La Navidad llegaba a Nueva York. Después de Acción de Gracias la ciudad ya se preparaba para acoger el encendido de luces del árbol en Rockefeller Center. Central Park estaba lleno de gente que acudía de forma festiva a patinar en la enorme pista de hielo. Los parques y fachadas de edificios estaban engalanadas con los más vistosos adornos. Luces de neón alumbraban comercios contagiados por el espíritu de una festividad que no pasaba indiferente para nadie en aquella gran ciudad de rascacielos.
Pedro vio llegar a Mateo y a Mariano en sendos taxis que pararon al mismo tiempo en la esquina donde él esperaba y por poco provocan un accidente. Soltó una carcajada y tendió la mano a uno de ellos para saludarlo mientras el otro le daba una palmada en la espalda.
—¿Cómo estás, Largo? —preguntó Mateo.
—Bien, muy bien, ¿y tú?
—Bah, yo siempre estoy bien.
—Que no te engañe, hay una pelirroja por ahí que lo está volviendo loco —dijo Mariano.
—¡Mujeres! ¡Siempre mujeres! —suspiró Mateo.
Los tres rieron y se encaminaron hacia el restaurante italiano donde habían reservado mesa para cenar. Cuando estuvieron acomodados y la camarera les había dado las cartas para que fueran eligiendo su cena, Mariano preguntó:
—Bueno ¿y cuáles son vuestros planes para estas fechas? Además, claro está, de quedar con los amigos y salir de fiesta.
—Yo tengo trabajo, no me puedo ir a ningún lado. Hay que cambiar un sistema entero de una multinacional que quiere empezar el año tocándoles las narices a los empleados, así que, yo me quedo en Nueva York —explicó Mateo con fastidio.
—Vaya, yo también me quedo en casa. Me toca turno el día de Fin de Año, así que despediré este asqueroso año sentado delante del televisor con cuatro o cinco tíos más o apagando los fuegos que encienda algún insensato repleto de alcohol —se quejó Mariano—. ¿Y tú? —Ambos hombres miraron a Pedro interrogantes.
—Creo que pasaré las Navidades con mi madre en Elizabeth y el Fin de Año aquí.
—¿Solo? —preguntó Mateo curioso.
—Solo.
—¿Seguro? —dijo Mariano con malicia.
—Yo tomaré tallarines al presto y una cerveza, gracias —dijo Pedro esquivando perfectamente la pregunta y mirando a la camarera que ya esperaba para anotar el pedido.
Después de la agradable cena donde hablaron de algunas de las cosas sin importancia que les había ocurrido desde la última vez que se encontraran, hacía ya dos meses, los tres amigos cogieron un taxi para ir a ver el «Radio City Christmas Spectacular» en Broadway. Era la primera vez que iban a ver un musical de este tipo y, a pesar de las constantes quejas de Mateo sobre la mujer gorda sentada delante que no dejaba de moverse, los tres disfrutaron de la función como niños.
A la salida, Mariano propuso ir a tomar unas copas pero ninguno de sus amigos le prestó atención. Mateo le dio un codazo y con un gesto de la cabeza le indicó que mirara hacia atrás, al lugar donde se había quedado Pedro hablando con una mujer.
Cuando vieron de quién se trataba, los dos emitieron un suspiro de pesar. Se complicarían las cosas de nuevo, y cada vez que pasaba eso tardaban meses en recomponer
el maltrecho corazón de Pedro hasta que volvía a ser persona.
—Le complicará la vida —dijo Mariano molesto.
—Ya lo sabe, pero la quiere.
La gente que había alrededor de ellos se fue apartando.
Mariano y Mateo miraron a Pedro y luego a Paula. Él estaba nervioso, se pasaba las manos repetidamente por el pelo. Ella estaba preciosa pero incómoda ante aquel inesperado encuentro.
El motivo de su incomodidad se personó a su lado, era el inspector Federico Matters. Pau le dijo algo al oído y él se apartó para llamar a un taxi. Luego intercambiaron unas palabras más y finalmente ella dijo algo y siguió a Matters que ya la esperaba con la puerta del taxi abierta.
