viernes, 9 de diciembre de 2016

ENAMORAME: CAPITULO 17






Este es uno de esos momentos, en que me gustaría convertirme en un avestruz y enterrar mi estúpida cabezota en la tierra para siempre.


Si me encontrara sentada en un reality show, el nombre del mismo sería: «¡Acabo de tener sexo con mi jefe!»


Si mi vida era un torbellino que lentamente se estaba tranquilizando, con esto solo empeoré todo. Admito que fui víctima del arrebato pasional de Alfonso, porque convengamos que, fue él quien me arrastró a la fuerza hasta su dormitorio y me hizo el amor con lujuria. ¡Pero tampoco gritaste pidiendo ayuda Pau!


«Estúpida y floja Pau»


Termino de cortar romero y vuelvo a la cocina intentando no mirar a los intensos ojos que me traen loca. Retiro todas las hojitas de la aromática rama y en una tabla, junto a tres dientes de ajo comienzo a picarlo finamente.


—Señorita Pau, ¿por qué no nos acompaña con un café? —volteo cuando la atrevida voz me llama.


El padre de Pedro sonríe cálidamente, de acuerdo con el pedido de su hijo y moviendo su mano en dirección a la cafetera, indica que me una a ellos.


Observo a Alfonso hijo y tiene una sonrisa lobuna estampada en el rostro. Su incipiente barba y esa camisa de lino blanca, por fuera del pantalón, me distraen un poco. ¡Qué va, me distraen mucho!


¡Muchísimo!


—Permítame —comenta Pedro poniéndose de pie y cargando la cafetera para mí.


—Gracias —respondo, y ambos nos sonreímos como dos tontos.


Parece que hubiera vuelto a la adolescencia. A esa época, en la que, si el chico que me gustaba me miraba, me ponía carmín. Así me siento y seguramente me vea en este momento, como una tontuela de cachetes rojizos, agradecida por el reciente polvo.


Tomo asiento frente a su padre y automáticamente me siento a gusto. Es ese tipo de hombre que desprende calidez. De unos sesenta años aproximadamente o tal vez más. Con mucho cabello teñido de canas, piel dorada y mentón cuadrado, indica que en sus años mozos debe haber sido al igual que su hijo, un hombre imponente.


—Paula… bonito nombre –comenta en tono amigable.


—Puede llamarme Pau si gusta, aquí todos lo hacen.


—Pau… —repite y prosigue —Pau suena muy bien, así te llamaré entonces.


—Señorita Pau, —interrumpe Pedro—por casualidad ¿quedará algo de ese delicioso pastel de zanahoria y queso crema, que hizo ayer?


Sonrío y me pongo de pie en busca del mismo. Al minuto vuelvo con tres porciones perfectamente servidas en delicados platitos vintage.


Pedro llega con mi humeante cortado y toma su lugar junto a mí. Recién me percato que sabe cómo me gusta el café. ¡No es un detalle menor! Demuestra que es buen observador y que se interesa por los demás. Creo que Ricardo en todos nuestros años de matrimonio, nunca se enteró cómo me gustaba. O mucho menos, si me gustaba o no.


—Mmm… manjar de dioses hijo —grita Arturo en cuanto prueba mi pastel, y automáticamente, sé que este hombre me caerá bien.


Sonrío y agradezco. Pero el hombre, revelando años de galantería, toma mi mano y la besa mientras me felicita, y antes de soltarla observa mi anillo con el ceño fruncido.


No es un simple anillo. Es la sortija de compromiso que me obsequió Ricardo cuando me pidió que fuera su esposa.


El estúpido y costoso anillo de compromiso que selló el peor negocio de toda mi vida.


Y es ese maldito aro«el cual no pude quitarme ni en mis peores momentos de furia por mis kilos de más y mis dedos hinchados» quien me recuerda día a día, ¡que de los errores también se aprende! y gracias a su presencia fue que me autoimpuse el afán de ignorarlo por completo y dejarlo ser parte de mi mano.


—¿Se encuentra casada Pau? —pregunta Arturo aún con mi mano entre las suyas y el ceño algo fruncido. Y puedo ver claramente que mira de reojo a su hijo.


«Ya sabe de lo nuestro o lo intuye»


—Separada señor.


—Y ¿por qué razón continúa usando su anillo de bodas, señorita?


Puedo oler que Alfonso padre es cómplice del cascarrabias de mi jefe. Seguiré su juego y veremos hasta dónde quiere llegar.


—Es que el anillo no sale de mi dedo desde hace años. Y como es tan bonito y en su momento significó algo tan bello, he decidido despreocuparme de él.


