viernes, 25 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO FINAL




Paula


CUANDO DESPERTÉ ESTABA HÚMEDO y oscuro. El Bosque Negro siempre estaba tan oscuro que no se podía ver el cielo. Aún así, la luz dorada se filtraba a través del espeso dosel de ramas, iluminando un mundo hermoso, podrido y frío.


–Estás despierto.


Miré a mi lado y vi el rostro de mi Pedro. Sus ojos estaban oscuros. Su labio, roto. Había contusiones profundas en sus mejillas y cuello, y unas incluso más profundas sobre su cuerpo.


Pedro– lloriqueé. Me dolía el pecho de solo mirarlo, y esto agudizaba el dolor en mis manos y mis extremidades.


Él se inclinó hacia adelante y tomó mi mano gentilmente. No podía cerrarla completamente.


–No puedo creer que estés aquí.


Tragué saliva, agarrando su mano rota e hinchada.


– ¿Hace cuánto tiempo que me miras dormir?


–No lo sé–. Me miró con una sonrisa tonta. – Creo que hace un largo tiempo.


– ¿Escuchaste algo?


–Creo que se han ido.


Por un momento, miré a lo lejos y temblé. Ojalá no lo hubiera hecho. Inmediatamente, la oscuridad llenó sus ojos,
mientras ambos recordábamos en silencio todo lo que habíamos dejado atrás.


–Lo siento, Paula.


–Está bien.


–No, no lo está. Nunca debería haberte tocado, pero...– Él se inclinó sobre mí. –Me alegro de que estés aquí– susurró él presionando sus labios sobre los míos.


Pasó su mano por mi brazo, pero sin romper el beso. Sus labios eran carnosos y suaves; me persuadían a abrir los míos y me llenaban de calor. Era tan diferente a la oscura sensación de necesidad que me había sobrepasado cuando tuvimos sexo en la iglesia, en su habitación, y en el cobertizo, aunque igual de dominante. Sólo era, diferente; delicado como una hoja incipiente, y hacía que mi cuerpo sienta cosquillas y se sienta como nuevo. Me hacía olvidar la frialdad del bosque y todo lo que habíamos perdido.

.

– ¿Qué fue eso? – murmuré, sin aliento.


–Besar. Sabes, lo que un chico hace cuando quiere cortejar a la mujer que ama.


Tragué.


–No creo que debamos hacer esto. Estás herido...


Él rio, y el sonido de su risa fue inconsciente y lleno de felicidad. Me recordaba a cuando éramos niños.


–Nunca estaré tan herido.


Llevó mis manos hacia su pecho, a su camisa. Creo que quería que se la quitase.


Negué con mi cabeza.


–No quiero lastimarte.


–No lo harás. Puedes hacer lo que quieras conmigo y no dolerá. Lo prometo.


Mi cuerpo comenzó a temblar.


–Entonces ven a mí–. Dirigí su cuerpo sobre el mío y lentamente comencé a bajar sus pantalones mientras él se
quitaba la camisa.


Su torso estaba lleno de moretones, oscuros y gruesos como un cielo tormentoso. Hice un ademán para tocarlos, pero me detuve; yo había sido la causa de todo esto.


Él acarició mi mejilla.


– No me mires así, Paula.


– ¿Cómo no? Mira lo que te hicieron por mi culpa.


– No, no fue por tu culpa. Nada de esto lo fue. Fue todo por mí.


Separó mis muslos con suavidad, y yo me preparé para el dolor que vendría.


No fue así.


– He sido horrible contigo– dijo él. –No me permití amarte, y yo quería que tú me ames. Quería alejarte y me odiaba a mí mismo. Quería que el odio superara mi deseo por ti, para no tener que enfrentarlo. Pero nada de eso importa ahora–. Agarró mi rodilla. 


Hacía cosquillas y yo sonreí.


– Eso está mejor–. Bajó su cabeza por mi muslo, dejando un rastro de besos hasta llegar a mi vagina.


