miércoles, 10 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 4




Pedro Alfonso.


A Paula le pareció increíble que no lo hubiera reconocido. Su fama era tal que hasta tenía una entrada en la Wikipedia. 


Comparados con él, los jugadores del equipo de rugby eran poca cosa. Era dueño de la mitad de Christchurch y había transformado zonas enteras de almacenes abandonados en edificios elegantes, restaurantes de lujo y clubs de moda.


Pero, por muy increíble que fuera, no lo había reconocido.


¿Quién iba a imaginar que el hombre que la había besado era Pedro Alfonso, el hombre que se había convertido, según la prensa del corazón, en el soltero más deseable de la década?


Se preguntó qué estaría haciendo allí. Por lo que sabía de él, no tenía ninguna relación con el mundo del rugby; pero, si era amigo de Dion, cabía la posibilidad de que lo hubiera invitado a visitar el estadio de los Silver Knights.


Pedro, yo me tengo que quedar en el vestuario –dijo entonces Dion–. Paula te llevará al despacho, si le parece bien…


–Por supuesto.


–Llévalo por la ruta panorámica –continuó Dion–. Creo que no ha visto esa parte del estadio.


–Faltaría más… –Paula se giró hacia los jugadores de rugby–. Hasta luego, chicos.


–Espero que haya refrescos –dijo uno de ellos.


–Solo bebidas isotónicas. Lo siento mucho, pero son órdenes del médico. Las tenéis en el frigorífico –replicó con una sonrisa–. Nos vamos, ¿señor Alfonso?


Ella salió del vestuario y él la siguió.


–No me llames señor, por favor. Llámame Pedro –dijo en voz baja.


Paula se estremeció al volver a oír su voz; especialmente porque ahora estaban en el mismo pasillo donde se habían besado. Pero apretó el paso e intentó mantener la compostura. Aquello era de lo más embarazoso. Cuando estaba cerca de él, se sentía como si fuera una adolescente encaprichada.


–Como puedes ver, esta es la zona de los jugadores –empezó a decir, en un esfuerzo por mantener la conversación en un marco puramente profesional–. Ahora nos dirigimos a la zona de palcos de los directivos, que están a lo largo de la tribuna.


Paula le dio todo tipo de detalles sobre el estadio y su historia, pero estaba tan tensa que fue una explicación más bien atropellada. Cuando terminó con el estadio, le empezó a hablar de los jugadores y de sus estadísticas. Cualquier cosa con tal de matar el tiempo hasta que llegaran al despacho.


Era dolorosamente consciente de su altura y de sus movimientos felinos. Además, Pedro no parecía interesado en las vistas del estadio; de hecho, la miraba con intensidad y no le quitaba la vista de encima.


Ya estaban llegando al despacho cuando él dijo:
–Paula, te aseguro que esas estadísticas no me interesan nada.


Ella se detuvo y lo miró.


–Entonces, ¿de qué quieres que te hable?


–De tus estadísticas.


–¿De mis estadísticas? –preguntó, desconcertada.


Pedro sonrió.


–Bueno, es evidente que has memorizado todos los datos de hasta el último hombre que juega en el equipo, pero tú me interesas más –respondió–. Además, estamos en desventaja… sospecho que sabes más cosas de mí que yo de ti.


Paula guardó silencio.


–Está bien, te lo pondré más fácil. Me llamo Pedro, mido un metro noventa, soy Sagitario, estoy soltero, me dedico a vender edificios y no tengo ninguna enfermedad –comentó con humor–. ¿Y tú?


Paula intentó responder, pero no pudo decir nada. Estaba hechizada por aquellos ojos azules.


–Si no quieres hablar, seguiré yo. Pero corrígeme si me equivoco –dijo–. Te llamas Paula y eres esbelta y elegante.


Ella no dijo nada.


–Estás soltera y eres terriblemente sexy.


–Y tú, demasiado desenvuelto.


Pedro se acercó un poco más.


–Ah, vaya, veo que también eres sarcástica.


–No es para menos. Confieso que me tienes asombrada.


–Y tú a mí –dijo él–. Lo que ha pasado antes ha sido… maravilloso.


