miércoles, 24 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 4




Ella no había tenido mucho tiempo para reflexionar sobre la perspectiva de pasar dos semanas con un hombre al que no conocía y en una casa que no les pertenecía. El plan no tenía sentido. ¿Iban a vaciar la nevera?, ¿a beberse todo el alcohol?, ¿a marcharse diciendo adiós alegremente? Nada era gratis en la vida, y mucho menos si se prolongaba durante dos semanas.


Además, ¿y si el guapo monitor de esquí no era de fiar? No parecía violento, pero podía ser un caballero de día y un maniaco sexual de noche.


Ese pensamiento la sonrojó. Aunque fuera un maniaco sexual, a ella no la miraría dos veces. A Roberto, que era guapo, pero no un adonis, no le había resultado atractiva.


Eso, en su opinión, lo resumía todo.


Pero seguía dudando.


Pedro probó la pasta, que estaba tan buena como la de un restaurante. Se había preguntado si lo de «chef profesional» no sería una exageración. Pero era buena cocinera.


La curiosidad pudo más que Paula.


–¿Y bien? ¿Cómo lo has conseguido?


–Te sorprenderías de lo que logro cuando me empeño. Tienes el empleo y se te pagarán las dos semanas aunque decidas marcharte al cabo de dos días.


Paula lo miró con la boca abierta y él sonrió.


–Reconoce que te he dejado impresionada.


–¡Vaya! Debes de tener una enorme influencia en la familia Ramos.


De pronto, se le ocurrió algo que hizo que se sonrojara y mirara el plato.


–Me parece que estás pensando algo.


–¿Por qué lo dices?


–Porque te has puesto colorada, o tal vez porque tu rostro es transparente. A propósito, la comida está deliciosa. Si no fuera porque eres pelirroja, pensaría que tienes sangre italiana.


–No soy pelirroja. Mi pelo es de color caoba –afirmó ella sin dejar de mirar el plato.


–Suéltalo de una vez.


–Probablemente no te gustará.


Él se sirvió más pasta y otra copa de vino.


–No te preocupes, no me ofendo fácilmente.


Tampoco nadie se hubiera atrevido a ofenderlo. Era una de las ventajas de ser rico y poderoso.


–¡Qué arrogancia la tuya, verdaderamente! Bueno, se me acaba de ocurrir que has solucionado la situación porque te acuestas con la señora Ramos –dijo ella de corrido. 


Después, contuvo la respiración esperando una respuesta.


Durante unos segundos, Pedro no entendió lo que le había dicho y, cuando lo asimiló, no supo si indignarse, reírse o mostrar incredulidad.


–Bueno, tendría sentido –apuntó ella, nerviosa–. ¿Cómo, si no, has conseguido que conserve el empleo y me paguen?


–Porque un monitor de esquí tiene mucha influencia.


Pedro no amplió esa vaga respuesta porque una cosa era no decir toda la verdad y otra mentir descaradamente a alguien que, probablemente, no había mentido en su vida.


–He ayudado a Alberto muchas veces, por lo que ha accedido sin reparos a hacer lo que le pedía. Además, nunca me acercaría a una mujer casada.


–¿Ah, no?


–Ya sé. Todos los monitores de esquí que has conocido eran amables con las mujeres con independencia de que estuvieran casadas o no.


–No tienen buena reputación –dijo ella al tiempo que lanzaba un suspiro de alivio–. Otra cosa. No suelo alojarme en una casa con alguien a quien no conozco.


Esa vez, él se indignó.


–¡Así que no solo me consideras un mujeriego que no distingue entre solteras y casadas, sino que además soy un pervertido!


–¡No! –gritó Paula.


Volvía a sentirse culpable por toda la comida y el vino que habían consumido. ¿Y si Pedro no hubiera hecho llamada alguna porque, en realidad, era un ladrón que había decidido ponerse cómodo antes de dedicarse a saquear la casa?


–¿Cómo sé que has hablado con el señor Ramos?


–Porque te acabo de decir que lo he hecho.


Pedro, debido a la falta de costumbre de que se pusieran en duda sus palabras, aquella conversación le resultaba cada vez más surrealista.


–Puedo demostrártelo.


–¿Cómo? –preguntó ella, aunque su instinto la llevaba a creer todo lo que él le dijera.


Pedro marcó un número en el móvil, habló en español y dejó el aparato en la mesa con el altavoz encendido.


