miércoles, 7 de septiembre de 2016

ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO FINAL





Cuando volvieron al hotel, Paula se hundió en un sofá.


—Gracias por todo lo que le has dicho —dijo ella—. Y por enfrentarte a mi abuelo. Debes ser la única persona que se ha atrevido a hacerlo.


—Nos hemos deshecho de él —Pedro la miró, preocupado—. Estás agotada. No debí llevarte conmigo.


—Estoy bien. Sólo estoy cansada.


—Come algo. Y luego puedes dormir.


Pedro se alejó para pedir el servicio de habitaciones. En ese momento Paula se puso de pie, pero se mareó y se desmayó.


Cuando volvió en sí, Pedro estaba a su lado, pálido.


—¡Qué susto me has dado! —exclamó.


—Lo siento. No sé qué me pasa.


—Yo, sí. Has estado con una presión muy grande… Han sido muchas cosas…


—No me las recuerdes… Me siento muy culpable por no poder darte los hijos que deseas… —Paula se cubrió la cara con las manos—. Yo había decidido no casarme con nadie, porque no me parecía justo…


—Debía ser por ese motivo que eras virgen —dijo él.


—No dejaba que se acercasen los hombres. No quería verme involucrada en una relación.


Paula volvió a sentir mareo, y se echó hacia atrás en el sofá.


—He llamado a un médico. Vendrá en un momento —dijo él.


—No es nada…


—Sea lo que sea, quiero que se te pase.


Hubo un golpe en la puerta.


Apareció un hombre alto con un maletín junto a uno de los hombres de seguridad de Pedro.


El médico le hizo muchas preguntas, algunas un poco incómodas.


Pedro miraba, ansioso al médico.


—¿Cuánto tiempo llevan casados? —preguntó el doctor.


—Seis semanas.


—Entonces, les doy mis felicitaciones. Van a tener un bebé.


—Pero… ¡Eso no es posible! —exclamó ella.


El médico sonrió.


—Supongo que es normal que piense eso después de la historia clínica que me ha contado. Pero puedo asegurarle que está embarazada, señora Alfonso.


—Pero…


—Tengo treinta años de experiencia y aunque un médico puede dudar de un diagnóstico, esta vez estoy seguro. El mareo que tiene es debido al embarazo. Se le pasará en unas semanas, así como el cansancio. A partir de entonces, disfrutará de la experiencia.


Paula no podía creerlo.


—Pero, ¿cómo es que los médicos dijeron que no podía quedar embarazada? —preguntó Pedro.


—El tema de la fertilidad es complicado. Se sabe mucho, y se desconoce mucho —dijo el hombre yendo hacia la puerta—. Y si no, vea la cantidad de parejas que hay que adoptan un niño y luego las mujeres quedan embarazadas. Usted ha vivido uno de esos milagros, señor Alfonso.


Cuando el médico se fue, Paula seguía en el sofá.


—Me da miedo moverme…


—No me extraña —Pedro la levantó en brazos.


—¿Qué estás haciendo?


—Te llevo a descansar.


Ella cerró los ojos.


—¿Te das cuenta de lo que significa esto? —dijo ella.


—¿Qué? —Pedro la depositó en la cama.


—Que una vez que tengamos un hijo podemos divorciarnos.


—Vete a dormir. Mañana hablaremos.


Paula estaba embarazada, debía estar contenta. Pero de pronto se sentía vacía. Cuando Paula se despertó, Pedro estaba en un rincón de la habitación, observándola.


—¿Pedro, qué haces ahí?


—Tengo miedo de que desaparezcas, y tenemos que hablar. Quédate ahí y no te muevas.


Se marchó de la habitación y volvió con galletas y una bebida.


Ella se incorporó y preguntó:
—¿Qué es eso?


—El médico me ha dicho que unas galletas secas por la mañana antes de levantarte podrían ayudarte a que se te pase el mareo —se las ofreció y esperó a que las probase—. ¿Estás mejor?


—Sí.


—Bien, porque tenemos que hablar y no quiero que tengas excusas para abandonar la habitación. Y antes de que digas nada, quiero que sepas una cosa. Puedes pedirme lo que quieras, pero el divorcio, no. Así que no vuelvas a pedírmelo.


