miércoles, 24 de febrero de 2016
EL SECRETO: CAPITULO 5
Se me acaba de ocurrir una cosa.
Paula había lavado los platos mientras Pedro se encargaba de la cafetera, de la que consiguió extraer dos tazas de café.
Ella pensó que, si se bebía la suya, estaría despierta toda la noche. Pero a él le había costado tanto prepararlo que no se atrevió a rechazarlo.
En la vida había conocido a alguien tan incompetente en la cocina. O tan falto de interés.
Habían vuelto al sofá. Ella se sentía menos incómoda, ya que tenía permiso para estar en la casa.
–Y supongo que es algo que me quieres contar.
Paula ya lo había reprendido por no ayudar en la cocina y, después, le había soltado un sermón sobre las maravillas del hombre moderno, que compartía las tareas domésticas, cocinaba, limpiaba y daba masajes en los pies a su amada.
Él le había dicho con toda sinceridad que no se le ocurría nada peor que hacer.
–Tendría que habértelo preguntado antes, pero tenía muchas cosas en la cabeza. Debería haberte preguntado si tienes una relación con alguien.
–¿Una relación?
–¿Estás casado? –le espetó ella–. No es que vaya a cambiar nada, porque los dos somos empleados en la misma casa. Pero no quisiera que tu esposa se preocupara.
–Te refieres a que no quieres que se ponga celosa.
–Bueno, ansiosa.
Así que estaba casado, a pesar de no llevar anillo. Muchos hombres no lo llevaban. Se sintió decepcionada. Pero ¿por qué no iba a estar casado? Era tremendamente sexy y de él emanaba una seguridad en sí mismo y una arrogancia que volvía locas a las mujeres.
–Es una idea interesante. Una esposa celosa y ansiosa que se preocupa porque su amado marido está en una casa con una completa desconocida –afirmó él conteniendo la risa.
En lo que se refería a comprometerse con una mujer, Pedro era el candidato menos adecuado. Había aprendido la lección.
Había sucedido quince años antes, cuando tenía diecinueve y ya mucha experiencia, pero no la suficiente para reconocer que se la estaban jugando. Era joven y arrogante y creía que las cazafortunas eran todas iguales: con melena, tacones altos y encantos evidentes.
Pero Betina Crew, de veintisiete años, casi ocho más que él, era todo lo contrario.
Había sido una niña rebelde que acudía a manifestaciones y pretendía cambiar el mundo. Lo había seducido por completo hasta que trató de engañarlo con un falso embarazo que él se tragó. Estuvo a punto de llevarla al altar.
Fue una casualidad que hallara la caja de píldoras anticonceptivas en el fondo de un cajón, y cuando se enfrentó a ella, las cosas acabaron mal.
Desde entonces, había dejado de creer que existiera el verdadero amor desinteresado, sobre todo cuando se sabía el saldo de su cuenta bancaria.
Tal vez sus padres se quisieran de verdad, pero habían empezado desde cero hasta llegar a amasar una fortuna. Su madre seguía creyendo en el amor verdadero y no quería desilusionarla, aunque sabía que cuando decidiera casarse no lo haría porque le hubieran herido las flechas de Cupido, sino después de haber llegado a un acuerdo de separación de bienes ante un abogado.
–No, no me espera en casa una esposa celosa ni ansiosa.
–¿Y una novia?
–¿A qué viene tanto interés? ¿Me estás diciendo que hay algo por lo que una mujer debería sentirse celosa?
–¡No! –a Paula casi se le atragantó el café–. Por si lo has olvidado, he venido aquí para escapar y olvidar. Lo último que se me ocurriría es tener una aventura con alguien. Lo que pasa es que no me gustaría pensar que alguien te espera y que podría alarmarse al saber que estamos aquí los dos solos, aunque no por culpa nuestra.
–En ese caso, puedes estar tranquila: no tengo novia y, aunque la tuviera, no soy celoso ni provoco celos en las mujeres con las que salgo.
–¿Qué haces para que no tengan celos?
Ella no los había tenido de Roberto, tal vez porque lo conocía desde hacía mucho tiempo y uno no sentía celos de la gente que le era familiar. Ni siquiera había pensado en Roberto y Emilia estando a solas. Sin embargo, estaba segura de que los celos atacaban al azar y no podía descartarse su existencia.
–Nunca he tenido problemas. Las mujeres conocen mis criterios y los respetan.
–Eres el tipo más arrogante que conozco –afirmó ella asombrada.
–Creo que ya me lo has dicho.
Se bebió el resto del café, dejó la taza en la mesita de centro y se levantó. Ella hizo lo propio e inmediatamente extendió la mano hacia la taza para recogerla.
Él estuvo a punto de decirle que la dejara, que alguien vendría a limpiar por la mañana, aunque luego recordó que nadie vendría.
–Voy a enseñarte tu habitación.
–Es raro estar aquí sin que esté el dueño.
