martes, 9 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 1





–¡Voy!


Paula se tapó los ojos con la mano y abrió la puerta del vestuario. Siempre avisaba antes de entrar, para que tuvieran tiempo de ponerse algo encima, pero la mayoría no se tomaba la molestia. Se habían acostumbrado a ella y su presencia les incomodaba tan poco como el papel pintado de la pared.


Sin embargo, aquel día estaba entrando y saliendo más de lo habitual, y ellos se estaban vistiendo y desvistiendo más veces que de costumbre; así que, antes de destaparse los ojos, echó una miradita entre los dedos.


Tras comprobar que todos llevaban una toalla alrededor de la cadera, bajó la mano y dejó en el suelo la pesada bolsa que llevaba.


–Os he traído el siguiente lote de calzoncillos. ¿Lo queréis ahora?


–No, todavía no –respondió Teo, el capitán del equipo de rugby–. Estamos a punto de rodar la escena de la ducha.


–Ah, de acuerdo.


Paula echó un vistazo a la sala, buscando un sitio donde dejar la bolsa. Y un segundo después, se quedó sin aliento.


Diecinueve hombres prácticamente desnudos la habían rodeado.


Desconcertada, respiró hondo e hizo un esfuerzo por mantener la vista en los ojos de sus compañeros. Al fin y al cabo, la tentación de mirar era muy grande. ¿Cómo no lo iba a ser? Estaba rodeada de atletas, de campeones con músculos y cuerpos perfectos, que habrían llamado la atención de cualquier mujer heterosexual de sangre caliente.


Y Paula tenía la sangre tan caliente como la que más.


Pero sabía controlar sus impulsos. Llevaba más de dos años en ese trabajo y se había acostumbrado a esas situaciones, de modo que se limitó a entrecerrar los ojos y a preguntar, con tono de hermana mayor:
–¿Se puede saber qué estáis haciendo?


Teo contestó con una sonrisa pícara.


–Necesitamos que nos ayudes.


Paula le plantó la bolsa en las manos, en un intento por conseguir que retrocediera y se llevara a los demás con él.


–Lo siento, pero tengo que ir a buscar las camisetas.


–Pues tendrán que esperar –intervino Jose, otro de los jugadores–. Tenemos que hablar contigo.


–¿De qué?


–El fotógrafo dice que tenemos que brillar.


Paula arqueó una ceja.


–¿Brillar? ¿A qué te refieres?


Jose alcanzó un botecito de aceite para la piel y se lo enseñó.


–Quiere que nos pongamos esto. Por todo el torso.


–¿Y dónde está el problema?


–En que tendremos que ponernos el aceite los unos a los otros –respondió Jose–. Pero después tenemos que rodar escenas con el balón… Y si estamos impregnados de
aceite, no lo podremos agarrar. Se nos escurrirá entre las manos.


–Pues lavaos las manos –dijo ella.


–No serviría de nada –declaró Teo.


El capitán de los Silver Knights se acercó y le pasó una mano por la cara, para demostrarle que seguía tan resbaladiza como antes de lavársela.


–Ayúdanos –le rogó Maxi, con ojos de perrito abandonado–. Se lo podríamos pedir al fotógrafo, pero…


Paula supo entonces lo que pasaba. Era otra de sus bromas. 


Los jugadores del equipo de rugby la trataban con respeto, y ni siquiera se molestaban en coquetear; pero, de vez en cuando, le tomaban el pelo con ese tipo de cosas. Incluso habían adquirido la costumbre de burlarse de los jugadores nuevos animándolos a que le pidieran una cita, a sabiendas de que ella los rechazaría.


Por suerte, Paula no quería salir con ninguno de ellos. Por muy impresionantes que fueran, estaba completamente centrada en su trabajo. Y, a decir verdad, ellos tampoco querían salir con ella. Solo lo hacían por divertirse; por arrancarle una risita tonta, un súbito rubor o una maldición en voz alta.


Pero esta vez habían ido demasiado lejos. ¿Querían que les frotara la espalda con el aceite? En ese caso, les iba a dar una lección.


–Comprendo… –Paula alcanzó el bote de aceite–. ¿Quién quiere ser el primero?


Todos la miraron con asombro.


–¿Lo vas a hacer? –preguntó uno.


