viernes, 1 de julio de 2016

EL PACTO: CAPITULO 21





Pedro despertó muy consciente de dos cosas: la cortina levantada dejaba entrar mucha luz y Paula estaba en su cama, acurrucada contra él.


Le gustaba que fuera así. El bonito trasero presionaba su erección, que saludó elevándose alegremente.


Eso era malo. Paula había acudido a su cama en medio de la noche en busca de consuelo, no un amante. Habían acordado dormir en habitaciones separadas.


Paula hizo un ruido gutural y arqueó la espalda, al parecer para estirarse. El trasero se frotó contra su entrepierna y el ruido se transformó en un sensual gemido. Después murmuró su nombre y se acurrucó un poco más contra él.


Pedro gruñó. ¿A quién quería engañar? No podía resistirse a ella. Estaba en su cama, acurrucada contra él, y la atrajo hacia sí. Paula se retorció lentamente contra la erección.


El deseo lo urgió a saciar su sed.


—Paula —gruñó. Si no se marchaba en cuatro segundos, tendría que atenerse a las consecuencias.


—¿Sí, cielo?


—Ahora sí que va de sexo.


—Ya te digo.


Y ya no hizo falta decir nada más.


En pocos segundos, el calzoncillo estaba en el suelo y Pedro procedía a desnudar a Paula antes de volver a atraerla hacia sí. Mientras le mordisqueaba el cuello, ella le tomó las manos y las llevó hasta sus pechos. Calientes y firmes, llenaron sus manos y los dedos juguetearon con los pezones.


—Te necesito ahora —murmuró ella con voz ronca. En su cama, en sus brazos, tenía a una diosa. Quería estar dentro de ella, llenándola, dándole placer.


Con un nuevo gruñido, Pedro se giró hacia la mesilla de noche y buscó los preservativos. Sus dedos encontraron uno y, milagrosamente, consiguió colocárselo.


Al instante se hundió en el paraíso. Paula dio un respingo y basculó la cadera para tomarlo más profundamente. El placer del momento casi le hizo llegar.


—Espera —jadeó él.


—No —Paula se apretó contra él con más fuerza—. No puedo esperar. Tócame.


Sin saber cómo aguantar, Pedro le acarició el núcleo en un rápido movimiento circular hasta que la sintió tensarse y la oyó gritar. Las oleadas del fuerte clímax desataron el suyo propio.


Saciado, la abrazó con fuerza, deleitándose con la sensación que inundaba su cuerpo.


—Puedes sufrir una pesadilla cuando quieras —murmuró él.


Paula no respondió, y Pedro temió haber dicho algo inconveniente.


—¿Estás bien?


—¿Qué estamos haciendo? —ella se volvió.


—Me estaba aprovechando del hecho de que es sábado —el lugar de Paula estaba en su cama.


—Pues yo no me metí en tu cama con la intención de seducirte —ella frunció el ceño.


—¿En serio? —Pedro reprimió una sonrisa—. Ya me siento comprometido.


—Deja de tomártelo a broma y escucha. Esto es serio. Estamos casados, vivimos en la misma casa. Anoche dormimos juntos y me consolaste tras una pesadilla. Después nos despertamos y nos regalamos una buena mañana de sexo. ¿Qué parte de este matrimonio es mentira?


—Supongo… —la sonrisa se borró del rostro de Pedro—. Dicho así, ninguna, supongo.


—Eso es. Y no creo que pueda hacerlo de otro modo.


—¿Estás diciendo que quieres que seamos una pareja? —insinuó él con sorprendente calma, pues ya rodaba cuesta abajo y sin frenos.


—¿Eso quieres tú? —Paula lo miraba fijamente.


Pedro esperó la llegada de una sensación de pánico o temor, pero nada sucedió. ¿Por qué no podían vivir un matrimonio al cien por cien, al menos hasta que firmaran los papeles? 


Los beneficios no eran pocos, y cuanto más amorosos aparecieran ante su madre, mejor.


Podría acostarse con Paula todas las noches.


—No es lo que pensé que sucedería —contestó lentamente, eligiendo sus palabras—, pero no estoy en contra, si a ti te parece bien.


