jueves, 25 de agosto de 2016
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 11
Paula
Ha sido sentir el roce de su mano sobre la mía y he sentido un cosquilleo en el estómago. Como cuando estás subido en una montaña rusa y estás a punto de bajar por la cuesta más empinada. Igual.
Cuando yo me subo a una montaña rusa siento una mezcla de excitación y miedo que es exactamente la misma que he sentido cuando Pedro me ha tocado. Sí, eso es justo lo que he sentido.
Siento la tentación de tontear con él. Llevo toda la mañana en su casa y lo cierto es que a cada minuto que pasa descubro algo en él que no esperaba. No, ¡si tendrá razón en lo del huevo Kinder! Anda, que menudas ocurrencias tiene.
Me siento en el sofá a su lado, tomando la precaución de apartarme unos centímetros. Solo quiero tontear. Nada más.
Así que mejor no correr riesgos. Porque si vuelve a tocarme empiezo a pensar que no seré responsable de lo que haga.
Estoy en su casa a solas con él, incomunicados, sin teléfono, sin internet y sin luz.
Lo mejor será buscar algo con lo que distraerse porque yo creo que él está como yo. Pues no se le ha notado ni nada cuando me ha cogido la mano para guiarme al salón. Le caeré mal y le pareceré una pija, pero estoy convencida de que le pongo.
Y, para qué negar la realidad, yo no tendría nada serio con alguien como Pedro. Para empezar porque, para él, el campo es su vida y yo sería incapaz de pasar en este entorno más tiempo del imprescindible. Es guapo: sí. Y me cae bien: sí. Y si viviera en una ciudad y tuviera un trabajo distinto a lo mejor me lo pensaría: sí.
Pero es ganadero y vive en medio de este valle en el norte de España, así que lo mejor será mantener la distancia de seguridad.
Porque si me toca otra vez como antes no respondo.
Un par de horas más tarde abro los ojos para encontrarme con los de Pedro que está de pie a mi lado y me observa con detenimiento mientras me ilumina con su teléfono móvil.
Me incorporo de golpe:
—¿Qué pasa?
—No pasa nada, tranquila. —Me pone una mano en el hombro y me parece que si lo que quería era tranquilizarme así no va a conseguirlo. ¡Dios! ¿Por qué se me eriza todo el vello del cuerpo cuando me toca?—. Es que llevabas tanto rato dormida que me he asustado, quería comprobar que estabas bien.
—Estoy bien —respondo apartándome de él y frotándome las piernas. Me molestan las botas.
Veo que Pedro ha encendido unas velas y que ha dejado una linterna sobre la mesita.
—¿Seguimos sin luz?
—Así es.
—¿Hasta cuándo?
—Ni idea. Pero mientras no vuelva a funcionar será mejor que te quedes aquí.
—De acuerdo. —Madre mía, no sé si va a ser bueno para mí tenerlo cerca tanto tiempo—.¿Te importa que me quite las botas?
—Claro que no, mujer. Yo te ayudo. —Al decir esto se inclina junto a mí, toma una de mis piernas entre sus manos, me baja con delicadeza la cremallera y tira hacia fuera de una de las botas. Luego repite la operación con la otra.
No puedo evitar sentir un hormigueo. Nunca antes algo tan corriente como quitarme una bota me había excitado tanto.
—Gracias.
Un pequeño e incómodo silencio invade el salón. Vaya, ni que hubiera pasado un ángel. Yo no sé qué decir. Estoy nerviosa. Me ha dicho que me quede aquí mientras no vuelva la luz, esto no puede traer nada bueno. Lo mejor será sacar algún tema de conversación distendido.
—Sabes, cuando yo era pequeña me encantaba jugar a las tinieblas. Venían mis amigas a casa, nos metíamos en mi cuarto, apagábamos la luz y nos escondíamos.
—Mmm… interesante.
Pedro se incorpora con lentitud y lo veo acercarse hasta una de las velas que hay encendidas y de un suave soplido, la apaga. Repite la operación con el resto de las velas que hay.
No sé lo que está pensando, pero lo noto muy seguro de sí mismo. Y eso no me gusta. ¿O sí?
De pronto, estamos a oscuras y me pongo muy, muy nerviosa porque no sé lo que va a pasar. Escucho sus pasos y noto cómo se sienta junto a mí en el sillón. Cerca, muy cerca.
Demasiado.
—¿Quieres jugar ahora a las tinieblas? —me susurra con voz ronca al oído.
La respuesta de mi cuerpo a esta pregunta es un sí como una catedral, pero mi cabeza no lo tiene tan claro… por lo que no respondo.
