelo debía de estar partiéndose de risa a su costa.


Pedro sonrió amablemente.


—He hecho una reserva. Creo que los restaurantes de por aquí cierran antes que en Dallas. Quizá deberíamos irnos ya.


Ella sacó el labio inferior en un mohín provocador, como si la hubieran privado de algo más que de una copa antes de la cena.


— Bueno, si insiste —dijo, dándose la vuelta para recoger un bolso de noche de satén. Miró seductoramente hacia atrás y añadió—: Tomaremos esa copa después de la cena, cuando volvamos.


Pedro no estaba prestando atención a sus palabras, porque tenía los ojos fijos en sus hombros desnudos, en su larga espalda desnuda y en la leve curva de su trasero que dejaba entrever el vestido antes de ocultar pudorosamente el resto de su cuerpo. Pedro respiró hondo.


—Eh, sí, claro —dijo distraídamente. Sin embargo, no tenía intención de entrar en aquella casa ni en ese momento ni nunca. La mirada de aquella mujer transmitía un mensaje clarísimo, al igual su ropa. Si algún hombre cruzaba aquel umbral, se encontraría de pronto rodeado por la señora Crossland como si esta fuera una sinuosa serpiente dispuesta a zamparse a su presa. Y Pedro tenía la clara impresión de que ya estaba en su punto de mira.


La acompañó al Jeep y le abrió la puerta del pasajero. Ella apoyó delicadamente la mano sobre la de él, como si necesitara ayuda. A aquella distancia, Pedro notó el aroma provocativo de su perfume. «Cielo santo», pensó, «esta mujer es un peligro para la tranquilidad de cualquier hombre». Resultaba fácil entender que Thomas Crossland pudiera considerarla un trofeo.


De pronto, Pedro sintió compasión por su cliente. Si la señora Crossland actuaba así con él, ¿cómo se comportaría con otros hombres? La energía sexual que irradiaba lo hacía sentirse ligeramente mareado.


Se recordó que la señora Crossland ya le había causado bastantes inconvenientes y que por su culpa seguramente se retrasaría el final de la obra. Cuando se sentó tras el volante, la cabeza se le había despejado un poco. Se concentró en el motivo de aquella reunión y en su necesidad de apaciguar a aquella mujer sin aceptar los costes extra que sus sugerencias suponían y que su marido tal vez se negara a pagar.


Arrancó y dio la vuelta por el camino. Ella apoyó ligeramente la mano, cuyas uñas llevaba pintadas de gris, sobre la manga de su americana.


—Me alegro mucho de conocerlo al fin. Thomas siempre está cantando sus alabanzas. Tengo entendido que ha construido varios de sus proyectos, ¿no es así?


— Sí —Pedro condujo el coche hacia la carretera de doble sentido y se dirigió al club privado reservado a los inquilinos de los chalets de la urbanización.


—Me dijo que le costó mucho convencerlo de que construyera nuestra residencia de verano aquí, en Carolina.


— Siempre trabajo en Texas.


La cálida risa de ella le acarició los sentidos.


—Entonces somos muy afortunados por haberlo persuadido para que hiciera una excepción en nuestro caso.


Él mantuvo la boca cerrada, a pesar de que se le ocurrieron varias respuestas. Se recordó que Thomas Crossland era un buen cliente. No había razón para enemistarse con él ofendiendo a su mujer.


Cuando aparcaron frente al restaurante, ella dijo:
—Uy, qué maravilla. Tenía muchas ganas de venir a este sitio, pero la verdad es que no he tenido tiempo. Parece que me ha leído el pensamiento.


Si su lenguaje corporal, su tono de voz y su atuendo no proclamaran su disponibilidad de manera tan rotunda, Pedro podría haber pensado que, en efecto, podía leerle el pensamiento. Por las miradas que ella le lanzaba a cada rato, adivinaba que lo que rondaba su cabeza para después de la cena probablemente iba contra las leyes de más de un Estado.


Era ya demasiado tarde, pero Pedro deseó haber esperado hasta el día siguiente para encontrarse con la señora Crossland. La presencia de Paula habría enfatizado el carácter profesional de aquel encuentro.