Al verla de cuerpo entero, Charlie y Mateo contuvieron la respiración, sorprendidos.
* * * * *
Después de la preciosa boda de Simon y Carmen, había decidido dejar de ser un estorbo para su hermano y su reciente cuñada y alquilarse un apartamento cerca de ellos para poder tenerlos a mano sin llegar a ser un incordio. Por supuesto, tanto Simon como su reciente esposa, habían puesto el grito en el cielo.
Había vuelto a trabajar de nuevo en un pequeño despacho de abogados del centro de la ciudad. Algo modesto pero con fuerza, que se encargaba, entre otras cosas, de casos de índole social y ayudaban a aquellas personas que tuvieran problemas económicos para costearse un buen abogado. Ya había oído hablar de ellos cuando trabajaba en la Fiscalía y decidió presentar su currículum para ver qué sucedía.
No habían tardado ni dos días en citarla para una entrevista.
Su jefe, un hombre mayor, de aspecto severo y rubicundo, la acribilló a preguntas desde el momento en que entrara por la puerta del despacho para la entrevista. Se sintió como la chica que busca empleo por primera vez aunque pronto le pilló las intenciones a aquel hombre y se supo desenvolver como si llevara sometida a interrogatorios durante toda su vida.
Cuando salió del edificio que albergaba el despacho de abogados tropezó con el inspector Matters, el cual tardó un segundo en reconocerla.
—Dios mío, Paula. Estás increíble.
—Gracias Federico, cuánto tiempo sin vernos, ¿verdad? —dijo sonrojada y algo cohibida.
—Sí, la verdad es que sí. Después de aquello te perdí la pista —contestó él algo incómodo.
—Fue culpa mía. Quise desconectar tanto de todo que me olvidé de agradecerte lo que habías hecho por mí.
—No tenías que agradecerme nada, no seas tonta. Yo hice lo que debía.
Hablaron en la calle durante más de media hora y cuando comenzó a caer una ligera lluvia inesperada, se dieron los teléfonos y prometieron llamarse.
Y así lo hizo él en repetidas ocasiones pero Paula siempre ponía excusas para no aceptar sus invitaciones a cenar, a comer o a tomar un café. Federico le traía unos recuerdos que deseaba borrar de su cabeza y la prueba de ello fue que desde que se encontraran en la calle había vuelto a tener aquellas odiosas pesadillas en las que sus miedos se hacían realidad.
Ahora controlaba su vida de la mejor manera. Tenía un buen trabajo que le apasionaba, una familia que la quería y algo por lo que preocuparse. Sin embargo seguía sintiéndose sola y desdichada, y cuando abría los ojos por las mañanas y esos sentimientos venían a su cabeza, sabía que el día no iría bien.
La mañana del 20 de diciembre Federico la llamó al despacho.
—Tengo dos entradas para el «Radio City Christmas Spectacular» esta noche, ¿te apetece? No aceptaré un no por respuesta.
Paula soltó una carcajada, sorprendida porque aquella voz le había borrado parte de su tristeza esa mañana.
—Está bien, iré. ¿Dónde puedo recoger las entradas? Tendré que pensar en alguien que me acompañe —dijo a modo de chanza para ver cómo reaccionaba.
—Eh…, esto…, yo pensé que podríamos ir juntos…
—¿Juntos? ¿Tú y yo? No sé… —lo oyó moverse inquieto al otro lado del teléfono. Decidió que no lo haría sufrir más y soltó otra carcajada. —Por supuesto, tonto. Iré contigo. ¿A qué hora quedamos?
—Pasaré a recogerte a las ocho, ¿de acuerdo? —confirmó entusiasmado.
—Perfecto, a las ocho. Nos vemos luego.
Nevaba cuando Federico llegó con un taxi a recoger a Pau en su casa. Era una ligera nevada que dejaría algunos rincones cubiertos de una fina capa blanquecina mientras las calles se cubrirían del incómodo barro y el peligroso hielo. Pero aun así, Pau estaba encantada con aquella época, era su favorita.