Después, se recostó en el asiento, totalmente relajado, y habló despacio sin apartar la vista del rostro de ella, que, examinado atentamente, como él lo estaba haciendo, era extraordinariamente atractivo. ¿A qué se debía? No tenía los pómulos altos de una modelo ni el aire altanero de una niña rica, pero había en él algo obstinado aunque dulce, algo franco y directo.


Era de esas personas que no se rendían sin plantar cara.


Durante unos instantes, Pedro sintió una enorme rabia contra el hombre que la había abandonado. Casi perdió el hilo de la conversación que estaba teniendo con Alberto, que, naturalmente, había adoptado su tono habitual de sumisión.


Claro que Paula podía quedarse y que recibiría todo el sueldo. Además, no hacía falta que repusiera la comida ni el vino consumidos ni que limpiara la casa. Le ingresaría directamente el sueldo en su cuenta en cuanto le diera el número. Además, recibiría una compensación por las molestias causadas.


–Me siento fatal –fue lo primero que ella dijo en cuanto Alberto se hubo despedido después de desearle una agradable estancia y disculparse por lo sucedido.


–Eres imprevisible. ¿Por qué te sientes fatal? Creí que te pondrías a dar saltos de alegría. No tienes que volver a Londres ni arriesgarte a ver a tu «mejor amiga» ni a tu ex, ni debes preocuparte, de momento, por el dinero, ya que se te pagará. Puedes tomarte las vacaciones que deseabas sin tener que trabajar para los Ramos. Me parece que no te podían haber salido mejor las cosas y, sin embargo, parece que te han dejado sin fiesta de cumpleaños.


–No he sido muy amable con el pobre señor Ramos, ¿verdad? Había supuesto que, como tenía una lista de cien cosas distintas que debía preparar para la comida de cada uno y tantas instrucciones sobre lo que podía decir y no decir, sería una familia muy exigente. Sin embargo…


Agarró la mochila, sacó el móvil y le mandó un mensaje a Alberto con los detalles de su cuenta.


–No podía haberse portado mejor.


En un tiempo récord, recibió el mensaje de que le habían ingresado el dinero.


–Después de lo de Roberto, es agradable saber que quedan personas decentes.


Pedro trató de no irritarse ante las estúpidas exigencias de Alberto y de su familia. Ya podía irse despidiendo de que le volviera a dejar la casa, a pesar de la relación con su madre.


–Entonces, ¿estás a punto de ponerte a saltar de alegría? Ah, no… Me olvidaba de que aún crees que soy un pervertido.


–No lo creo.


–¡Qué alivio!


–Creo que lo mejor será que recojamos y nos acostemos –propuso ella.


La montaña rusa en la que se había convertido su vida la llevaba en montones de direcciones distintas. Había pasado de estar sin trabajo y de tener que volver a Londres en el primer vuelo a tener empleo y recibir un sueldo fabuloso por pasarse dos semanas esquiando y divirtiéndose.


–¿Que recojamos?


–Que lavemos la vajilla. Aunque no sepas cocinar, seguro que puedes ayudarme a recoger la cocina. No voy a hacerlo sola, ya que ambos la hemos utilizado.


Pedro retrocedió al tiempo que se cruzaba de brazos. No había lavado la vajilla en su vida, pero comenzó a recoger la mesa mientras ella seguía lamentándose, de forma innecesaria, por lo poco caritativa que había sido con Alberto y su familia.


Pedro pensó que tenía una conciencia hiperactiva.


–Vale –dijo alzando la mano para evitar que Paula volviera a decir lo amable que había sido el señor Ramos–. Lo he entendido. Aunque la realidad es que no sabes nada de Alberto. Pero ya basta.


Se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos. Su contribución había consistido en llevar dos platos y una copa de la mesa al fregadero.


Los hombres guapos siempre habían estado consentidos; primero, por sus madres, que les hacían todo; después, por sus novias, que hacían lo mismo; por último, por sus esposas, que tomaban el relevo de las novias.


–Ya que estás aquí, me quedaré un par de días. Podemos hablar de las pistas por las que esquiaremos.


Era evidente que ella esquiaría bien. Sería una compañera extravagante y divertida, que, además, no sabía quién era él. 


¿Qué saldría de su breve e inesperado encuentro?


En su vida controlada y predecible, la perspectiva de lo desconocido era una tentación.


Sonrió y observó que ella bajaba la vista al tiempo que se ruborizaba.


Sí, sin duda, haber ido allí había sido una decisión acertada.







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