viernes, 1 de julio de 2016

EL PACTO: CAPITULO 22






Paula no volvió a sacar el tema del matrimonio. Y durante el fin de semana solo se dirigió a él con monosílabos. Ni siquiera lo despidió el lunes por la mañana, cuando él se marchó a trabajar.


Llevaban tres días de un matrimonio que nunca debería haberse producido y que ya era un desastre consumado. A lo largo de la mañana, había estado a punto de llamar a Paula un par de veces, pero había cambiado de idea. De todos modos ¿qué iba a decirle?


Pedro tenía claro que no deseaba divorciarse, pero no estaba preparado para verbalizarlo, ni siquiera a sí mismo. 


Su cerebro no paraba de recordarle que si se divorciaban, ella podría encontrar a otro, y no soportaba la idea de que otro hombre pusiera las manos sobre Paula.


Tampoco estaba preparado para escuchar a Paula hablar de los términos de su matrimonio.


¿Cómo iban a poder mantener una relación normal? Llevaba Alfonso en los genes y, al parecer, eso convertía a los varones en unos descerebrados cuando se topaban con una mujer que los excitaba.


Paula y él no podían permanecer eternamente en el limbo. Iban a tener que hablar de ello tarde o temprano.


En poco menos de treinta minutos, la noticia de que Pedro se había casado y de que su esposa trabajaba en Alfonso, se había extendido por todas partes, como la pólvora.


Lo que nadie tenía por qué saber era que el divorcio planeaba sobre el horizonte.


O quizás no…


Cada vez que le sonaba el teléfono, esperaba que fuera una llamada, o un mensaje, de Paula sugiriendo que comieran juntos.


Pasada la una soltó un juramento. Al menos podía haberse tomado dos minutos para comunicarle que estaba bien. O para contarle lo que había hecho durante la mañana.


Pero no lo hizo. El resto del día intentó no pensar en ella, pero fracasó.


Seguramente seguía dolida, y ser responsable de ello le dolía más que no hablar con ella.


A las cinco y cinco de la tarde, ya no pudo soportar el silencio. Aquello era ridículo. Paula y él iban a seguir casados, al menos, unas cuantas semanas más. No podían seguir así.


Pedro se fue directamente a su casa. Furioso, irrumpió en el loft y la encontró en la entrada.


—Hola —saludó con voz ronca.


Estaba preciosa, y le encantaba la idea de poder regresar a ella. Paula vivía con él porque así lo había elegido. Por qué era tan importante, no lo sabía.


—Hola —contestó ella con frialdad—. Iba a salir. Espero que no te importe.


—Pues resulta que sí me importa —ya bastaba. Pedro la abrazó y vertió toda su frustración en un ardiente beso. No había sido planeado, pero no podía vivir ni un segundo más sin tenerla en sus brazos. Era su esposa, y debía saberlo.


Ella se relajó y le deslizó las manos por los hombros mientras él la empujaba contra la puerta.


¡Cómo la había echado de menos! Solo se habían separado unas cuantas horas, suficiente para aturdirlo. Su sabor lo electrizaba, despertándolo. Quería más. Quería tomarla allí mismo para que no hubiera la menor duda de que le pertenecía.


Paula gimió y sus lenguas se acariciaron mientras él le levantaba la blusa de seda y deslizaba la mano por debajo, hasta el hermoso trasero.


En un abrir y cerrar de ojos, ella se desembarazó de las braguitas. Pedro cerró los ojos y hundió un dedo en el húmedo centro.


La deliciosa sensación se le subió directamente a la cabeza y, antes de darse cuenta, ella le había bajado la cremallera del pantalón, liberándolo con mano temblorosa.


—Ahora, hazme llegar —le ordenó.


Pedro se hundió en su interior con un gruñido y le hizo el amor a su esposa contra la puerta de su hogar. Sin preservativos, sin fingir.


Algo doloroso se le inflamó en el pecho.


Era ella la que lo poseía, no al revés. Desde siempre. Ya era demasiado tarde para fingir que no sentía nada por Paula.


Ella se estremeció cuando el clímax le llegó con tres fuertes embestidas, y él la siguió.


—No voy a pedirte disculpas —juntos se derrumbaron, físicamente incapaces de separarse—. Tenía que tenerte, y no podía esperar.


—Era muy consciente —saciada y radiante, Paula sonrió—. Eres un experto en seducirme.


—Quién ¿yo? Tú eres la que me provoca constantemente —él sonrió encantado.


—Pues siempre eres tú el que empieza.


No era cierto. Ella era la diosa del sexo y lo empujaba a…


Aunque, pensándolo mejor, en el coche, en la mesa, el sábado por la mañana en la cama. Hacía un instante contra la puerta…


—No es que me queje —aclaró ella—, pero, dado que eres incapaz de mantener las manos apartadas de mí, voy a empezar a llevar preservativos siempre encima. Lo último que nos faltaría sería un embarazo accidental para completar nuestro divorcio.


Desde luego, sería la guinda del pastel.


—Te invito a cenar. Basta ya de hablar de divorcio —murmuró Pedro—. Ahora no.


No mientras seguía intentando averiguar cómo había dinamitado Paula sus planes para mantenerse desligado de su esposa.






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