—Quien calla, otorga —dice, antes de buscar a tientas mis mejillas para sujetarlas con ambas manos y acercar mi cara a la suya—. Me parece que ya te he pillado.
Las palabras no pueden ser más acertadas. Pillada. Así me siento ahora mismo.
¿Dónde ha quedado el rústico ganadero que me alquiló su casa? Es como si la oscuridad hubiera ocultado todo lo que no me gusta de él porque todo el rechazo que he sentido en muchas ocasiones se ha convertido en una irrefrenable atracción.
Ahora solo puedo recordar su seductora sonrisa y su cabello rubio. Tengo dudas acerca del color de sus ojos, pero la penumbra me impide verlos. Creo que eran azules, pero es que cuando lo miro, su sonrisa hace que olvide todo lo demás. Sé que me mira con detenimiento, pero no podemos vernos. Solo podemos sentirnos.
Tacto, sabor, olor…
Puedo sentirlo a través de los sentidos que me quedan y eso es lo que hago. Soy yo la que me lanzo hacia él en busca de sus labios. Dejo que mi boca se funda con la suya. La saboreo y, aunque hemos estado sin luz, compruebo que ha ido a lavarse los dientes porque sabe a menta.
Pedro responde a mis besos y no se queda atrás. Sus manos acarician mi cuerpo. Busca con ansiedad mis pechos y los acaricia por debajo del suéter.
De pronto siento calor, mucho calor.
—¿Has subido la calefacción? —no puedo evitar preguntar.
—¿Crees que voy a dar mi brazo a torcer en cuanto a eso, señorita? —murmura mientras sus labios recorren mi cuello—. Lo que he hecho es encontrar una forma más barata de quitarte el frío.
«Y mucho más efectiva», pienso.
Las manos de Pedro me van desnudando poco a poco.
Pieza a pieza. Con un mimo y un cariño que pocas veces he sentido. Me aparta con delicadeza un mechón de pelo de la cara y me pregunta:
—¿Quieres hacer tú lo mismo? Yo también tengo mucho calor.
Sé que no puedo verme, pero estoy segura de que sabe que sonrío mientras hago lo que me pide. Me entretengo en desvestirlo. Disfrutando de cada parte de su cuerpo. Al quitarle la camisa puedo palpar su pecho y me relamo al notar que puede que no sea un huevo Kinder, pero sí tiene una tableta de chocolate. No me extraña. Alguna ventaja tiene que tener la dura vida de granja.
Me deleito besando cada cuadrado.
—Eres una golosa —le escucho decir entre jadeos.
—Ya te dije que soy de buen comer —replico entre risas, consciente de lo que esa frase implica en la situación en la que nos encontramos.
Los dos estamos desnudos y fuera está nevando. Estamos a varios grados bajo cero, pero dentro del caserío el termostato arde.
Nos olvidamos de todo. De quienes somos. Del rechazo que ambos sentimos por la vida del otro. Nos dejamos llevar. En medio de esta oscuridad siento que ya no somos Paula, la pija, y Pedro, el chico de pueblo, solo somos un hombre y una mujer.
Tumbados el uno junto al otro sobre el sofá, nos acariciamos y nos besamos. Pedro sabe lo que hace, sin duda. Me separa las piernas y con sus grandes y ásperas manos recorre esa parte de mi cuerpo.
Se me escapa un gemido. No me gusta ser una escandalosa, pero sabe lo que se hace y activa cada una de mis teclas. Ahogo otro gemido. Dios, ¿es que no soy capaz de callarme?
Pedro insiste y estoy segura de que quiere escucharme así que dejo de contenerme y le doy la satisfacción, ya que no puede ver mi cara, de escucharme gemir. Al fin y al cabo, estamos en medio de la nada, ¿quién va a oírme?
El chico de campo, el ganadero, me está llevando al clímax como pocos lo han hecho. Mientras me acaricia el clítoris, introduce primero un dedo y luego otro, dentro de mí. Me retuerzo de placer. Estoy totalmente mojada y entra y sale de mí con facilidad a la vez que me besa en los labios, el cuello, el pecho… cada rincón de mi cuerpo.
¿Dónde le han enseñado a este chico a hacer todo esto?
—Yo… yo… voy a… —consigo decir.
—Eso es lo que quiero —responde, sabedor de a qué me refiero.
Cierro los ojos y me abandono al hormigueo que recorre mi cuerpo, a los espasmos que sus manos provocan en mí y dejo que explosione con fuerza.
Pedro se separa con lentitud de mí, pero permanece a mí lado y yo sigo tumbada sobre el sofá. Exhausta y feliz.
Seguimos incomunicados y sin luz así que, sin pensarlo dos veces, me incorporo y busco a tientas entre sus piernas.
—¿Quieres jugar otra partida?
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