—No eres responsable de lo que ha pasado, Pedro. Ha sido todo culpa de mi abuelo. Me pregunto si ése será el motivo por el que no soportaba tenernos a mi madre y a mí cerca. Quizás eso intensificara su culpa, recordándole lo que había hecho.


—Supones que es capaz de sentir culpa y remordimientos, pero lo dudo. Y la razón por la que no quiero que te marches no tiene nada que ver con mi sentimiento de responsabilidad sino con lo que siento por ti.


Paula sonrió, temblorosa. Pedro era griego, y se sentía responsable de haberla dejado embarazada.


—Lo dices porque sabes que estoy embarazada…


—Lo que siento por ti no tiene nada que ver con eso. Aunque no te niego que estoy encantado de que lo estés. Porque eso te ata a mí. No creo que una mujer tan generosa y leal como tú prives a tu hijo de su padre.


Pedro, esto es ridículo. Tú has dejado bien claro lo que piensas de mí. Siempre has dicho que soy una codiciosa…


—Eso era cuando no te conocía. Me siento muy culpable por el modo en que te he tratado.


—No te culpo por ello.


—Pero deberías hacerlo. Te olvidas de que yo también tengo parte de culpa. Tú te viste obligada a casarte por dinero, y yo di por hecho que eras como otras mujeres que había conocido.


—No puedo negar que no me guste usar cosas bonitas, y comer comidas deliciosas…


—Entonces, quédate conmigo. Yo te enseñaré cosas sobre el sexo, y te enseñaré a gastar y gastar, y a ir a fiestas… Te lo mereces.


—No es suficiente, Pedro. Te aburrirás.


—No, tú me sorprendes constantemente.


—Tú te cansas de las mujeres…


—Contigo nunca tengo suficiente…


—Eso es sólo sexo.


—No es sólo sexo. Te amo y sé que tú no sientes lo mismo, pero no puedo dejarte marchar…


—Tú no me amas. Sólo lo has dicho por mi madre.


—Lo he dicho porque es cierto —Pedro le acarició el pelo—. Yo no creía que existiera el amor hasta que te conocí. Y aunque el sentimiento no sea recíproco, aun pienso que puedo hacerte feliz.


Ella no podía creerlo.


—No es posible que me ames. Si después de nuestra noche de bodas no fuiste capaz de quedarte siquiera…


—¡No me recuerdes lo cruel que he sido!


—Porque me odiabas.


—No, porque no podía dejar de hacerte el amor… Lo que sentía por ti me asustaba…


—¿Y por eso te marchaste quince días?


—Sí… Pero estoy decidido a conseguir que me ames…


—El sentimiento es mutuo, Pedro —susurró ella—. Te amo desde el momento en que me di cuenta del tipo de persona que eres…


—Dímelo otra vez.


—Te amo —Paula sonrió.


—Ningún hombre va a descubrir lo ardiente que eres —le dijo él, abrazándola.


—Además de tener muchas virtudes, también eres muy posesivo…


—Soy griego, ágape mou, ¿qué esperas?


—Me gusta que me quieras proteger… Nunca nadie me ha protegido.


—De ahora en adelante, nadie te hará daño. Y no volveremos a la isla, si no quieres. Podemos vivir en ciudades, si te encuentras más cómoda.


—No me importa dónde vivamos, si es junto a ti. Y me encanta la isla. Es donde me enamoré de ti.


Él gimió y la besó.


—Te daré todo lo que me pidas, no tienes más que pedírmelo.


—¿Todo? —le preguntó ella, pícaramente.


—No me pongas nervioso… ¿Qué quieres?


—¿Has dicho en serio lo de llevar a mi madre a Grecia?


—Por supuesto. Los médicos creen que se recuperará mejor en un clima soleado. En cuanto esté mejor, la llevaremos a un hospital privado de Atenas.


—¡Lo que es tener dinero! —exclamó ella.


—Quiero darte todo lo que quieras.


—En ese caso, ¿podemos irnos a Grecia cuanto antes? Me encanta Grecia y su comida.


—¿Y los hombres griegos?


—Sólo uno. El señor Alfonso —se rió Paula.




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