miércoles, 6 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 10






Paula bebió su segunda copa de champán, y Pedro había puesto una cantidad excesiva de aperitivos en la servilleta. 


Insistió en ir cambiando de lugar para que él no se metiera en problemas con su jefe por estar revoloteando alrededor de ella toda la noche.


Durante un momento, tuvo la certeza de que no le iba a señalar ningún candidato para una cita. Una prueba silenciosa de que la deseaba para sí mismo y la invitación a la fiesta solo había sido una estrategia para cumplir su objetivo secreto. Hubiera sido fácil enojarse si Pedro no tuviera un aspecto tan endiabladamente apuesto, allí, sirviendo aperitivos, riendo con sus clientes. ¿Y cuánto hacía desde la última vez que había salido de noche? ¡Mil años! Tanto como eso.


Ya casi había renunciado a que Pedro le encontrara un candidato cuando le señaló a un hombre solitario que estaba sentado en la barra.


—¿Cuál? —preguntó ella, mirando por encima del hombro de Pedro.


Había varios hombres en el bar; dos estaban acompañados por mujeres, otro estaba bebiendo un cóctel, otro podría pasar por su padre.


—No mires. —Pedro se puso delante de sus ojos, obstruyéndole la visión—. Juan Richards, estuvo casado. Ahora está divorciado, los niños viven con su esposa.


No le apetecía tener que lidiar con más niños; pero por otra parte, no era la persona indicada para andar con esas exigencias.


—¿Cuál es?


Pedro se volvió ligeramente.


—Es el que tiene poco cabello.


Por supuesto, el abuelo.


—¿No es un poco viejo para mí?


—Entonces, ¿tiene que ser joven y rico?


—Sería bueno que no me tocara el papel de cazafortunas.


Pedro se apoyó contra la pared.


—¿Te sientes como una cazafortunas?


—Preséntame a un tipo con dinero, y te responderé en una semana.


Paula siguió su mirada alrededor de la sala.


—El tipo alto, al lado del reloj. —Le señaló a un hombre de unos treinta años que se estaba riendo de algo que había dicho la persona que estaba a su lado.


Pedro frunció el ceño.


—Casado.


—¿En serio? No lleva anillo.


—Eso es parte del problema. Es un don juan.


Paula desvió la mirada.


—No necesito eso.


—Tercera mesa contando desde la mesa del bufet. El de pelo negro, de cintura gruesa.


Pedro se hizo a un lado para que pudiera ver al hombre de quien estaba hablando.


¿Grueso?


—Al menos no podría ser mi padre, pero, por favor, Pedro. Parece un gánster.


Iba en serio: de baja estatura, con demasiadas grasas y joyas demasiado llamativas.


—Probablemente lo sea. Tiene lo que llamamos «dinero de familia». No creo que haya trabajado en toda su vida.


—Un vago con los bolsillos llenos —dijo Paula.


—Correcto.


—No quiero vagos, sean ricos o no. Un hombre tiene que ganarse la vida. No quiero que se hunda si la bolsa se desploma. El tipo tiene que ser capaz de volver a salir del pozo. —Paula volvió a mirar por encima de las cabezas.


—Así que déjame ver si lo entiendo. Rico, no demasiado gordo, que haya hecho fortuna por sí mismo, joven…, ¿me falta algo?


—Tienen que gustarle los niños.


Pedro dejó escapar un largo suspiro.


—Esa es una tarea difícil, cariño. ¿Estás segura de que hay un tipo así en alguna parte?


Era una lista ambiciosa.


—No estoy segura de nada, Pedro. Esto fue idea tuya —dijo con tono cortante.


—Está bien, está bien, no te pongas a la defensiva. La noche aún es joven.


Echó un vistazo a su reloj. En realidad, ya eran las once. Y ya no estaba entrando nadie nuevo.


—Traje gris, acaba de acercarse a la barra —indicó Pedro.


El hombre en cuestión estaba de espaldas a ella y Paula esperó a que se diera la vuelta. Cuando lo hizo, ella le esquivó la mirada.


—Esa nariz. Dios, qué pena.


Pedro se rio y ella también.


—¡Qué narizota!


—¿Cómo hace para ver más allá de ella? —preguntó.


—No estoy seguro de que pueda.


Una de las invitadas se acercó a Pedro y agarró un camarón de su bandeja.


—Son una delicia —susurró mientras se lo metía en la boca.


—Me alegro de que le guste, madame.


—«Madame». Dios mío, suena como si fuera una anciana.


