lunes, 16 de mayo de 2016

SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 6





ERAN las seis pasadas cuando llegaron al pueblo de West Woodcroft. Aunque era un lugar apartado, tenía un poco de turismo en verano porque era uno de los pueblos más bonitos de la zona.


En verano, todas las casas rebosaban de flores y el riachuelo que cruzaba la población junto a la iglesia del siglo XII canturreaba jovial colina abajo.


Mattingley estaba a las afueras, en una ladera y ya no era ni por asomo lo que había sido. Además de haber ido perdiendo tierras, el edificio estaba en muy mal estado.


Pedro había creído que la madre de Paula se iba a poner como una furia cuando lo viera aparecer para acompañarlas, pero no había sido así. De hecho, había estado asombrosamente amable el tiempo que no había ido durmiendo, que había sido la mayor parte del recorrido.


Emilia, que iba sentada junto a su abuela, no había podido hablar mucho por miedo a despertarla y, así, Pedro tuvo tiempo de organizar sus pensamientos.


Pero no llegó a ninguna conclusión de por qué había decidido acompañarlas. Marcia, con quien había conseguido una débil tregua, no podía entender por qué estropeaba su relación yéndose con su mujer.


Pedro le había explicado que su suegra se estaba muriendo, pero eso no había aplacado su ira. Solo al decirle que, así, tendría tiempo de hablar con Paula del divorcio se había mostrado más comprensiva.


Paula, sentada a su lado, se había mantenido en silencio la mayor parte del tiempo. Pedro había creído que aprovecharía la oportunidad para preguntarle por el futuro, pero no lo había hecho.


Una de dos: o escondía la cabeza o, realmente, le importaba poco. Aquello lo irritaba aunque debía admitir que, cuando miraba a su mujer, irritación no era precisamente lo que solía sentir.


Llevaba el pelo recogido en un moño apretado, lo cual hacía que resaltaran más sus preciosas facciones. Se había puesto un jersey color burdeos y unos pantalones color crema que , envolvían su elegante cuerpo de forma deliciosa.


Estaba pálida, pero parecía decidida y Pedro sintió un absurdo sentimiento de responsabilidad hacia ella.


«No es asunto mío», se dijo intentando convencerse de que había ido solo porque le interesaba.


Pero lo cierto era que su presencia lo perturbaba y que los remordimientos no le dejaban concentrarse en otra cosa.


Mientras comían unos sandwiches en un bar de carretera, había sentido aquella conexión que había entre ellos y que no quería sentir.


Verla tan apagada le había hecho desear zarandearla e incluso besarla para insuflar un poco de energía a su cuerpo.


Una tontería, evidentemente.


Pedro estaba empezando a pensar que acompañarla a Mattingley podía no haber sido lo más inteligente por su parte. Aquella casa le iba a traer recuerdos, así que decidió que lo mejor era hacer lo que tuviera que hacer e irse cuanto antes.


Llegaron a la valla de piedra de la casa y entraron por las verjas oxidadas.


-¿Ya hemos llegado? -dijo Emilia emocionada asomando la cabeza entre los asientos-. ¡Qué horror de sitio! -exclamó decepcionada.


-No es un horror -la reprendió su madre mirando a Pedro como buscando su apoyo-. Lo único que le pasa es que necesita algunos arreglos.


-Ya... -se quejó Emilia-. Me habías dicho que era un sitio muy bonito.


-Lo era cuando tu madre era pequeña -intervino lady Elena- y puede volver a serlo.


-Con un montón de dinero -masculló Pedro dándose cuenta de que Paula lo había oído.


-No necesitamos tu dinero -murmuró antes de girarse para preguntarle a su madre cómo se encontraba.


El coche avanzó entre los álamos y los robles que, como el resto del lugar, estaban desatendidos.


-¿Es toda la casa así? -preguntó Emilia fijándose en las terrazas cubiertas musgo.


Paula no supo qué contestar, así que lo hizo Pedro.


-Esperemos que no -dijo intentando sonreír-, pero te aseguro que el sitio es precioso y tú, Emi, eres la única heredera.


-Si mamá y tú no tenéis otro hijo -contestó la niña dejando a Pedro con la boca abierta.


De pronto, se dio cuenta de lo poco que le había costado llamarla Emi, como solía hacer Paula. Le había salido con naturalidad, pero decidió que no debía mostrarse demasiado familiar con ella.