Entraron en un salón apacible y poco iluminado. El local parecía estar lleno. En cuanto Pedro le dio su nombre al maítre, fueron conducidos a una mesa para dos desde la que sin duda se contemplaba una vista encantadora. Por desgracia, a aquella hora estaba demasiado oscuro para apreciar el paisaje. Pedro sonrió e inclinó la cabeza mirando al hombre en señal de agradecimiento.


Una vez sentados, mientras estudiaba la carta, de pronto, se sintió agotado. Envidiaba a Paula, que dormía apaciblemente en el chalet. Debería haber seguido su ejemplo. Miró a su invitada y preguntó:
¿Ha decidido ya qué va a tomar, señora Crossland?


Ella le sonrió: una sonrisa lenta e íntima que parecía más apropiada para un encuentro en una alcoba.


— Por favor, nadie me llama señora Crossland. Ese título pertenece a la madre de Tommy. Me llamo Katherine, pero le ruego que me llame Kat. Espero que, dado que Tommy lo llama Pedro, me permitirá el mismo privilegio.


Su voz se había convertido en un suave ronroneo. El cuerpo de Pedro respondió a aquella voz, pero su mente y sus emociones siguieron observando la escena con frialdad. 


¿Era así como se abría paso aquella mujer? ¿A través de la seducción?


Una vez más, agradeció a sus padres la temprana y dolorosa lección que le habían enseñado acerca de las mujeres.


—Me sentiría más a gusto llamándola Katherine —contestó amablemente.


Ella arrugó la nariz y se encogió de hombros ligeramente.


—Bueno, yo naturalmente deseo que se sienta a gusto... —le dio a la palabra un énfasis particularmente seductor— en todos los sentidos.


Pedro se preguntó si lo estaba provocando para ver cómo reaccionaba. Si así era, el bueno de Tommy se enteraría de cualquier conducta poco profesional por su parte antes de que acabara la noche. Katherine disfrutaba provocando a los hombres que se cruzaban en su camino. Estaba claro que le divertían las miradas de reojo que le lanzaban los hombres de las otras mesas.


Pedro pronto consiguió que su indisciplinado cuerpo lo obedeciera. Era cierto que, como le había dicho a Marcelo, conocía a muchas mujeres semejantes a Katherine Crossland. Sabía que debía actuar con suma prudencia si no quería perder a Thomas como cliente. Era evidente que a Katherine no le importaba que, de resultas de su conducta, se produjera una ruptura entre ellos. Una vez encaró aquel hecho, las miradas y el comportamiento de la señora Crossland dejaron de afectarlo.


Ella se pasó varios minutos releyendo la lista de los entrantes, pero al fin Pedro logró que eligiera uno. Un adusto camarero se acercó para tomarles nota. Cuando se marchó, Pedro dijo:
— ¿Por qué no me cuenta qué es lo que le preocupa respecto a la obra?


Varios comensales cercanos giraron la cabeza al oír la risa estridente de aquella Mujer.


—El principal problema es que Tommy y yo no nos ponemos de acuerdo sobre cómo debe ser una residencia de verano. Él quería algo rústico e informal, distinto a nuestra casa de Dallas. Por supuesto, yo le dije que, vivamos donde vivamos, hemos de mantener unos ciertos niveles de confort. Pensaba que estábamos de acuerdo en eso, pero una vez aquí, y tras ver la obra, me he dado cuenta de que quiero modificar algunas de las ideas, un tanto rancias, de mi marido. Y la verdad es que no entiendo por qué sus hombres se empeñan en no seguir mis indicaciones.


Pedro buscó en su cabeza algo diplomático para decirle. Su dolor de cabeza había ido en aumento a medida que transcurría aquel encuentro de pesadilla.


— Señora Crossland... —ella levantó la mano y él se corrigió—. Katherine, según me ha dicho el jefe de obra, los cambios que sugiere supondrían un aumento de varios miles de dólares sobre el presupuesto que aprobó su marido. No podemos hacer esos cambios sin que Tom lo autorice por escrito.