Paula pensó que la mujer tendría unos cuarenta años. Su vestido de lentejuelas resplandecía cuando se movía. Sus dedos estaban cargados de diamantes. Cuando sus ojos recorrieron a Pedro de arriba abajo, Paula tuvo que controlarse para que su rostro no revelara su fastidio. 


¿Podría ser más descarada?


—Me han educado para ser respetuoso —le dijo Pedro a la mujer mientras su mirada se posaba sobre ella sin siquiera un atisbo de interés.


—Ah, y tienes un bonito acento, también. ¡Qué encantador!


A Paula le daba risa. De un momento a otro, la mujer podría deslizar la llave de su habitación dentro del bolsillo de Pedro.


—¿Quiere otro? —le preguntó Pedro a la mujer, inclinando la bandeja hacia ella.


Sus ojos lo recorrieron de arriba abajo una vez más hasta que finalmente dijo:
—¡Cómo no!


Paula alzó las manos y los miró, preguntándose si era invisible para la mujer o si siempre se comportaba de forma tan grosera.


Pedro, ¿no tienes que ir a servir por el resto de la sala? —preguntó Paula, haciendo todo lo posible para retirar su atención de la mujer llena de cirugías.


—Supongo que sí —dijo.


Paula le dio un codazo y Pedro le devolvió una pícara sonrisa mientras se alejaba.


La mujer siguió su trasero con la mirada.


—Mmm —susurró casi para sí misma.


—Es un poco joven para usted, ¿no le parece? —preguntó Paula.


Sus ojos fulminaron a Paula al verla por primera vez.


—Oh, no estoy tan segura. Siempre hago que les compense.


Por la forma en que hablaba, Paula se dio cuenta de que esa mujer utilizaba a hombres como Pedro para satisfacer sus necesidades, sin tener que preocuparse por las apariencias. Su vestido y joyas apuntaban a una gruesa cuenta bancaria o a una tarjeta de crédito con un tope muy elevado. Paula se preguntaba si Pedro nunca había aceptado las ofertas de este tipo de mujeres: sexo, un buen rato y algún tipo de beneficio económico, que probablemente sería parte del trato.


¿Dónde dejaba eso a Paula? Ahí estaba, buscando un amor con chequera, mientras que la otra mujer utilizaba su chequera para buscar amor.


De repente, el vino en la copa de Paula le supo a vinagre.


—Disculpe —dijo pasando por detrás de la mujer y dejando la copa casi vacía sobre una mesa.


Hacía calor en el salón. Paula salió a la terraza iluminada con guirnaldas, donde había algunos invitados conversando. 


El sentimiento de culpa y un poco de decepción en cuanto a sus propios objetivos le daban ganas de irse. Estaba usando a Pedro y aprovechándose de su buena voluntad, tanto como lo haría aquella mujer si tuviera ocasión. ¿Cuándo se había vuelto tan superficial?


¿Tal vez todo había sido un error?


En un intento por cambiar su estado de ánimo, Paula comenzó a disfrutar de la imponente vista de los jardines y el estanque iluminado, con peces koi nadando en círculos. Se inclinó sobre la barandilla para mirar a uno de los peces de color naranja, el cual desapareció entre dos rocas.


Cuando se incorporó, se dio cuenta de que había alguien a su lado.


—Hola —dijo un hombre elegantemente vestido cuando sus miradas se cruzaron.


Era alto, aproximadamente de la altura de Pedro, delgado, casi demasiado. Tenía unos dedos tan largos que daba la impresión de que tocaba el piano.


—Hola —se apuró a contestar.


—Espero no molestarte. —Su relajada sonrisa fue agradable, pero breve.


—No, solo he salido a tomar un poco de aire fresco.


—Soy Bruno —dijo extendiendo su mano.


—Paula.


Dejó que le estrechara la mano. Él la soltó rápidamente.


—Ahí dentro está un poco cargado el ambiente. ¿Esperas a alguien?


Paula pensó que estaba investigando el panorama y coqueteando con ella, si no estaba desentrenada para darse cuenta. Su cabello era más oscuro que el de Pedro, pero eso no estaba mal. Definitivamente no era de Texas; no había una gota de acento en su voz.


—No, en realidad no.


Se sintió extraña al decirlo, como si tal vez debiera decirle que conocía a uno de los camareros. Por otra parte, estaba allí para conocer a alguien. Acaso, ¿Pedro no la había invitado precisamente para eso?


—Bueno, entonces tal vez no te importe que te haga compañía.


¿Quería que lo hiciera? Bruno no era desagradable, pero no sentía una gran atracción por él. Cuando sonreía, la chispa no llegaba a sus ojos, no eran como los ojos de Pedro, que titilaban cuando se reía.