El problema era que le caía bien, le gustaba aquella niña de carácter fuerte. ¿Por qué no le iba gustar? Al fin y al cabo, era hija de Pablo Mallory.


-No creo que eso suceda nunca -intervino su suegra dejándole claro que, aunque le gustaba su dinero, su persona era otra cosa-. Dame el bolso, que estamos llegando a la puerta.


Para alivio de todos, la casa no estaba tan mal como sus alrededores. De hecho, con los últimos rayos de la tarde, estaba preciosa.


Nada más parar el coche, se abrió la inmensa puerta de roble y una mujer más frágil que lady Elena salió a recibirlos. Pedro se preguntó cómo Paula creía que la señora Edwards iba a poder cuidar de ellos.


-Tú encárgate de tu madre. Del equipaje ya me ocupo yo -le dijo a Paula al verla dudar.


-Yo te ayudo -dijo Emilia.


Pedro no tuvo corazón para decirle que no porque sabía que su estancia allí no iba a ser tan divertida como la niña había creído.


-Gracias -dijo Paula ayudando a su madre a salir del coche.


Tras saludar al ama de llaves, las tres mujeres entraron en la casa.


-¿Qué quieres que haga? -preguntó Emilia siguiéndolo al maletero.


-Eso depende de la fuerza que tengas -contestó.


-Mucha -contestó la niña muy digna.


Lo cierto fue que le fue de gran ayuda para apilar el equipaje en el vestíbulo de entrada. Además, solo se paraba para hacer comentarios positivos, intentando buscar el lado bueno de todo aquello. Eso hizo que, a su pesar, Pedro sintiera una gran admiración por ella.


-¿Mamá y tú vivisteis aquí alguna vez? -preguntó Emilia tomando aliento.


-Veníamos de vez en cuando -contestó Pedro sintiendo una repentina nostalgia-, pero vivíamos en Londres.


-¿Y, entonces, por qué nací yo aquí? ¿Fue después de que os separarais? 


Pedro suspiró.


-Supongo que tu madre ya te habrá puesto al corriente de todo eso -contestó tomando una caja que contenía una vajilla de porcelana-. Encárgate de los candelabros.


-¿Para qué ha traído la abuela candelabros? -preguntó Emilia extrañada.


-No los rompas. Podrían ser de ayuda si se va la luz. Además, según dice, son de plata.


-¿No te lo crees?


-Yo me creo todo lo que me dicen -contestó Pedro secamente-. No te tropieces, ya sé que pesan.


-No demasiado... ¿Por qué no nací en Londres? -insistió cuando Pedro creía que ya se había olvidado del tema-. Mamá dice que no tiene importancia, pero yo lo quiero saber.


Pedro dejó la pesada caja en el suelo del vestíbulo.


-Porque, entonces, tu madre vivía con tu abuela -contestó sinceramente-. Gracias a Dios que no queda nada más -añadió notando que le dolía la espalda.


-La abuela dice que no se debe mencionar el nombre de Dios en vano. 


Pedro suspiró con fastidio.


-¿Por eso te cae mal? ¿Porque es estirada y remilgada?


Pedro no puso reprimir una sonrisa.


-Que no te oiga -dijo.


-¿Es por eso? -insistió Emilia.


-No.


-¿Y por qué no le caes tú bien a ella?... A mí sí me caes bien -dijo enrojeciendo.


-Vaya, gracias -contestó Pedro sintiendo un inesperado placer-. Eso deberías preguntárselo a tu abuela.


-Pero tú lo sabes, ¿verdad? ¿Es por mí? 


Pedro cerró los ojos ante la angustia de la niña.


-No, no tiene nada que ver contigo -contestó por fin-. Sólo conmigo.


-¿Y por qué es?


-Maldita sea, Emi, ¿no podríamos hablar de otra cosa? -dijo cerrando el maletero y viendo que la niña bajaba la cabeza entristecida-. Muy bien, es porque no cree que fuera suficiente para tu madre -confesó-. Yo crecí en un orfanato y en varias casas de acogida y, si no hubiera ido a la universidad, jamás habría conocido a tu madre.


-¿Cómo os conocisteis?


-Ya basta, Emilia.