—¿Qué harás en Navidad? —preguntó Federico cuando iban camino de Broadway.
—Iré a pasarlas con mi padre. Creo que Simon y Carmen también irán. Hace años que no pasamos las fiestas en familia y ya es hora. ¿Y tú?
—Vermont —dijo con aburrimiento—. Miles de sobrinos gritones, cuatro hermanas que me darán el tostón con algo que se les haya metido entre ceja y ceja, mi madre me reñirá por estar muy delgado, mi padre me preguntará mil veces cuando voy a llevar a alguna chica y mis cuñados bromearan a mi costa por no soportar más de la cuenta el alcohol. Todo un planazo, ¿eh?
—Debe de ser divertido —dijo ella sonriendo.
—Lo es. No lo cambiaría por nada. —Se quedó pensativo un momento—. ¿Y para Fin de Año?
—No lo sé. Quizás lo pase aquí. El despacho organiza una fiesta para los empleados, ya sabes. Mi hermano y Carmen se van a esquiar y me han dicho si quiero ir con ellos, pero no creo que sea lo mejor. Se sentirán obligados a estar pendientes de mí y es bastante desagradable.
—Pásala conmigo —dijo de repente cogiéndole una mano.
Pau sintió una alerta que sonaba en su interior. No debía alentarlo pues no sentía más que un tremendo afecto y un sentimiento de gratitud por encima de todo. Las cosas se complicarían si no le dejaba su posición clara desde el principio.
—Federico… No quiero que pienses que soy una desagradecida. Sabes que no habrá nunca palabras suficientes para expresar lo mucho que te agradezco lo que hiciste por mí. Pero no creo que sea una buena idea que tú… y yo… —Lo miró esperando que él hubiera entendido sus palabras. Vio un atisbo de entendimiento al momento y suspiró.
Luego, con una sonrisa que la encandiló por completo le dijo:
—Entendido. Solo amigos. —Y le soltó la mano que aún retenía en la suya. Paula miró la mano que había quitado y volvió a poner la suya entre las de él.
—Me gusta que me cojas de la mano. Me hace sentir segura.
A la salida del musical, Federico se disculpó para ir al servicio antes de coger un taxi y volver a casa. Había dejado de nevar y hacía frío, pero Paula se sentía sofocada dado su estado, y salió a la calle a esperar a su acompañante. Cerró los ojos para percibir el olor de la tienda de gofres que había en la esquina y su estómago rugió hambriento.
Cuando abrió los ojos Pedro se encontraba delante de ella mirándole la abultada tripa con una expresión más fría que el ambiente a su alrededor. Pau se puso las manos instintivamente en la barriga tapada por su abrigo de paño y emitió un suspiro que puso una nube de vaho entre ellos.
Pedro se pasó varias veces las manos por su pelo rubio más largo de lo normal. Estaba estupendo, pensó ella mirándolo a los ojos. Una sombra de barba amenazaba su mentón y le confería un aspecto peligroso y siniestro. Llevaba una cazadora de piel negra tres cuartos, unos pantalones vaqueros también negros y una camisa de un blanco inmaculado. Una bufanda de cachemir de un color gris oscuro le colgaba grácilmente del cuello. Definitivamente, ese hombre le alteraba el pulso fuera cual fuera la situación en la que se encontraran y después de cuatro meses, desde aquella última vez en casa de su madre, reconoció que, al menos su cuerpo, lo había echado de menos.
—¿Cómo estás? —preguntó ella rompiendo la tensión que se respiraba en el aire.
—¿Y tú? Ya veo que te encuentras… —dudó.
—¿Embarazada? Sí, lo estoy —respondió ella misma.
—¿Es mío? —La atravesó con los ojos. Su expresión era una máscara de granito pulido.
—Eso da igual, ¿no crees? —intentaba esquivar su mirada a toda costa. No aguantaría mucho tiempo el escrutinio de sus ojos.
—No da igual, quiero saber si es mío.
—¿Y qué harás si te digo que sí? —preguntó calmada aunque su interior bullía como una olla a presión a punto de explotar.