Realmente tenía que dejar de comparar al hombre con PedroPedro era el camarero; este hombre era un invitado. Sin embargo, el temor de que Pedro pudiera aparecer de repente y encontrarla hablando con otro hombre la hizo sentir como si estuviera haciendo algo malo. No debería ser así, lo sabía, pero era lo que sentía. No era un buen gesto llevar un vestido que un hombre había elegido para ella y dejar que otro hombre coqueteara en su lugar.


—En realidad me iba, pero ha sido un placer conocerte.


El rostro de Bruno mostró un gesto de decepción.


—¿Lo dices en serio o es solo una excusa? —preguntó.


—Lo digo en serio. Es tarde, y mi… mi niñera tiene que volver a casa.


Vale, eran tonterías. Mónica no tenía que ir a ninguna parte. 


Paula había aprendido hacía tiempo que hablar de su niñera era una buena manera de decirle a un posible candidato que tenía un hijo sin pasar por la incómoda pregunta de si de verdad quería salir con una madre soltera.


Bruno miró su mano izquierda.


—No estoy casada —le informó, para ahorrarle la molestia de preguntar.


Volvió a sonreír. Sin hoyuelos, sin chispa en sus ojos marrones. Al menos le parecía que eran de color marrón. No era fácil adivinarlo con la tenue iluminación.


—¿Qué edad tienen tus hijos?


Vaya, no había salido corriendo. No era una mala señal.


—Hijo. Tengo solo un hijo. Tiene cinco años.


Bruno levantó la barbilla.


—Apuesto a que es tan adorable como su madre.


Ya era hora de irse.


—Gracias, él es lo máximo.


Se alejó de él, pero solo dio un par de pasos. Miró por encima del hombro, segura de que alguien la estaba mirando.


—¿Te importaría si te llamo alguna vez, Paula? ¿Tal vez para tomar un café o algo?


Paula tuvo que contener un impulso de decir que no y se preguntó el porqué. Pedro. Maldita sea.


—Tal vez —se encontró diciendo—. Me gusta el café.


Bruno extrajo un bolígrafo y una tarjeta del bolsillo de su traje.


—Estaré fuera de la ciudad esta semana, pero regreso a principios de la próxima.


Paula le dio rápidamente su número y Bruno lo anotó satisfecho.


—De verdad, me tengo que ir.


Levantó las cejas y él dijo:
—Entonces, nos vemos.


—Sí, claro, adiós.


Paula se acomodó el chal y sintió un escalofrío al volver a entrar en el salón lleno de gente. Caminó unos tres metros antes de notar que los ojos de Pedro estaban clavados en ella. Él miró más allá, hacia las puertas abiertas de la terraza, y luego de nuevo hacia ella. Paula tuvo que contenerse para no mirar hacia atrás, para ver si Bruno había entrado en el salón. Se sentía culpable, de todos modos, lo que no tenía sentido. No debía sentirse mal.


Se dirigió hacia Pedro, fingiendo una sonrisa tranquila.


—Ahí estabas —dijo cuando estuvo suficientemente cerca para oírlo.


—Tuve que escaparme de la amiga de los jovencitos después de que te fueras.


Pedro seguía mirando la puerta. Paula balanceó su peso de un pie a otro.


—Mmm, Pedro, creo que debo irme a casa.


Era casi medianoche, y algunos de los invitados comenzaban a irse.


Algo cambió en la mirada de Pedro.


Paula se volvió hacia las puertas de la terraza y notó que Bruno se dirigía hacia ellos. Él le hizo un gesto con la cabeza antes de ponerse a hablar con uno de los invitados.


—¿Quién es? —preguntó Pedro.


—Un tipo cualquiera.


—¿Un tipo cualquiera?


—Sí, nos acabamos de conocer. Ha dicho que su nombre era Bruno. ¿Lo conoces?


Pedro negó con la cabeza, sin perder de vista los movimientos de Bruno.


—No, no lo conozco.


—Parece bastante agradable.


Como se sentía culpable por ocultárselo, exclamó:
—Me pidió mi número.


Cuando Pedro se volvió hacia ella, tragó saliva. Pedro enojado no era algo agradable de ver. La chispa que le gustaba de sus ojos cuando sonreía adquiría un significado muy distinto cuando estaba furioso.


—Vamos, Pedro, sabes que estoy aquí para conocer a alguien.


—Alguien que yo sepa que te va a tratar bien. Ese tipo…


—Bruno.


—Bruno, ¿qué clase de nombre es Bruno? Tiene pinta de abogado.


Paula estaba segura de que Pedro lo decía a modo de insulto, pero un abogado significaba estabilidad para ella.