La aparición de Paula lo salvó de aquella conversación. Pedro se dio cuenta de que tenía las mejillas sonrosadas e imaginó que había oído la última parte.


«¿Y qué?», se preguntó Pedro.


¿Por qué no iba a poder saber la verdad Emilia? Lady Elena ya había impuesto su criterio durante demasiado tiempo.


-Eh... ¿habéis terminado? -preguntó Paula.


Pedro asintió.


-Sí, pero me parece que se te ha olvidado la bañera en Londres -bromeó.


Emilia se rio e Paula no pudo evitar una sonrisa.


-Bueno, ahora solo queda deshacer las maletas -dijo cerrando la puerta tras Pedro y su hija.


-¿Y tu madre?


-Tomando una taza de té en la terraza cubierta. Es el lugar más cálido de la casa. La señora Edwards ha encendido la caldera, pero las habitaciones de arriba están heladas.


Pedro frunció el ceño y observó lo que le rodeaba.


El vestíbulo era enorme y había dos escaleras de mármol que subían a la primera planta. En las paredes, por desgracia, se veían las marcas de los cuadros que habían sido vendidos con el paso del tiempo.


Era una casa impresionante, pero nada acogedora y, al mirarla a los ojos, comprendió que Paula estaba pensando lo mismo.


-¿Y dónde va a dormir tu madre?


-En su habitación, por supuesto. Le he traído su manta eléctrica y sus almohadas.


-¿Quieres que suba todo esto?


-No hace falta -contestó Paula-. Ya lo hago yo.


-Te he dicho que te iba a ayudar y eso es lo que pienso hacer -protestó Pedro sin saber por qué las palabras de Paula lo habían molestado-. Emi, ve a hacer compañía a tu abuela mientras tu madre y yo hacemos las camas.


-Pero...


-Hazlo -ordenó Pedro.


Emilia se encogió de hombros y se alejó.


-Impresionante -observó Paula-. ¿Con qué te la has ganado esta vez?


-¿Esta vez?


-Sí, me ha dicho que le habías prometido regalarle los últimos juegos que has inventado.


-Es cierto -contestó Pedro tomando unas cuantas bolsas y siguiéndola escaleras arriba-. Es muy buena.


-¿Y te sorprende? -se burló Paula. 


Pedro se encogió de hombros. No era el momento de recordarle que no era hija suya.


-¿Crees que debería encender la chimenea? -le preguntó Paula al llegar a la impresionante aunque antigua habitación de su madre.


-No -contestó Pedro-. ¿Hace cuánto que no se encienden? 
Podría haber nidos de pájaros o vete tú a saber qué.


-No lo había pensado...


-Si quieres, mañana podemos llamar a un deshollinador para que las mire —propuso Pedro dejando la carga que transportaba-. Seguro que hay uno en el pueblo.


-O en Guisborough -contestó Paula refiriéndose a la ciudad más cercana.


-Seguro. ¿Hacemos la cama?


-¿Me vas a ayudar? -preguntó Paula sorprendida.


-¿Por qué no? No sería la primera vez. 


Paula se sonrojó.


-No pierdas el tiempo -se quejó Pedro-. Da igual lo que tu madre piense de mí. Seguro que agradece poderse ir a dormir pronto.


-Ya estás otra vez siendo bueno -objetó Paula-. ¿Por qué?


-Tal vez porque me das pena -contestó Pedro adrede para que dejara de mirarlo como lo estaba haciendo-. ¿Hacemos la cama o qué?


-Sí -contestó Paula apretando las mandíbulas-. Tú siempre tan sincero, ¿eh? -le espetó sacando las sábanas de la maleta.


-Ojalá pudiera yo decir lo mismo de ti -contestó Pedro sin saber qué le llevaba a ser tan grosero-. Olvídalo, Pau. Vamos a hacer lo que hemos venido a hacer -añadió al verla palidecer.


Mientras hacían la cama, Pedro no pudo evitar recordar otras veces que habían hecho la cama juntos y cómo la habían deshecho a continuación.


Cuando se casaron, no tenían mucho dinero, pero se tenían el uno al otro y cualquier excusa era buena para hacer el amor.


De repente, se dio cuenta de que Paula le estaba hablando y no se estaba enterando de nada. La vio acercarse, apartarlo y meter las sábanas.


