martes, 29 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 16





Pedro podía sentir que ambos estaban unidos por algo más que por la niña. Paula era una mujer fuerte, pero no se atrevía a confiar otra vez en un hombre.


Se fijó en la mujer que caminaba a su lado empujando un carrito. ¿Se habría percatado de que ambos habían adquirido una rutina diaria? Quizá ella durmiera sola todas las noches, pero sabía que él estaba allí. Igual que él no podía olvidar lo que era despertarse a su lado y sentir el calor de su cuerpo.


—Esa no es la mirada de un padre orgulloso —dijo ella.


—En este caso no soy Galahad —murmuró él, y la miró de arriba abajo.


Se había convertido en una broma, en un mensaje que solo entendían ellos. Cuando él la besaba o la tocaba, ella le advertía que se estuviera quieto y el decía que no era el caballero Galahad. Pedro sabía que lo único que los mantenía separados era su desconfianza. Intentaba demostrarle a Paula que no tenía motivos para desconfiar de él. Estaba pagando por los delitos de otros hombres, y aunque aguardaba el momento oportuno, tenía la sensación de que el tiempo se le agotaba muy rápidamente.


Cuando regresaban hacia la casa de Paula se detuvieron junto a un banco para ajustar una correa del carrito. En el banco había una anciana que daba de comer a los patos.


—¡Oh, qué niña tan bonita! —le dijo a Juliana y se inclinó para acariciarle la cabeza.


Juliana sonrió.


—Gracias. Nosotros pensamos lo mismo —dijo Paula.


—Tiene los mismos ojos que su marido —dijo la mujer.


—Oh, no estamos casados —contestó Paula sin pensar, y enseguida se arrepintió de haberlo hecho.


La mujer los miró sorprendida y después miró a Juliana con cara de pena.


—Pobrecita —comentó—. Se criará bastarda por culpa de unos padres egoístas.


Pedro se puso tenso y alejó el carrito de la mujer.


—Veo que ser maleducado no tiene nada que ver con la edad —soltó.


Paula miró a Pedro y a Juliana y contuvo las lágrimas.


—Bueno, es culpa suya. No seré la primera persona ni la última que lo diga, jovencito. Deberían pensar en la pobre criatura inocente y no en ustedes mismos, puesto que no pensaron en ella cuando la engendraron.


Paula se quedó boquiabierta, agarró el carrito y se marchó. Pedro cerró los puños y, como era todo un caballero, se contuvo para no decirle a la señora lo que pensaba de ella y salió detrás de Paula.


—No digas nada —murmuró ella sin detenerse.


—Paula, cariño, para.


—Maldita vieja —cuando llegó a la puerta de su casa, comenzó a llorar—. ¿Cómo ha podido decirle eso a mi bebé?


—Sss —Pedro la abrazó y la besó en la frente. Juliana se puso a gimotear—. Vamos —dijo, y entraron en la casa.


Una vez dentro, Paula se sentó en el sofá y tomó a Juliana en brazos. La pequeña seguía llorando.


—Paula, cariño, estás asustando a Juliana.


—Lo sé, lo sé. Ayúdame, por favor —le tendió a la niña y fue a lavarse la cara.


Cuando regresó, Pedro había metido a Juliana en la cuna. 


Paula quería ir a verla, pero Pedro la detuvo.


—Está bien.


—Déjame ir —contestó ella.


—Estás disgustada y Juliana lo sabe. Vamos, tranquilízate un poco.


—No quiero calmarme. Quiero seguir enfadada.


—Bien, entonces hablemos del tema —la llevó hasta el sofá.


—Ya lo hemos hecho —se dejó caer sobre los almohadones.


—¿He vuelto a pedirte que te cases conmigo? ¿Te he recordado que debemos hacerlo por ella y no por nosotros?


—No —admitió Paula—, no lo has hecho. Pero tampoco ha cambiado nada. No vemos el matrimonio de la misma manera. Tú ves un nombre en un papel, y yo una unión para toda la vida.


—¿Qué es lo que quieres, Paula? —al ver que permanecía en silencio, le repitió la pregunta—. ¿Qué es lo que quieres?


—Quiero un matrimonio como el que tuvieron mis padres, en el que todo lo que hacían, lo hacían juntos. Y no solo por los hijos, sino por ellos. Porque por encima de todo, se amaban —tragó saliva—. Quiero que me quieran por como soy, Pedro, y no por ser la madre de Juliana.


—Pero eres su madre, y eso no va a cambiar.


—Y ella es el motivo por el que tú continúas aquí.


—No es cierto.


—¿Y cómo voy a saberlo con seguridad?


—No lo sabrás. Solo tienes que confiar en mí.


—Creo que el hecho de que estés por aquí nos está dificultando las cosas.


—Puede que tengas razón.


Paula levantó la vista y él la miró a los ojos un instante. 


Después se levantó y se dirigió a la puerta.


Ella se puso en pie y dijo:
—¿Adónde vas?


—No lo sé —dijo él. La miró y deseó que las cosas fueran de otra manera—. Lo único que sé es que quiero que formes parte de mi vida. Me importas, y quiero a mi hija. Siento que no sea suficiente. Intentaba hacer las cosas bien, por nuestra hija.


Pedro.


—Te veré más tarde —salió de la casa y cerró la puerta.


Paula sintió un nudo en la garganta y se sentó en la silla más cercana. «¿Qué he hecho?», pensó. «¿Y ahora qué?».


En la calle, Pedro se detuvo junto a la puerta. Deseaba darse la vuelta y entrar de nuevo en la casa. Tomar a Paula entre sus brazos y besarla hasta que ya no pudiera discutir. 


Se metió en su coche y se dirigió a casa de su hermana. 


Tenía que plantearse qué era lo que quería de Paula. ¿Su nombre en un papel? ¿Y qué significaba casarse con ella por un simple nombre? ¿Para mantener calladas a las personas que eran como la mujer del parque? Se metió en el garaje de casa de Lisa y apagó el motor. Se reclinó en el asiento y suspiró.


Salió del coche y abrió la puerta de la casa. Estaba oscuro, y la soledad con la que había convivido durante años se apoderó de él, haciendo que se le formara un nudo en el estómago. No tenía un trabajo normal. Ni un horario normal. 


Si lo llamaban, tendría que marcharse. Hasta ese momento, nunca había tenido miedo a morir. Pero Juliana lo necesitaba. Paula no. Había demostrado que podía arreglárselas sola. Eso significaba que cuando él tuviera que marcharse también se las arreglaría.


Si se casaran, se convertiría en la esposa de un marino, y llevaría un anillo en el dedo que le impediría encontrar a otro hombre al que amar de verdad. «Oh, cielos», pensó, y apoyó la cabeza sobre la puerta. Solo de pensarlo se le partía el corazón. ¿Era mucho pedirle a Paula que se sacrificara para que él pudiera satisfacer el deseo de darle su nombre a su hija?







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