—Hace muy mal —interviene Pedro entrecerrando los ojos —es un estúpido y antiquísimo ritual de propiedad, y si decide seguir usándolo, probablemente es que continúe pensando en volver con su amado esposo —gruñe con furia.


Volteo y lo miro con sorpresa. Veo como respira profunda y rítmicamente por la ira acumulada y mantiene uno de sus dedos índices apoyado contra sus labios, seguramente intentando controlar los improperios que debe de estar pensando sobre mi sortija.


—No es así, —respondo sinceramente —pero de todas formas agradezco su interesante y autoritario punto de vista. Caballeros si me disculpan, voy por los niños y mi madre. Señor Arturo ha sido un placer conocerlo.


Me pongo de pie dando por finalizada la charla. Camino hasta el fregadero, lavo mi taza y la dejo en el escurridor, luego busco mi bolso y salgo de la cocina.


«Que sepa que no tengo dueño, y no permitiré comentarios de ninguna clase. Mucho menos viniendo de él»


Hora y media más tarde entramos con la mujer que me dio la vida y los pequeños Alfonso a la casa.


No hay rastro de padre e hijo, por lo que me encuentro aliviada y ligera de peso.


—¡Al agua pato peques! –grito cantando y palmeando mis manos para animarlos, pero de todas formas sueltan un sonoro “ufaaaa”


Últimamente me he apropiado de los niños. Fue algo que lentamente y sin querer fui haciendo. Primero ayudándolos con la tarea del cole, luego bañándolos, cepillando el cabello de Sara, preparando galletas juntos… hasta que, sin darnos cuenta, llegamos al punto que se meten en mi cama cada vez que pueden, para que les lea cuentos y cantemos canciones de mi niñez.


Concepción no se molesta por suerte, es una joven mujer, que, si bien adora a los pequeños, no deja de sentirse agobiada, por tanto bullicio.


Lleno la tina de uno de los dormitorios de los niños y coloco mucho jabón líquido tal como ellos aman el baño. Uno a uno ingresan, junto a la amplia selección de juguetes, entre los cuales hay patos de goma, Barbies, autos y barcos. Luego que meten todo lo que “necesitan”, comienza la limpieza.
Inicio con el lavado del largo y ondulado cabello de Sara y como es costumbre, me piden que les cante la canción del dragón, la que ya se aprendieron de memoria y los hace reír mucho.



Había una vez, o dos o tres,
un dragón glotón… que tragaba, tragaba, tragaba.
«Y como era tan tragón se comió hasta la letra de esta canción»
Espejito tornillo, ruiditos, pedazos de nubes palabras secretos y besos de hada.


Y a medida que cantamos, el dragón se va comiendo las palabras de la canción, primero los besos de hada, luego los secretos, las palabras, los trozos de nubes hasta que la canción termina. Es una chispeante melodía que divierte y entretiene, adoro hasta el día de hoy ese grupo teatral… cada vez que veía a “Cantacuentos” pensaba cuánto deseaba poder verlos un día junto a mi familia, mis cuatro hijos y esposo. Claro que a Bobby lo tendríamos que dejar en la casa, porque no permiten entrar mascotas en los teatros.


—¡Papito! —grita Felipe al ver a su padre de pie observarnos desde la puerta de entrada del baño.


No me había dado cuenta que se encontraba allí y me sonrojo de solo pensar en sus pobres tímpanos, al oírme cantar. Camina hasta donde nos encontramos y toma asiento en el borde de la tina.


—Permítame —dice mirándome a los ojos con expresión de “algo tramo” mientras toma el shampoo Johnson´s y comienza con el lavado del cabello de Felipe.


Al parecer tiene clara la tarea, ya que el niño y el actúan en sincronía.


No puedo dejar de pensar que nos vemos tal como mi sueño. Lindamente, podríamos ser una pareja que baña juntos a sus dos pequeños hijos.


Acidez, nudo en la garganta y posibles ojos llorosos son mis síntomas en este momento. Tranquila tontita Pau… mente fría y distancia para que la caída no duela tanto.


—Me gustó mucho su canción señorita Pau—comenta sin siquiera mirarme.


Los niños se encuentran enfrascados en sus juegos, y para mi alivio no prestan atención a nuestra charla.


—Sí. Es muy bonita.


—Sabe… yo podría ser perfectamente ese dragón.


«Sonrío»


—No lo imagino como un dragón señor Alfonso, quizás como un ogro sí —. Respondo provocativa.


—Podría ser el dragón que cuide de usted en nuestro gran castillo —. El que robe sus secretos, palabras y los besos dulces de hada que tanto me gustan.