Pedro se sonrojo, pero no dijo nada. Agarró la bolsa de viaje de ella y subió por una escalera de caracol que conducía al piso de arriba, donde también había enormes ventanales con vistas a las montañas nevadas.
Paula se detuvo unos segundos a contemplar la vista, que era muy hermosa. Cuando dejó de mirarla, vio que él tenía los ojos clavados en su rostro.
Se hallaba allí con un hombre al que no conocía, pero se sentía a salvo. Había algo en él que le provocaba esa sensación. Le parecía que, si una banda de malhechores, navaja en mano, entraban en la casa, los echaría sin problemas.
–No sé qué habitación te habían asignado los Ramos, pero espero que esta sirva.
Abrió la puerta y ella reprimió un grito. Era la más espléndida que había visto en la vida. Casi no quería estropear su perfección entrando. Él lo hizo y dejó la bolsa en una elegante chaise longue situada al lado de la ventana.
–¿Y bien?
Pedro normalmente no se fijaba en lo que había a su alrededor, pero esa vez lo hizo al ver la expresión del rostro femenino.
Él no había decorado la casa. Se lo había encargado a un famoso diseñador de interiores. La había usado unas cuantas veces, en temporada alta, cuando las condiciones para esquiar eran perfectas.
La habitación era hermosa, con el mobiliario blanco de madera de calidad y la alfombra persa. Nada desentonaba.
En el sótano había una zona de spa y sauna que había usado una sola vez.
–Es increíble –afirmó Paula desde el umbral–. ¿No te parece? Supongo que tú estás acostumbrado, pero yo no. Mi piso cabría en esta habitación. ¿Es eso un cuarto de baño?
Pedro empujó la puerta y desde luego que era un cuarto de baño, casi tan grande como la habitación, que, además, tenía un pequeño cuarto de estar. Él se preguntó cómo se le habría ocurrido al decorador meter muebles allí.
–¡Vaya! –Paula entró de puntillas–. Se podría celebrar una fiesta aquí.
–Dudo que nadie lo hiciera.
–¿Cómo te muestras tan indiferente ante todo esto? ¿Es que das clases a mucha gente rica y por eso estás acostumbrado?
–He estado en muchos sitios parecidos.
Paula se echó a reír con esa risa que hacía que a él le entraran ganas de sonreír.
–Debe de ser terrible volver a tu casa cuando acaba la temporada.
–Me las arreglo.
De repente, se sintió agotada después de las emociones del día y bostezó.
–Llevo toda la noche hablando de mí –afirmó con voz soñolienta–. Mañana puedes hablarme de ti y de la emocionante vida que llevas con los ricos y famosos.
Él salió de la habitación y ella se preparó un baño. La bañera era casi del tamaño de una piscina.
Estaba teniendo una increíble aventura y reconoció que
Pedro la había hechizado de tal modo que no había tenido tiempo de compadecerse de sí misma.
Se preguntó qué haría él cuando no daba clases de esquí.
Era lo bastante guapo como para ser un gigoló, pero desechó la idea en cuanto se le ocurrió.
Él le había dicho que no se acostaba con mujeres casadas, y Paula lo había creído. Le pareció que la sola idea le repugnaba. Pero se veía que era un hombre con experiencia.
Pensó en sus propias circunstancias.
En lo que se refería a su experiencia con el sexo opuesto, era prácticamente novata. No había sido una adolescente que se fijara mucho en los chicos ni que le gustara maquillarse, ponerse minifalda e ir a fiestas. Tal vez si la hubiera criado su madre, en vez de su abuela… Adoraba a su abuela, pero la diferencia de edad entre ambas no había propiciado que se hicieran confidencias y experimentaran con el maquillaje.
Su abuela era una mujer enérgica y sensata a la que le encantaba la vida al aire libre. Viuda a los cuarenta y cinco años, había tenido que sobrevivir a los duros inviernos escoceses. Le había transmitido su amor por los espacios abiertos, y a Paula, desde niña, le encantaban los deportes.
Había practicado tantos como cabían en su horario escolar.
Había ido a fiestas, desde luego, pero el jockey, el tenis e incluso el fútbol, y más tarde el esquí, siempre habían sido su prioridad.
Por eso, no había conocido el enamoramiento, la angustia y la decepción adolescentes ni le habían destrozado el corazón.
¿Era esa la razón de que se hubiera enamorado de Roberto? ¿Acaso su falta de experiencia en halagos y cumplidos la había cegado ante la realidad de una relación sin base alguna? Y después, ¿se había aferrado a él porque quería estar con alguien?
A Roberto ni siquiera le había interesado mucho la parte física de la relación. Y ella no lo había presionado, lo cual debería haberla puesto en guardia.
Se durmió con imágenes del rostro sexy de Pedro. Este no iba a ser una terapia sustitutiva, pero al menos la distraería.
Tal vez eso fuera lo que necesitaba: una distracción inofensiva
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