jueves, 22 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 7





Hora y media después, Pau le devolvía a Pedro su empapado chubasquero frente a la puerta de su casa.


—Mil gracias por tu invitación, Pepe. No pensé que navegar fuera tan emocionante. ¡He disfrutado muchísimo!


Pedro examinó ese rostro alborozado alzado hacia él y de nuevo sonrió; estaba claro que no mentía, Paula no podía ocultar su entusiasmo.


—Será mejor que te des un baño caliente si no quieres coger una pulmonía.


—Sí, papá. Buenas noches —se burló la chica.


«Definitivamente, es una mujer de lo más exasperante», concluyó Pedro, mirando cómo Paula desaparecía con rapidez detrás la puerta.


A pesar de todo, reconocía que lo había pasado muy bien. 


La señorita Chaves era un fenómeno de la naturaleza digno de estudio, se dijo. Por supuesto, no era en absoluto el tipo de mujer que a él le atraía; era demasiado franca, con una tendencia irritante a tomarlo todo a broma y nada sofisticada. 


Bueno, reconocía que tenía una cara encantadora, pero su cuerpo no era lo suficientemente voluptuoso para su gusto. 


Como si su mente quisiera desmentir esa afirmación, recordó el subidón de testosterona que experimentó al besarla.


«Es la novedad, unida al hecho de que hace tiempo que no estoy con una mujer. La semana que viene llamaré a Alicia», se prometió.


Alicia y él estaban inmersos en una relación intermitente que duraba casi dos años. Ella trabajaba en un bufete de abogados que en el pasado había llevado varios asuntos de Alfonso & Asociados, y solía ser su pareja en los bailes y eventos sociales a los que a menudo le invitaban. Alicia era una mujer que había triunfado en su carrera; entendía a la perfección lo importante que era para él su trabajo y no trataba de agobiarle con demandas imposibles. También era mundana y hermosa y tenía muy claro lo que quería. Hacía tiempo que Pedro sospechaba que ella deseaba casarse con él y él mismo llevaba un tiempo sopesándolo, al fin y al cabo, tenía cuarenta y dos años. Ya iba siendo hora de sentar la cabeza y tener una familia.


Su madre no cesaba de recordarle cuál era su deber. Desde 1789 había habido un Alfonso en Hallcourt Abbey y, como ella le repetía tan a menudo, no estaba dispuesta a que esa tradición muriera con él. Aunque sus caracteres siempre habían chocado, Pedro no podía negar que en esa cuestión su madre tenía razón; ¿qué sentido tenía dejarse la piel en la empresa familiar si no había hijos a quienes legársela? Bajo el chorro ardiente de la ducha, el encantador rostro de su vecina se coló en sus pensamientos sin ser invitado.


Completamente previsible.


Eso era lo que Paula pensaba de él y no entendía por qué le molestaba tanto; como ella misma dijo, no podían ser más diferentes. Con un suspiro, Pedro salió al fin de la ducha, se envolvió en una toalla y fue a prepararse algo de cenar.


Mientras tanto, tumbada en la enorme bañera del cuarto de baño de su tío, con la espuma rebosando por el borde y unas cuantas velas aromáticas encendidas por toda iluminación, Paula también pensaba en su vecino. Su beso había caído sobre ella como la bomba atómica sobre Hiroshima en una cálida mañana de agosto y, aunque se felicitaba por haber salido bastante airosa de la situación, prefería que no volviera a repetirse. A pesar de su aspecto estirado y distante, no sabía por qué, pero Pedro le caía bien y sentía una preocupación casi maternal por su bienestar.


«Bueno, reconozco que las emociones que me provocó su beso no fueron muy maternales que digamos», se confesó a sí misma. Sin embargo, seguía pensando que el atractivo y exitoso Pedro Alfonso no era un hombre feliz.


Permaneció en la bañera, sintiéndose en la gloria, hasta que el agua comenzó a enfriarse y se vio obligada a salir. 


Después se puso el pijama y decidió preparar una cena ligera y acostarse temprano. Al día siguiente tenía mucho trabajo. Debía ultimar los detalles de la exposición que tendría lugar en la galería de arte de un amigo suyo; el sábado era la inauguración y se le estaba echando el tiempo encima. De nuevo, sin saber por qué, pensó en Pedro y una suave sonrisa afloró en sus labios.


Quizá invitara a su arisco vecino...


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