Paula sonrió.


–¿No crees que estás siendo demasiado directo?


–¿Demasiado directo? –él arqueó las cejas–. Créeme, estoy haciendo esfuerzos por refrenar mis impulsos. Sabes perfectamente que preferiría hacer algo más interesante que hablar… y estoy seguro de que tú también lo preferirías.


Paula sintió un calor intenso. Y no solo en la cara, el pecho y el estómago, sino también en las rodillas y en los dedos de los pies. Aquel hombre era increíblemente atrevido, y despertaba en ella su parte más atrevida.


–Por cierto, me debes una chaqueta nueva.


–Y tú me debes una disculpa.


–¿Por qué? ¿Por darte un beso? –Pedro alzó la barbilla en gesto desafiante–. No me arrepiento de haberte besado.


–No, por darme un beso, no. Por las insinuaciones que hiciste antes de besarme.


–Ah, por eso… Está bien, lo siento.


Paula contempló el destello pícaro de sus ojos azules y su sonrisa voraz. Tenía tanta seguridad en sí mismo que resultaba profundamente sexy; y la provocaba tanto que dijo, dejándose llevar por el deseo:
–No me contentaré con una disculpa tan pobre. Cena conmigo e inténtalo de nuevo.


Él arqueó las cejas.


–¿Que cene contigo?


–Sí, pero nada de restaurantes. Prefiero la comida casera.


Pedro se quedó helado. Paula lo acababa de invitar a cenar. 


O, más bien, se acababa de invitar a cenar, porque quería que la llevara a su casa.


Durante unos segundos, ella lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de decir; pero parpadeó dos veces y le mantuvo la mirada con toda la energía de sus ojos verdes. 


Definitivamente, era toda una mujer.


–¿Cuándo sales del trabajo? –le preguntó.


Paula se ruborizó un poco.


–Puedes pasar a recogerme a las seis en punto. Te estaré esperando en la puerta 4.


–En la puerta 4… –repitió él–. De acuerdo.


Pedro se había acercado tanto que casi se tocaban. Incapaz de resistirse, bajó la cabeza y admiró las curvas del cuerpo de Paula, que cerró las manos y apretó los puños con fuerza. 


Cuando la volvió a mirar a los ojos, vio que sus pupilas estaban dilatadas; pero supo que no era una reacción de miedo, sino de deseo. Y le excitó hasta el punto de que olvidó todo lo demás, empezando por el motivo que lo había llevado al estadio.


–¿Tienes alguna preferencia en cuestión de comida? ¿Eres vegetariana o algo así?


Ella tragó saliva.


–No tengo preferencias especiales. Pero las cosas me gustan… frescas.


Pedro la miró con más intensidad. Tenía una piel perfecta, sin una sola peca. Si no hubieran estado en el estadio, habría acariciado cada centímetro de su piel y habría disfrutado de todo lo que pudiera ofrecer aquel cuerpo maravilloso.


Se quedaron mirándose en silencio, hasta que ella parpadeó de repente, con timidez. En ese momento, Pedro supo que Paula Chaves no era tan atrevida como intentaba hacerle creer.


El ambiente se había cargado. Pedro admiró el leve movimiento de su pecho, que subía y bajaba con más rapidez de lo normal, y sintió la tentación de meterla en una de las salas y terminar lo que habían iniciado en el pasillo.


–Será mejor que entres en el despacho de Dion –dijo ella–. Llegará en cualquier momento, y se extrañará si no estás.


Pedro pensó que la situación no podía ser más irónica. Paula no sabía que no había ido al estadio para hablar con Dion, sino para hablar con ella. Pero no quiso estropear la perspectiva de una velada fascinante y empezar a hablar de negocios. Sus prioridades habían cambiado. Primero, Paula y, después, el proyecto.


–Muy bien. Nos veremos a las seis.


La deseaba tanto que apenas se podía controlar. Tuvo que apretar los puños para resistirse al impulso de dar media vuelta, tomarla entre sus brazos, tumbarla en el suelo y hacerle el amor. Pero estaba dispuesto a esperar un poco, porque tenía el convencimiento de que Paula sería suya antes de que acabara la noche.




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