Mientras ambos tuvieran claro que ese matrimonio servía a un propósito, todo iría bien. Bajo ninguna circunstancia iba a permitir que interviniera ninguna emoción. De ahí surgían todos los problemas. En cuanto le diera un poco de mano
ancha, o si empezaba a sentir algo por ella, le fastidiaría. Pedro no iba a permitir que una distracción emocional arruinara su empresa.


—Me parece bien —ella sonrió tímidamente—. Pero me asusta.


—¿La idea del matrimonio de verdad? —Pedro se encogió de hombros—. No se diferencia mucho de lo que hemos estado haciendo.


Esa era la clave. Todo debía, y podía, seguir igual. Paula se sentó en la cama y sujetó la sábana contra el pecho, aunque un pezón consiguió asomarse por arriba.


De estar posando para un fotógrafo, no habría conseguido una postura más sensual. Pero Pedro evitó comentarle que, en medio de una discusión tan seria, se había excitado de nuevo.


Pedro, nunca hemos salido juntos. Esto es demasiado real y va demasiado deprisa. ¿No te aterroriza?


—Lo único que me asusta es hacer algo que dé al traste con mis planes de fusión. Mientras no interfieras en eso, no hay problema. Viviremos juntos unas semanas, convenceremos a mi madre para que se jubile y firmaremos los papeles del divorcio.


—¿Y para qué íbamos a querer divorciarnos? —Paula lo miró perpleja.


—Espera un momento —todo el aire se le escapó de los pulmones a Pedro—. ¿Cuándo empezamos a hablar de no divorciarnos?


No podía seguir casado con Paula a largo plazo, haciéndole perder la cabeza por sistema.


—Ese es el quid de esta conversación —ella sacudió la cabeza—. Ninguno de los dos necesita ya el divorcio. Ahora se trata de qué queremos. No ibas a divorciarte de Meiling después de unas cuantas semanas ¿verdad? ¿Por qué es nuestra relación diferente?


—Porque lo es —murmuró él, realmente asustado—. Su cultura no permite el divorcio y los acuerdos de negocio serían, de todos modos, a largo plazo.


En el fondo sabía que no habría podido casarse con Meiling, y se alegraba de no haberlo hecho. Habría tenido el matrimonio imaginado, pero sin ser consciente de lo infeliz que era.


¿Qué le haría feliz? ¿Paula? ¿Cómo saberlo antes de cometer un error que no sería fácil de subsanar? O, peor aún, antes de permitirle la entrada a su corazón y acabar siendo más importante para él que Empresas Alfonso.


Debería decirle a Paula lo que quería oír para conservarla a su lado. Necesitaba permanecer casado. Lo que acababa de sugerirle encajaba a la perfección con sus planes.


—Meiling y tú sois diferentes. Y punto —¿por qué no accedía y luego ya se ocuparía de las repercusiones?


—De modo que te parece bien conseguir tu puesto de director ejecutivo con falsos pretextos para luego explicarle a tu madre, a los pocos días, que te divorcias. Ella te va a dar ese puesto, de buena fe —ella lo censuró con la mirada—. ¿Es esa la clase de hombre que quieres que crea que eres?


«No», quiso gritar Pedro. Pero era incapaz de hablar, de pensar. La pregunta era demasiado enorme para contestarla, y para no contestarla.


—De modo que mientras te resulte útil, se me permite quedarme y dormir en tu cama —el rostro de Paula reflejaba la desilusión que sentía—. Todo esto va de cómo afecta el matrimonio a tus planes de fusión. Si dejo de serte útil, me cortas el cuello.


Pedro sintió una punzada en el pecho. Paula deseaba que el matrimonio fuera real en todos los sentidos, emocional y físicamente. Y él empezaba a sentir cosas que no podrían conducir a nada bueno.


—¿Qué más esperabas de nuestro matrimonio? —el dolor en el pecho se intensificó. Debía centrarse únicamente en el aspecto comercial.


—Nada más —Paula desvió la mirada—. Así es estupendo. Me alegra haber hablado. Cuando decidas qué hacer con nosotros, házmelo saber. Voy a ducharme.


Sin decir una palabra, Pedro la vio abandonar la cama. 


Sabía que la había disgustado, pero era incapaz de solucionarlo. Y eso dolía. ¿Iba Paula a abandonarlo? La idea lo asustaba más que la de permanecer casados para siempre.


Sí. Desde luego aquello era un matrimonio de verdad, para bien o para mal.


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