miércoles, 10 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 5








Paula se sentó ante la mesa de su despacho. No sabía si reír o llorar.


¿Qué había hecho? ¿Por qué le había pedido que la llevara a cenar? Y, sobre todo, ¿por qué le había pedido que la llevara a su casa? Estaba tan tensa que volvió a reír, de puro nerviosismo. Después, miró el reloj y vio con desesperación que eran las cinco de la tarde. Solo faltaba una hora para la cita.


Los diez minutos siguientes, se dedicó a pensar en el deseo que sentía y en los motivos que la habían empujado a ser tan atrevida con él. Luego, oyó voces en el corredor y se estremeció, pero, afortunadamente, pasaron de largo.


El tiempo pasaba muy despacio. Ni siquiera sabía por qué había aceptado su ofrecimiento.Pedro Alfonso era un hombre que podía salir con las mujeres más atractivas del mundo y, sin embargo, se había encaprichado con ella. Paula no lo podía creer. Los jugadores del equipo se le insinuaban constantemente, pero solo porque sabían que los iba a rechazar. No era más que un juego.


Extendió el brazo y puso la mano recta, para ver si su nerviosismo era visible. Y lo era. Le temblaba tanto la mano que se sintió incapaz de seguir adelante con su pequeña aventura. Nunca había sido una mujer fatal. Nunca había sido atrevida. Y, por supuesto, nunca pensaba en tórridas y salvajes relaciones sexuales.


O casi nunca.


Decidida a encontrar una explicación, se planteó la posibilidad de que su contacto diario con los jugadores del equipo le hubiera activado la libido. Hasta entonces le había restado importancia a ese hecho; pero se intentó aferrar a él porque era más fácil que admitir lo mucho que Pedro Alfonso le gustaba.


Sin embargo, no se pudo engañar. De algún modo, Pedro se las había arreglado para sobrepasar sus defensas y despertar sus instintos.


Volvió a mirar la hora y se puso a dar golpecitos en la mesa con los dedos. Si hubiera tenido su número de teléfono, lo habría llamado para suspender la cena; como lo tenía, alcanzó el bolso y salió del despacho cuando solo faltaban diez minutos para las seis.


Segundos más tarde, oyó una voz.


–Paula…


Paula se dio la vuelta, helada. Era Pedro. Estaba apoyado en el marco de la puerta del despacho de Dion.


–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella.


Él sonrió.


–Te estaba esperando.


–Pero si hemos quedado en la salida…


–Ah, sí, es verdad. Lo había olvidado –respondió con humor–. La puerta 4, ¿verdad? Pero creo recordar que está en dirección contraria.


Paula no dijo nada. Pedro tenía razón. Y, obviamente, se había dado cuenta de que tenía intención de dejarlo plantado.


–Bueno, es una suerte que nos hayamos encontrado en el pasillo –continuó él con suavidad–. Si te hubieras equivocado de puerta, no nos habríamos visto.


–Sí, menos mal –dijo ella.


Él volvió a sonreír.


–¿Nos vamos?


Paula intentó encontrar las fuerzas necesarias para negarse, pero guardó silencio. Pedro la tomó del brazo y la llevó hacia las escaleras, mientras ella se volvía a maravillar por el efecto que le causaba. El simple roce de sus dedos o el simple sonido de su voz bastaban para excitarla de inmediato.


Por desgracia, estaba segura de que aquello no podía salir bien. Nunca había sido tan descarada, tan sensual; no lo había sido en ninguna de sus relaciones, y le pareció irónico que empezara a comportarse de esa forma cuando precisamente estaba con un hombre de una liga muy superior a la suya. Pedro se habría acostado con las mujeres más apasionadas del mundo. En cambio, ella siempre había sido de la media, incluso en el sexo.


–Siento lo de tu chaqueta –susurró cuando llegaron a la salida del estadio.


Él rio.


–No importa; me compraré otra.


Paula lo siguió hasta el aparcamiento. En parte, porque no encontró ninguna excusa de peso para suspender la cena y, en parte, porque caminaba con tanta seguridad que seguirlo era mucho más fácil que resistirse a él.


Lo miró e intentó adivinar su expresión, pero no pudo porque se había puesto unas gafas de sol. Paula decidió ponerse las suyas, pero estaba tan tensa que no fue capaz de meter la mano en el bolso y sacarlas.


–Ya hemos llegado. Este es mi coche.


Paula miró el negro y elegante vehículo. No era un deportivo como el que tenían todos los jugadores del equipo de rugby, sino un sedán de aspecto cómodo y agradable.


–¿Nos vamos? –continuó él.


–No, yo…


–¿No?


Ella carraspeó, nerviosa.


–Todo esto ha sido un error. No es necesario que cenemos. Ni siquiera sé por qué dije eso, supongo que solo intentaba ser…


–¿Provocativa?


Paula sacudió la cabeza.


–Más bien, estúpida –contestó–. Mira, será mejor que me vaya. Siento haberte molestado.


Él volvió a sonreír, pero de forma cálida.


–No voy a permitir que te marches –declaró–. Al menos, deja que te lleve a tu casa…


Paula se sintió muy decepcionada. Por lo visto, Pedro no se rendía con facilidad.