En ese momento apareció Federico. Le colocó una mano en la espalda de forma posesiva y le preguntó si se encontraba bien. Ella miró a un hombre y luego al otro y asintió. Tras unos segundos en los que ninguno dijo nada, se acercó al oído de Federico y le susurró algo que Pedro no alcanzó a escuchar. El inspector asintió de mala gana y se dirigió al borde de la acera para parar un taxi mientras ella daba por finalizado el encuentro.
—Tengo que marcharme.
—No me has dejado que te conteste —dijo él.
—¿Qué?
—Me has preguntado qué haría si me dices que el hijo que llevas es mío, y no me has dejado contestar —se explicó.
—No quiero saberlo,Pedro. —Suspiró—. Es más fácil para los dos si lo dejamos así.
Pedro se fijó en lo cansada que estaba. Vio cómo ella dirigía una furtiva mirada a Federico y Pedro sintió un ramalazo de celos que lo dejó temblando de rabia.
—¿Estás con él?
—Es evidente que sí, ¿no? —respondió cansada y un poco harta de la situación. Le dolían los pies y los riñones de estar tanto tiempo allí, plantada, en el frío de la noche neoyorkina.
—Tengo que marcharme —repitió Paula.
—Eso ya lo has dicho pero no te has movido. Yo no te lo impido, puedes irte —dijo con una dureza en la voz que la desconcertó.
—Sigues siendo un gilipollas —le espetó, y se encaminó a la puerta del taxi que Federico ya mantenía abierta desde hacía rato.
Pedro se quedó estupefacto por su reacción. Ni siquiera se movió hasta que oyó la puerta del coche cerrarse con un fuerte golpe. Entonces se giró y miró a sus amigos que estaban igual de sorprendidos que él o más. Había sido un shock encontrar a Paula, pero más aún encontrarla embarazada.
No le había resuelto la duda de si era suyo o no, pero Pedro sospechaba que sí lo era, si no qué motivos tendría ella para eludir la respuesta. Sonrió levemente.
Paula estaba muy alterada de camino a casa. Recordaba cada palabra de él como si las estuviera oyendo de nuevo.
La había mirado con dureza pero en sus ojos seguía existiendo esa calidez y esa sensibilidad que ella había conocido en tiempos mejores. Se había sentido insegura e intranquila. Cuando él le preguntó si era suyo estuvo a punto de gritarle «¡Pues claro que lo es, idiota!», estuvo a punto de arrojarse a sus brazos para que él la acariciara como hacía cuando se sentía desdichada, había estado a nada de pedirle que la besara, que no la abandonara nunca, que tenía miedo constantemente si él no estaba a su lado, que había pasado los cuatro meses más tristes de toda su vida, y que lo amaba tanto que jamás lograría apartarlo de su vida.
Y mucho menos ahora que iba a ser madre gracias a aquel último encuentro en Elmora Hills.
Federico miraba a Pau con curiosidad y una pizca de dolor.
—¿Es él, verdad? ¿El padre?
Ella asintió casi imperceptiblemente. Los ojos se le habían llenado de lágrimas con sus pensamientos. Y dado que no podía dejar de llorar, no le importó que Federico la viera hacerlo una vez más.
—¿Él te quiere?
Ella se encogió de hombros dando a entender que no lo sabía, pero en el fondo esperaba, deseaba, que fuera así.
Sin embargo, ¿por qué no la había buscado después de la última vez? La voz de su conciencia le respondió con otra pregunta: «¿Por qué no lo has buscado tú?». El orgullo, el miedo al rechazo, el enfado pasado… lo mismo que él, probablemente.
Federico la dejó amablemente en casa y le hizo prometer que lo llamaría al día siguiente. Ella le agradeció la velada tan estupenda que habían pasado y cerró la puerta sin realizar ningún promesa pues sabía que no lo llamaría.
Se cambió, se puso su ropa cómoda de estar por casa y se tumbó en la cama a esperar que el sueño la acogiera entre sus brazos y la venciera. Pero no tenía ganas de dormir.
Estaba tan abrumada por los acontecimientos de esa noche, por los descubrimientos que su mente le había puesto en bandeja, que se levantó y puso la tele para entretenerse.