Me besó ahí también. Presionó sus labios con suavidad en la parte superior de hendidura y ese dolor familiar regresó. Esta vez lo trajo la dulzura; tanta dulzura que creí no poder soportarlo. Sentí cada vacilación, cada aliento, cada movimiento. Él casi no me tocaba y, sin embargo, era más intenso que cuando clavaba sus dedos dentro de mí. Hice un puño con su cabello cuando el rodó su lengua por mi vagina y luego me penetró con ella. Arqueé mis caderas hacia su rostro. La punta de su nariz tocó la parte superior de mi vagina y lloré de éxtasis.


–Tienes un sabor tan dulce– dijo él, alejando su cabeza. Me penetró con un dedo y mi vagina se contrajo alrededor de él. 


Lo sacó y lo llevó a sus labios.


– ¿Qué hay acerca de ti? – Mi voz sonaba tensa y ronca.


Su mirada titubeó.


– ¿Aún me deseas?


–Por supuesto. Siempre lo hare.


Lleve mis manos a sus pantalones. Su miembro ya estaba duro y lo tomé, empujándolo hacia mí.


Pedro respiró profunda e irregularmente. Tenía los ojos vidriosos y esa oscuridad tan familiar lo poseía al penetrarme con su miembro. Se deslizó dentro, todo el camino hasta el fondo. Grité, y él me envolvió con sus brazos.


Luego, comenzó a moverse lentamente; hacerme el amor, lo llamaba él. Sus manos se aferraron a las mías y las llevó por encima de mi cabeza. Me besó con dulzura en la mandíbula, el cuello y los pechos. Llevé mis piernas hacia atrás y las envolví alrededor de él. Crucé los tobillos en la parte baja de su espalda, empujándolo más cerca de mí, como si nunca quisiese que saque su pene de mi interior.


Pero por otra parte, tal vez no quería. Aunque trataba de sostenerlo con firmeza, sus caderas rodaban sobre mí, empalándome en el suelo del bosque. Su aroma, un poco salado y tan oscuro y complejo como el suelo de musgo, llenaba mis pulmones al gritar su nombre. Él no calló mi voz. Parecía gustarle; cómo le rogaba para que fuera más
rápido. A él le gustaba sacar su miembro lentamente de dentro de mí, antes de penetrarme con fuerza cumpliendo con mi petición.


Hasta que no pude soportarlo más.


–Acaba para mí, Paula. Déjate ir.


Lo hice; convulsioné a su alrededor. Ese dulce y creciente dolor se derramó sobre mi cuerpo. Sus manos soltaron mis muñecas y él se aferró a mis caderas, penetrándome con más fuerza. Clavé mis uñas en su espalda, contrayéndome aún más para él.


Contuvo el aliento, cerró los ojos y colapsó, gimiendo en mi oído. Besó mi oreja y dejó su pene en mi interior. 


Me gustaba eso; se sentía como si fuésemos una sola persona, como si nada ni nadie podía interponerse entre
nosotros.


–Quiero permanecer así por siempre– susurré yo.


–Yo también. Y ahora podemos.


Mis ojos se estrecharon.


– ¿Qué quieres decir?


–Porque aquí afuera nadie nos conoce, de modo que ya no somos gemelos de espíritu. Sólo soy un hombre que te ama, que quiere pasar el resto de su vida contigo.


Sus palabras eran como una droga. Mi cuerpo se sentía vertiginoso y felizmente débil, y mi garganta tensa. Por un momento, sólo pude escuchar el silencio del bosque.


– ¿En realidad?


Él se apoyó sobre sus codos y asintió, sonriendo.


–Realmente. Nadie conoce nuestro secreto, así que ya no hay nada que ocultar. Todo lo que verán es nuestro amor.


Entrelazó sus dedos con los míos, besando la punta de cada uno.


–Nunca más dejaré que nadie te lastime– prometió él.


Descansé mi cabeza sobre su hombro, cerca de su corazón, y escuché la calma de su palpitar mientras la calidez de su cuerpo nos protegía del frío.







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