—Bruno es un nombre perfectamente normal y no sé qué hace para ganarse la vida.


—¿Qué sabes de él?


—Nada en realidad.


—Y, ¿le has dado tu número así como así? Puede ser un demente. ¿Por qué no me dejas a mí el trabajo de casamentero?


Paula se echó a reír.


—Basta. Dudo que sea un demente.


Pedro dejó finalmente de observar a Bruno y la miró.
—Gracias por preocuparte, pero ya soy mayor. Soy bastante buena para juzgar el carácter de las personas. —Siempre y cuando no contara a Ramiro ni a Mateo.


—No lo sé —dijo mirando de nuevo a Bruno.


Paula se puso delante de él.


—No vayas a hacer ninguna tontería cuando me vaya. Te despedirán si molestas a un invitado.


—¿Te vas?


—Sí, ¿por qué no me escuchas? No, por supuesto que no. 


La testosterona realmente envenena el cerebro de los hombres.


—¿Algún problema en casa?


—No, seguramente Damy ya está dormido.


Pedro dejó la bandeja que sostenía en una mesa cercana.


—Te acompaño hasta tu auto.


—No es necesario.


—Insisto.


Puso la mano en la parte baja de su espalda y la condujo hacia la puerta.


—¿Qué hay del trabajo? ¿No vas a meterte en problemas?


Pedro sonrió. La sonrisa tiñó parte de su mueca enojada y sus ojos comenzaron a brillar de nuevo.


—Termino a la medianoche de todos modos.


—Todavía no es medianoche.


Hizo caso omiso de sus palabras y siguió caminando a su lado. Tuvieron que esquivar a varias personas para llegar a la tranquilidad del vestíbulo y luego hasta la puerta de entrada.


—¿Has utilizado el servicio de estacionamiento?


—¿Tú qué crees? —preguntó ella mientras se dirigía hacia la acera, donde se podía estacionar libremente.


Pedro le hizo un gesto con la cabeza al portero antes de tratar de alcanzar nuevamente a Paula.


—Realmente no es necesario que me acompañes al auto.


—No me puedes acusar de no ser un caballero.


No, no podía decir eso de él. Paula se abrió paso entre los vehículos hasta que vio su viejo Toyota Celica. Parecía perdido entre tantos vehículos nuevos y de lujo. Funcionaba, y eso era lo importante.


—Este es el mío —anunció mientras buscaba las llaves en el bolso.


Abrió la puerta y arrojó el bolso en el asiento del pasajero antes de volverse hacia Pedro.


—Gracias de nuevo, Pedro. Por todo.


Pedro metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre sus talones.


—De nada. Me alegro de que hayas venido.


—Ha sido divertido. Ten cuidado con la comeniños si vuelves allí —advirtió.


—¿La comeniños?


—Sí, la mujer ostentosa de los camarones. Tiene aspecto de comer camareros para el desayuno y te tenía en el punto de mira. Los amigos aconsejan a sus amigos para que no tomen malas decisiones en el dormitorio, ¿no es así?


—Ten cuidado con Bruuuno.


Pauls tuvo que sonreír cuando Pedro mencionó el nombre de Bruno.


—Dijo algo acerca de llamarme la semana que viene. Ni siquiera sé si voy a salir con él.


¿Por qué lo había dicho? Tal vez porque cuando oyó el nombre del otro hombre, lo hizo con el ceño fruncido. Una sensación de inquietud acerca de la velada empezó a filtrarse en sus huesos.


Pedro dio un paso atrás.


—Bien, buenas noches.


—Buenas noches, Pedro.


Al cerrar la puerta, Paula se sintió agradecida por la salida fácil. Ningún drama, sin problemas. Últimas palabras célebres.


Cuando giró la llave en el contacto, el automóvil dio una especie de gemido, luego otro y luego renunció a arrancar por completo. Giró la llave de nuevo, pero el auto no devolvió más que un clic como respuesta.


Oh, Dios. Justo lo que necesitaba. Pedro la miró a través del parabrisas. Paula alzó las manos en el aire y trató de comenzar de nuevo. Nada.


Frustrada, abrió la puerta y sacó los pies hacia fuera.


—No lo entiendo; el maldito auto no ha tenido ningún fallo en el camino hacia aquí.


—Levanta el capó.


—¿Entiendes de mecánica?


Paula se inclinó y tiró de la palanca.


Pedro abrió el capó, pero el estacionamiento mal iluminado apenas permitía ver el motor. Pedro jugueteó con un par de cosas de todos modos.


—Inténtalo de nuevo.


Paula lo hizo, pero no pasó nada. Salió del auto por segunda vez y se quedó junto a Pedro mirando el desvencijado motor.


