jueves, 25 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 8





Pedro no pensaba estar más de dos días allí.


Era todo el tiempo que podía permitirse, ya que en su vida no había sitio para vacaciones improvisadas.


La inesperada presencia de Paula, su frescura y sinceridad, lo estaban ayudando a recargar las pilas.


Al llegar el segundo día, ya había decidido quedarse otros dos más. La verdad era que se estaba divirtiendo, incluso le estaba gustando la norma que se había impuesto de mirar y no tocar. Le gustaba la represión que ejercía sobre sí mismo, ya que, cuanto más veía a Paula, más quería verla. Le gustaban su sinceridad y su forma de confiar en él.


Pero se podía saltar en cualquier momento la norma de reprimirse.


Él le gustaba. Lo había detectado por la forma en que le lanzaba miradas sensuales cuando creía que él no se daba cuenta; por la forma en que se quedaba inmóvil cuando él se le aproximaba demasiado, como si ordenara a su cuerpo que no revelara lo que sentía.


Era una situación estimulante.


Le hacía pensar que llevaba mucho tiempo sin enfrentarse a un desafío.


Su determinación de tener en cuenta que a ella le habían hecho daño y su deseo de no hacérselo también él comenzaban a flaquear.


En aquel momento, ella estaba preparando algo de comer y se estaría desplazando por la cocina con una ropa que realzaría su cuerpo, que ella no tenía en mucha estimación, a pesar de que ningún hombre con sangre en las venas dejaría de apreciar los generosos senos, la estrecha cintura y las anchas caderas.


¿No le vendría bien que un hombre, un hombre de verdad, no un pelele como su ex, le dijera lo sexy que era?
¿No aumentaría su autoestima al saber lo que era sentirse deseada? Por lo que ella había dado a entender, ella y su ex iban al cine, a pasear y a comer fuera. Un cortejo la mar de aburrido, que la mayor parte de las mujeres habrían rechazado al cabo de unos días.


Pero no Paula. Y puesto que el destino los había unido por unos días, ¿no le estaría haciendo un favor al demostrarle que era deseable?, ¿que podía tener al hombre que quisiera?


Pedro hizo una lista de las razones para acostarse con ella.
Bajó, pero la cocina estaba vacía. Había una nota en la encimera en la que Paula le decía que había ido al pueblo a comprar.


Él miró por la ventana. Estaba nevando mucho y parecía que se acercaba una tormenta de nieve. La línea que separaba el esquí seguro del peligroso era muy fina, pero ella esquiaba muy bien. Era la mejor compañera que había tenido. Esperaría a que regresara y, mientras, se pondría al día con el trabajo.


Pero no había conexión a Internet. Tampoco el móvil emitía señal alguna.


Esperó veinte minutos más y decidió ir a buscarla.


Lo más probable era que estuviera bien, pero cabía la posibilidad de que la repentina caída de nieve la hubiera desorientado, como solía ocurrirles a quienes no conocían aquellas montañas.


La experiencia no le servía de nada a un esquiador desorientado, que no conociera el terreno y reaccionara sin pensar inducido por el pánico.


Pedro dejó todo lo que estaba haciendo, se puso los esquís y salió.


Aquello era algo más que un poco de diversión durante un par de días. Deseaba a Paula. Cuando pensaba en que podía desaparecer sin que se hubiera acostado con ella…


Desechó todos los escrúpulos que lo habían retenido porque era un hombre habituado a conseguir lo que deseaba. ¿Y por qué iba a saltarse los hábitos de toda una vida?




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