Se maldijo a sí mismo por haberse distraído. Y se volvió a distraer, y mucho, cuando la vio agacharse. No pudo evitar fijarse en la curva de sus caderas y sintió una punzada en la ingle.


Dios, la seguía deseando. Al darse cuenta de ello, se enfadó consigo mismo y, cuando Paula lo miró, creyó que estaba irritado por lo de las sábanas.


-Lo podías haber hecho tú, ¿eh? ¿Qué pasa? ¿El trabajo manual es demasiado para el gran experto en informática?


-¡Vaya lengua! -se mofó Pedro-. Ten cuidado, Paula, cada día me recuerdas más a tu madre.


Paula lo miró asombrada ante tanta crueldad. Pedro no había podido evitarlo. No podía estar con ella sin recordar lo que habían tenido y lo que habían perdido y aquello lo ponía enfermo.


-Has cambiado, Pedro -dijo en un hilo de voz-. ¿Te has vuelto así por la señorita Duncan o por todas las demás con las que te has acostado estos años? ¿Cuántas habrán sido? ¿Veinte? ¿Treinta? No, yo creo que muchas más. Desde luego, suficientes para compensar mi supuesto error.


-Nada podría compensar eso -dijo Pedro enfadado tras maldecir-. ¿Por qué quieres saberlo? -añadió yendo hacia ella y atrapándola contra la pared-. Ten cuidado, podría pensar que estás celosa. 


Paula tragó saliva.


-Puede que lo esté -confesó con pena-. Mira qué bien, ya tienes algo de lo que reírte con Marcia la próxima vez que estéis en la cama.


Pedro sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Había creído que Paula lo iba a negar, pero su sinceridad lo había sorprendido.


-Estás loca -dijo con voz ronca.


-¿Sí? Bueno, supongo que lo sabrás por experiencia.


Pedro apretó los puños y se dio cuenta de que Paula respiraba con dificultad. Deseó acariciar su piel, aquella piel tan suave y...


-Esto es de locos -dijo sin moverse.


No podía hacerlo. Además, la erección que se había apoderado de él convertía cualquier tipo de movimiento en una tortura. Lo único que quería era que Paula lo tocara.


-¿Qué quieres que haga, Pedro? -susurró Paula como si le hubiera leído el pensamiento.


¿No se daba cuenta de lo peligroso que aquello era?


¡Sobre todo para él!


Aun así, Pedro le acarició el labio inferior y notó cómo se estremecía. No se alejó, dejó que la tocara, que la acariciara y que la provocara.


El control de Pedro se fue a hacer gárgaras y la besó con pasión.


No sabía qué había esperado, pero desde luego no que Paula le contestara con el mismo sentimiento. Cuando sus lenguas se encontraron fue como si jamás se hubieran separado.


Se besaron con naturalidad hasta que Pedro se dio cuenta de que estaban tan pegados, sus cuerpos tan apretados el uno contra el otro, que era imposible que Paula no estuviera notando su potente erección.


Aun así, si no hubiera sido porque oyó a Emilia llamando a su madre, no habría parado. Sabía que la niña estaba subiendo las escaleras y que iba a aparecer en la habitación de un momento a otro, así que se fue hacia la ventana.


-¡Mamá!


-Estoy aquí -sonrió Paula.


Pedro se enfureció al ver que se había repuesto mucho más rápidamente que él. Claro que, recapacitó, tenía mucha más experiencia que él en aquel tipo de situaciones.


¿Cuántas veces habría estado a punto de pillarla con Pablo? 


Por supuesto, jamás se había creído aquello de que había sido solo una vez.


Pablo solía ir mucho por Mattingley porque sus padres tenían una casa por allí. Seguramente, la seguirían teniendo.


No lo sabía, pues no tenía contacto con él.


Entonces, Paula solía acompañar a su madre allí en su visita anual. Mientras él se dejaba el pellejo trabajando en Londres, Paula estaba cuidando de su madre y de alguien más.


Se giró y fue hacia la puerta. Necesitaba aire fresco para olvidar aquella locura. Decidió dar un paseo para ver si su excitación desaparecía.


-¡Papá!


-No me llames así -le espetó.


-¿Dónde vas? -dijo la niña apenada.


-Fuera -contestó mirando a Paula con rabia-. ¡Solo!




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