— ¿Ni siquiera si yo les doy permiso?


—Ni siquiera así. Sin embargo, si le dice a Tom que se ponga en contacto conmigo, podemos discutir sus sugerencias y seguir adelante con la obra.


Ella sacudió la cabeza con fastidio.


—Todo esto es absurdo. Tenemos dinero de sobra para pagar cualquier cambio que quiera hacer en el proyecto original.


Él asintió.


— Por supuesto que sí. Pero, si le hubiera sugerido esos cambios al arquitecto cuando hizo los planos, ahora no habría ningún problema para ponerlos en práctica.


Ella se quedó mirándolo unos segundos, antes de hablar:
—No va hacerme este favor, ¿verdad? Se va a ceñir a sus normas y no a va hacer caso de lo que le diga.


— ¿Y si nos vemos mañana en la obra y pensamos qué podemos hacer sin pasarnos mucho del presupuesto? ¿Qué le parece?


El camarero les llevó los platos, y Pedro se quedó mirando fijamente el suyo, deseando haberse conformado con un sandwich. El dolor de cabeza hacía que aquella deliciosa comida le pareciera desagradable. Mientras cenaban charlaron de otras cuestiones.


Katherine aguardó hasta que les sirvieron el café para contestar a su pregunta anterior.


— Gracias por haberme escuchado, al menos. A veces, me siento como si fuera invisible. Tom hace lo que se le antoja sin tener en cuenta mi opinión —le sonrió —. ¿Está casado, Pedro? —preguntó.


Aquella era una pregunta cargada. Pedro intentó encontrar una respuesta conveniente, y empezaba a desesperarse cuando de pronto pensó en Paula, quien al fin y al cabo había viajado hasta Carolina del Norte por motivos de trabajo. Decididamente, la necesitaba como amortiguador en aquel trabajo en particular.


—No exactamente —contestó, confiando en que ella adivinara toda clase de segundas intenciones tras sus palabras. Tal vez así dejaría correr el tema. Pero no tuvo tanta suerte.


— ¿Qué quiere decir? —preguntó ella, con voz ligeramente crispada.


« ¿Y ahora qué?» No quería mentirle. Él nunca mentía. 


Había acabado tan harto de engaños y mentiras durante su niñez, que para él la verdad era cosa sagrada.


Pero ¿cuál era la verdad acerca de su relación con Paula?


—Hay alguien muy especial para mí. No podría pasar sin ella —lo cual era cierto, pensó.


—Ya veo —respondió Katherine, pensativa—. Me encantaría conocerla alguna vez.


—Eso es fácil. Mañana la llevaré a la obra y se la presentaré.


— Ah —dijo ella débilmente—. ¿Viaja con usted?


—A veces —contestó él, lo cual también era cierto.


El camarero volvió a aparecer y dejó discretamente la cuenta junto al codo de Pedro. Este puso inmediatamente una tarjeta de crédito dentro de la carpetilla. Estaba ansioso porque acabara aquel encuentro.


Katherine permaneció en silencio durante el trayecto hacia su casa. Cuando llegaron, Pedro la ayudó a salir del coche y la acompañó hasta la puerta. Ella abrió y se giró hacia él.


—No va a pasar a tomar una copa, ¿verdad? —preguntó, resignada.


—No.


—Espero que su amiga no se enfade porque hayamos cenado juntos —dijo, pero su tono traslucía todo lo contrario.


Pedro sonrió.


—Ella sabe que se trataba de una reunión de negocios. La habría traído conmigo, pero prefirió quedarse descansando.


Katherine lo miró en silencio, como si intentara memorizar su cara.


—Es una mujer muy afortunada —dijo finalmente, con suavidad, y luego se dio la vuelta y entró, cerrando la puerta a su espalda.


«Se acabó», pensó Pedro, sintiéndose incómodo. Le había dicho la verdad, pero había dado a entender muchas cosas que no eran ciertas. Tal vez porque había permitido que sus deseos guiaran su imaginación.






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