—Odio este auto. Si no es una cosa, es otra.


—¿Cuántos kilómetros tiene? —preguntó Pedro, mientras se incorporaba y bajaba el capó.


—Doscientos y algo.


—¿Doscientos mil?


—Es un auto viejo, Pedro.


Sacudió la cabeza.


—Vamos, dame las llaves.


—¿Por qué?


—Lo revisaré por la mañana, cuando pueda ver qué está pasando ahí dentro.


—No hace falta. Puedo pedir que lo remolquen y que lo revise un mecánico.


Pedro mantuvo la mano abierta con la palma hacia arriba.


—No gastes dinero, déjame ver si puedo arreglarlo.


Paula dudó un momento sobre lo que debía hacer.


—Ya has hecho bastante.


—Paula, cariño, dame las llaves.


Se las entregó.


—Si no es algo sencillo, o cuesta dinero, quiero pagar por ello.


Pedro se miró las manos grasientas.


Paula abrió la puerta de atrás y sacó un paquete de pañuelos de papel que guardaba allí para su hijo.


—Toma —dijo mientras sacaba un par de pañuelos y se los ofrecía.


Pedro se limpió las manos y le dio las gracias.


—Hay que llevarte a casa.


—Puedo llamar a mi hermana.


—¿Y despertar a tu hijo? Vamos.


La agarró del codo y la condujo hacia el frente del hotel.


—Un amigo me pidió prestada la camioneta, así que vamos a tener que usar otro auto para llevarte a casa.


—¿Tienes otro auto?


—No exactamente.


Paula caminó más rápido para seguir el ritmo a Pedro.


Se detuvo frente al encargado del estacionamiento y sonrió.


—Hola, Wes.


Wes se puso más derecho ante la mención de su nombre. 


Su mirada se dirigió a Paula y Pedro.


—Hola, señor…


Pedro —interrumpió—. «Señor» es muy formal.


Pedro —dijo Wes, mientras sus ojos continuaban moviéndose nerviosamente.


—Wes, parece que un huésped del hotel ha tenido un problema con su automóvil.


—Oh, lo siento, señorita.


Paula sonrió y Pedro continuó hablando.


—¿Hay algún auto disponible?


Wes dio unos pasos cortos hacia el podio para revisar el libro de notas que estaba allí apoyado.


—Así es, pero, señor… Pedro, parece que nos falta un conductor. Los otros dos están llevando a otras personas a casa en este momento. No se sabe cuándo van a volver.


—Está bien. Puedo llevar a la dama a su casa yo mismo. ¿Puedes pedirle a uno de los ayudantes que traigan el auto hasta aquí?


La cabeza de Wes se balanceaba de arriba abajo y sus mejillas se sacudían levemente.


—Ahora mismo, señor.


Paula tomó del brazo a Pedro y lo llevó un par de metros más lejos.


—¿Qué estás haciendo?


—Llevándote a casa.


—¿En un auto del hotel?


—Relájate, Paula, lo hacemos todo el tiempo.


Primero el vestido, después la fiesta, ¿ahora esto? seguramente despedirían a Pedro y todo sería culpa suya.


Unos segundos más tarde, una limusina se detuvo en el camino circular y un joven salió del asiento del conductor. 


Wes abrió la puerta de atrás y extendió el brazo hacia Paula.


Sus pies no se movían. Este no podía ser el auto del que hablaba Pedro.


Pedro la empujó hacia adelante.


—Entra —susurró en voz baja—. Actúa como si lo hicieras todo el tiempo.


Paula fingió una sonrisa forzada y rápidamente se deslizó sobre el asiento trasero de la limusina.


Había guirnaldas de luces a lo largo de las puertas y asientos y espacio suficiente para ocho o nueve personas. El minibar se hallaba debajo de un televisor de pantalla plana. 


A través del techo corredizo se veían las estrellas titilando en lo alto.


Cuando la puerta se cerró, Pedro apretó un botón para bajar el cristal que separaba el frente de la parte de atrás y Paula se acomodó en el asiento más cercano a él.


—¿Sabes, Pedro? Estás loco.


—Bonito, ¿no crees?


—¿Bonito? Es maravilloso.


Pedro salió hacia la calle y se mezcló entre los pocos vehículos que circulaban a horas tan tardías un sábado por la noche.


—Eres cliente del hotel y el Alfonso trata muy bien a sus clientes.


—Soy una impostora y tú lo sabes —regañó al tiempo que pasaba la mano por el suave interior de cuero y daba un suspiro.


—Cariño, no hay nada falso en ti. ¡Nada!





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