–Por supuesto que sí –contestó.


Paula abrió el bote, se puso unas gotas de aceite y se frotó las manos.


–Está bien. Si el trabajo lo exige, no seré yo quien se oponga –siguió diciendo–. Aunque, ahora que lo pienso, os podría denunciar por acoso sexual…


Se quedaron tan boquiabiertos que Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.


–Estaba bromeando, chicos. Al fin y al cabo, no soy yo quien va a posar casi desnuda para que la gente pegue mi foto en una pared. Si alguien tiene derecho a presentar una denuncia por acoso sexual, sois vosotros. Pero supongo que es el precio de la fama… –dijo con sorna.


Los jugadores se pusieron en fila y ella les puso aceite con la eficacia, la celeridad y el distanciamiento de una enfermera. 


Ya estaba terminando cuando el fotógrafo apareció en el vestuario en compañía de Dion, el nuevo presidente del club.


–¿Ya estáis preparados?


–Casi –contestó el último jugador de la fila.


Paula le dio un poco más de aceite y le plantó la mano en el pecho con tanta fuerza que el jugador retrocedió. No lo había podido evitar. Por muy fría que se mostrara, seguía siendo un ser humano.


–Bueno, ¿a qué estáis esperando? –les preguntó–. Voy a buscar las camisetas. Vuelvo enseguida.


Salió del vestuario, dio unos cuantos pasos y se apoyó en la pared para recuperar el aliento. Momentos después, oyó las carcajadas de los jugadores. Los muy canallas la habían puesto en una situación comprometida para reírse de ella, pero les había devuelto la pelota y, de paso, les había dado unos cuantos manotazos más que satisfactorios.


Rio al recordarlo y, justo entonces, vio que no estaba sola. 


Un desconocido se había acercado y se había detenido junto a ella. Era alto, de ojos azules, cara perfecta y labios inmensamente deseables. No lo había visto en toda su vida, pero su cuerpo reaccionó al instante con un calor intenso que la dejó desconcertada. ¿Por qué reaccionaba así? Ella era inmune a la tentación de aquellos atletas perfectos. O eso creía.


–¿Te has divertido mucho? –preguntó el hombre.


Su voz sonó ronca y brusca a la vez, cargada de desaprobación. Paula lo miró y pensó que la habría tomado por una admiradora. Le pareció una idea de lo más divertida; pero, en cualquier caso, no se dejó intimidar.


–Más de lo que imaginas –replicó.


Él entrecerró los ojos.


–¿Qué estás haciendo aquí? Tengo entendido que es una zona restringida.


–Eso depende de a quién conozcas.


–¿Y a quién conoces?


–A todos –respondió ella, lentamente–. De hecho, los conozco muy bien.


Los jugadores volvieron a reír en el vestuario, y el desconocido frunció el ceño.


–Parece que ellos también se han divertido –observó con ironía.


Paula entreabrió los labios para tomar aire. Se había quedado sin aliento, atrapada por la mirada de aquel hombre. Pero tenía que estar bromeando. ¿Creía de verdad que era una admiradora y que se acababa de dar un revolcón con un equipo entero de rugby? Fuera como fuera, le iba a dar una lección.


–No sabes cuánto –dijo.


Él se acercó un poco más y apoyó una mano en la pared, atrapándola.


–Pues cuéntamelo.


Sus ojos brillaron con tanta picardía que a Paula se le aceleró el pulso. Se sentía profundamente tentada por él, y extrañamente deseosa de escandalizarlo.


–Sabes lo que dicen de los hombres y las mujeres, ¿verdad? Que ellos se excitan con las imágenes y nosotras, con las palabras.


–¿Y no es cierto?


Ella sacudió la cabeza, sin apartar la vista de sus ojos.


–No, no lo es. Las imágenes nos excitan tanto como a los hombres –contestó con sensualidad–. Y estar en un vestuario lleno de hombres desnudos… Creo que se me han quemado todas las neuronas.


Él sonrió.


–¿Es que tenías neuronas?


Paula se mordió el labio y parpadeó, haciéndose la tonta.


–Solo dos o tres –dijo.


–Pero se te han quemado…


–Oh, sí, están completamente achicharradas.