« … »


Esos puntos son las palabras que no me salen.


—¿No le parece señorita Pau?


Por suerte en ese momento entra mi madre seguido del señor Arturo. «Digamos que fui salvada por la campana»


—Mami —saludo agradecida de verla y me pongo de pie para salir del baño. Después de todo ¡es el padre! y puede continuar con la tarea de bañar a sus hijos solito en vez de provocarme y otorgarme falsas expectativas, sobre castillos y besos de hadas.


Saludo al señor Arturo y besuqueo la mejilla de mi madre y salgo del baño rumbo a mi dormitorio, cuando Alfonso sale detrás de mí.


—¡Señorita Pau! —grita —espere por favor.


Freno y cierro los ojos. No creo que sea nada bueno lo que me quiera decir. Pero es toda una sorpresa, cuando sin detenerse toma mi mano y a paso ligero me arrastra por la escalera hasta la planta baja. Pasamos por la sala, seguimos de largo a través de la cocina, donde Rita y Concepción quedan de boca abierta cuando pasa el jefe “arrastrando” a la cocinera de la mano. Y a través del inmaculado jardín, soy llevada hasta el cobertizo donde se almacenan las herramientas.


Rodea la mesa de trabajo y sujetando mi mano izquierda, me obliga a dejarla sobre el rústico tablón.


—No se mueva señorita Pau—ordena mirándome fijamente a los ojos, mientras arrastra las palabras con esa musicalidad en la voz que solo él tiene. Ya no hay rastro del risueño Alfonso que se encontraba hasta hace un momento en el baño junto a mí.


—¡No! —respondo retirando mi mano como si fuera una chiquilla asustada. Pero vuelve a tomarla y de forma un tanto brusca la vuelve a colocar en donde quiere.


Llevada por el miedo, la excitación que tengo o lo demandante de su orden… obedezco. Permanezco con mi mano en el sitio, mientras él voltea y llega hasta el panel de la pared donde se encuentran colgadas las herramientas. 


Casi caigo de culo al suelo, cuando lo veo tomar un gran alicate de corte.


«¿Me va a matar?»


Y maldigo haber visto tantos capítulos de la serie Dexter y Bones. Piensa Pau ¡piensa! ¿Corro, grito o lloro?


Sin pensarlo mucho, parece que la opción tres es la única que nace espontáneamente. «Me largo a berrear»


—¿Me va a hacer daño? —susurro implorando piedad con los ojos, mientras las lágrimas no se detienen.


Pero, para mí horror y sorpresa responde:
—La voy a liberar señorita Pau —y soy recompensada con un beso en mis temblorosos labios


Con una de sus manos sujeta la mía que se encuentra sobre la mesa, mientras con la otra mantiene mi cabeza fija intensificando la presión de nuestros labios unidos. De un momento al otro interrumpe el beso y se concentra en el alicate de corte y mi mano.


Mi mente viaja a películas de la mafia italiana, donde cortaban y enviaban los dedos de los soplones a sus familiares. Pero forcejear, no me está siendo útil. Me
da la espalda, inmovilizando mi brazo bajo el suyo y mi mano en medio. Es imposible ver lo que intenta hacer hasta que lo siento.


«Click»


Un chasquido.


El sonido de un metal roto.


El eco de una pesada cadena caer de mis hombros...


Olor a libertad.


—Listo —expone satisfecho mientras libera mis manos de su agarre. Abro los ojos y lo veo.


Alfonso sostiene mi sortija de compromiso abierta a la mitad en su palma.


Observo su mano con asombro y luego su cara. Repito una y otra vez la acción con incrédula expresión.


—Gracias… —respondo lentamente y soy recompensada con una gran sonrisa.


Camina hasta la salida del cobertizo y abriendo la puerta solicita.


—Pida un deseo señorita Pau.


Voltea para verme y puedo adivinar sus intenciones, por lo que en un instante de espontaneidad y sensata locura respondo:
—Deseo que esto nunca termine.


Me regala una mueca de lado, la cual termina en una gran sonrisa. Al parecer queda complacido con mi deseo.


—Deseo concedido —indica antes de aventar a lo lejos mi anillo.


—Gracias —es lo único que sale de mi boca nuevamente. Y no hace falta más… en dos pasos lo tengo pegado a mí y nuestros cuerpos se unen en un reconfortante abrazo, mientras me levanta del suelo para susurrar en mi oído.


—Pronto serás mía por completo.


Y así me deja. Temblorosa, llena de preguntas sin responder, con la ropa interior húmeda por segunda vez en el día y corazones en los ojitos


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