Eran las cuatro de la mañana cuando sonó el timbre de su casa. Se sobresaltó en el sofá. Se había quedado dormida allí mismo con la tele puesta en el canal de la Teletienda.
Miró el reloj de encima de la mesa y parpadeó al ver la hora. ¿Quién sería a esas horas de la madrugada?
Se acercó a la puerta descalza, sin hacer ruido. Miró por la mirilla y allí estaba Pedro. Apoyaba una mano en la puerta y se miraba los pies. El pelo húmedo le caía hacia delante, la camisa abierta le dejaba ver la base del cuello y el nacimiento del vello rubio de su pecho, la bufanda le colgaba de mala manera.
—Sé que estás ahí, abre. Estoy oyendo la tele —dijo con una voz pastosa. Era evidente por su tono que estaba bebido. Nunca lo había visto borracho.
Dio una última mirada y él levantó la cabeza. Paula se sobresaltó cuando vio el ojo morado que traía y la sangre en la nariz y en la comisura de su labio.
Abrió la puerta de inmediato y casi se cae encima de ella.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó con urgencia mientras cogía su brazo para pasarlo por sus hombros y aguantar el peso. Cerró la puerta de una patada.
—Me peleé —contestó simplemente.
—¿Y qué haces aquí? —volvió a preguntar dejándolo caer en el sofá donde unos minutos antes descansaba ella acurrucada.
—No sabía dónde ir —dijo con una mirada desamparada.
—¿Y Mateo y Mariano? ¿No estaban contigo? —le preguntó cuando iba al cuarto de baño para coger un antiséptico y unas gasas.
—Ellos me dejaron en mi casa y yo vine aquí. —Cerró los ojos y relajó las facciones. Cuando Paula regresó, creyó que se había dormido. Observó el movimiento de su pecho subiendo y bajando regularmente. Se sentó en el sillón de enfrente a observarlo. Era el hombre más apuesto que había conocido nunca.
Pedro abrió los ojos lentamente y la vio ruborizarse. Pau apartó la vista hacia la televisión y recordó que tenía las gasas en las manos. Estaban estrujadas.
—Eres preciosa —dijo con voz somnolienta y un brillo especial en la mirada.
—Y tú estás borracho —le espetó ella levantándose para curarle las heridas—. ¿Cómo supiste dónde vivía?
—Llamé a Simon —respondió haciendo una mueca de dolor cuando ella le iba a poner la gasa empapada en el labio.
Paula dejó suspendida la mano a escasos milímetros de la herida.
—¿Llamaste a Simon a las cuatro de la mañana? —Pedro hizo un sonido de asentimiento—. ¿Y no te ha matado?
Él sonrió, lo que le provocó una punzada de dolor en la comisura de la boca. Pau le aplicó la gasa sobre la sangre y este aulló y se retorció. Una sonrisa de satisfacción se instaló en su cara pero al momento se puso seria.
—No deberías haber venido.
—Quería verte. Quería saber…
—¿Qué? ¿Si estaba con Federico? ¿Si he rehecho mi vida? ¿Si te echo de menos? ¿Qué? ¿Qué querías saber? —explotó ella lanzándole las preguntas a la cara como puñales.
—Quiero saber si es mi hijo lo que llevas aquí —le puso la mano suavemente en el abultado vientre. Pau cerró los ojos al notar ese contacto íntimo y la embargó el calor que despedía su mano. Se sentía tan débil cuando estaba cerca de él…
Se retiró, saliendo de su alcance. Se sentó en el sillón y respiró profundamente antes de hablar.
—Te pregunto lo mismo que antes: ¿Qué harías si te digo que sí?
—No volveré a separarme de ti, Pau.
—¿Y si te digo que no? ¿Qué pasa si te digo que no es tuyo? —preguntó de pronto mirándolo fijamente. Él no dudó.
—No me importa. No quiero estar lejos de ti nunca más. —Diciendo esto cerró los ojos y se quedó dormido plácidamente con las piernas estiradas sobre el sofá.
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