–Por todos los jugadores de un equipo de rugby…


–En efecto –dijo, absolutamente hechizada por sus ojos–. Todos han pasado por mis manos. Uno a uno.


El desconocido se acercó aún más. Mientras lo miraba, ella sintió el deseo de acariciarlo con las mismas manos que acababa de mencionar, aunque seguían impregnadas de aceite.


–¿Lo dices en serio?


–Sí, en serio. Ha sido tan excitante…


Él sonrió con malicia.


–¿Sabes una cosa? No te creo.


–Pues no miento nunca.


Él apoyó la otra mano en la pared y la atrapó entre sus brazos. Paula sacó fuerzas de flaqueza en un intento por controlar el ritmo de su desbocada respiración. Era increíblemente atractivo. Y tan alto y de hombros tan anchos que llegó a la conclusión de que sería un fichaje nuevo o un jugador de otro club.


–¿Me estás intentando convencer de que has estado besando a todos los jugadores del equipo? –preguntó él con firmeza–. Discúlpame, pero, si fuera verdad, lo notaría en tu cara. Se te habría corrido el carmín. Y está perfecto.


–Puede que me haya vuelto a pintar los labios…


–Sí, podría ser. Pero no parece que los hayan besado hace poco. Ni tienes el menor rubor en la cara… ni ese brillo de placer en los ojos.


–Es que me recupero con mucha facilidad –declaró ella con rapidez–. Es necesario en estos casos, cuando se está con tantos hombres.


–¿Ah, sí? Pues si es cierto que has estado con todos esos hombres, no te importará besar a uno más, ¿verdad?


Ella se quedó helada.


–¿Cómo?


Él bajó la cabeza y la besó. Paula ni siquiera intentó impedírselo. Tras un segundo de perplejidad, se dejó llevar por el deseo y se entregó por completo, ansiosa por disfrutar de aquel hombre asombrosamente masculino que la apretaba contra la pared y asaltaba su boca sin contemplaciones.


Al cabo de unos momentos, él le puso las manos en la cara, rompió el contacto de sus labios y dijo, satisfecho:
–Ahora ya tienes ese brillo en los ojos.


Paula abrió la boca con intención de decir algo ofensivo; pero no llegó a pronunciar ninguna palabra. Él se inclinó de nuevo y la volvió a besar, arrancándole un gemido de placer.


Era terriblemente excitante. Increíblemente audaz.


Mientras ella jugueteaba con sus labios, él le acarició el cuello y bajó las manos lentamente. Sus caricias aumentaron la excitación de Paula, que se estremeció y lo besó con más pasión, casi incapaz de controlarse. Ya ni siquiera se acordaba de que tenía las manos llenas de aceite y de que le estaba manchando la ropa. Se aferró a él con fuerza, dominada por un imperioso sentimiento de necesidad.


Lo deseaba de un modo salvaje.


Cerró los dedos sobre su chaqueta y notó que los músculos de la vagina se le tensaban, deseosos de cerrarse sobre algo duro. Algo tan duro como la erección de aquel hombre, que podía sentir contra su cuerpo.


No habría podido romper el contacto aunque hubiera querido. Estaban unidos por una especie de fuerza violenta. 


Paula se dejó llevar por las sensaciones, asaltando su boca y permitiendo que él asaltara la suya. Ya no le importaba nada que no fueran sus caricias.


Entonces, él cerró las manos sobre sus caderas. Paula volvió a gemir y le abrió la chaqueta con desesperación, ansiosa por apretar sus tensos y necesitados senos contra el espectacular muro de su pecho. La chaqueta le cayó hacia atrás, por encima de los hombros, limitándole parcialmente el movimiento de los brazos. Pero él no le apartó las manos de las caderas a Paula, ni la dejó de besar.


El sonido de una puerta los interrumpió y, acto seguido, el sonido de unas voces.


Él la soltó de inmediato, aunque tuvo el detalle de quedarse pegado a Paula, para que nadie la pudiera ver desde la puerta que se acababa de abrir. Fue un gesto agradable y
sorprendentemente protector. Pero Paula no se quedó a darle las gracias. Era demasiado consciente de que su reputación acababa de saltar por los aires.


Su mente emitió una orden y su cuerpo la ejecutó.


Un segundo después, se fue corriendo.




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