–Te lo agradezco, pero no hace falta.


–Sería una tontería que rechazaras mi ofrecimiento. A fin de cuentas, ya estamos aquí. Y yo también voy a la ciudad –dijo él.


Paula dudó y volvió a mirar el coche. Ya había sido bastante grosera al suspender de repente la cita, y no quiso serlo otra vez.


–Está bien…


Subió al coche y se sentó. Él arrancó de inmediato y se pusieron en marcha.


–Te confieso que me he llevado una decepción. Ardía en deseos de cocinar para ti, de ofrecerte algo fresco.


A pesar del aire acondicionado, Paula sintió una oleada de calor.


–Lo siento, Pedro. No sé por qué te pedí que me invitaras a cenar. Supongo que no estaba pensando con claridad.


Pedro sonrió de nuevo.


–Vaya, ahora me siento aún más decepcionado. Pensé que por fin había encontrado a una mujer capaz de seguir mi ritmo. Y me hacía mucha ilusión.


Ella lo miró, nerviosa.


–Creo que deberíamos olvidar lo que pasó esta tarde –susurró.


–No es verdad. No lo crees en absoluto, y yo tampoco lo creo –dijo con humor–. Además, te debo una disculpa por haber pensado que eras una admiradora, y tú me debes otra por haberme destrozado la chaqueta con el aceite.


–Sobre la chaqueta, me puedes enviar la factura; y, en cuanto a tu disculpa, olvídalo. Llegaste a la conclusión más lógica en semejantes circunstancias.


–De todas formas, te pido perdón por haberme equivocado contigo. Pero, sinceramente, prefiero tu tiempo a tu dinero.


Paula pensó que la frase de Pedro era verdaderamente buena. Prefería su tiempo a su dinero. Una fórmula caballerosa de apelar a la atracción que sentían, y una fórmula que tuvo éxito, porque las hormonas se le rebelaron otra vez y tuvo que respirar hondo para tranquilizarse.


–¿Desde cuándo trabajas en el estadio? –preguntó él.


Ella se sintió aliviada. Pedro había tenido el detalle de proponerle un tema de conversación mucho menos problemático.


–Desde hace dieciocho meses.


–¿Y no te incomoda lo de ser la única mujer entre tantos hombres?


–No soy la única. También hay mujeres en el departamento de administración y el servicio de cocinas –contestó.


–Pero ninguna trabaja contigo.


–No.


A decir verdad, Paula se alegraba de estar en esa situación. 


Había descubierto que, siendo mujer, los hombres la trataban mejor que sus compañeras de sexo, y que ganarse su aprobación era más fácil. Pero, por si acaso, se mantenía alejada del club de novias y esposas de los jugadores y, sobre todo, del grupo de sus amantes.


–Entonces, ¿los jugadores no te molestan? Supongo que, a veces, serán bastante pesados contigo…


–¿Como con el asunto del aceite? –Paula rio–. Eso no me importa. No son más que juegos inocentes. Además, mi hermano juega en la liga de baloncesto y mi padre fue ayudante de entrenador, así que estoy acostumbrada a trabajar con hombres competitivos. Sé cómo manejarlos.


Él también rio.


–Sí, creo que hoy lo has demostrado –dijo–. ¿Has dicho que tu hermano juega al baloncesto?


–En efecto. Ahora está en los Estados Unidos. Consiguió una beca de deportes.


–Impresionante.


Paula asintió. Su hermano era un gran atleta y un estudiante magnífico, aunque no tan bueno como su hermana, una verdadera superdotada. Sin embargo, Paula estaba muy orgullosa de ellos.


–Sí, es un jugador excelente –comentó–. Pero ya estamos llegando a mi casa. Es la siguiente a la izquierda.


Pedro detuvo el vehículo frente a su domicilio.


–Gracias por traerme –dijo ella.


Él se quitó las gafas de sol y la miró a los ojos.


–Sinceramente, esperaba que cambiaras de opinión.


Paula guardó silencio. Cada vez que miraba aquellos ojos azules, se quedaba hechizada.


–Invítame a entrar –continuó él–. Yo me encargaré de cocinar. Tardaré menos de una hora, y tu deuda estará pagada.


Paula no contestó. No podía hablar.


–Además, hace una noche demasiado bonita para cenar solo.


Pedro le dedicó una sonrisa apabullante, de hombre absolutamente seguro de sí mismo. Era un ganador y lo sabía. Sin embargo, ella sabía otra cosa: que si lo dejaba entrar en su casa, había grandes posibilidades de que se quedara allí hasta la mañana siguiente.


Por supuesto, Pedro también era consciente de eso; lo cual hacía más difícil la decisión. Invitarlo a entrar equivalía a admitir que se quería acostar con él.


Paula lo miró de nuevo. La expresión de sus ojos ya no estaba oculta tras las gafas de sol, y había tanto deseo en ellos que las hormonas se le volvieron a alterar y se llevaron por delante toda cautela.


Se quería acostar con él. Y quería ser una libertina, aunque solo fuera por una noche.


Se quitó el cinturón de seguridad y dijo:
–Estoy hambrienta.


Pedro sonrió.






No hay comentarios.:

Publicar un comentario