miércoles, 20 de enero de 2016
UNA NOVIA DIFERENTE: PROLOGO
Blaisdon Gazette, 17 de noviembre de 1990
Un portavoz del hospital informó esta mañana de que dos niños pequeños, aparentemente gemelos, fueron hallados ayer en la escalinata de la iglesia de St. Benedict. Los bebés se encuentran en estado grave, pero su vida no corre peligro. Mientras tanto la policía sigue la pista de la madre, quien podría necesitar atención médica urgente.
London Reporter, 17 de noviembre de 1990
El pequeño Pedro Alfonso de siete años, hijo de la famosa lady Silvia Defoe y nieto del difunto multimillonario filántropo Sebastian Alfonso, fue el encargado de colocar la primera piedra de la nueva ala del hospital en sustitución de su padre, ausente de la ceremonia por sus compromisos como capitán de la selección argentina de polo.
Pedro, quien solo sufrió heridas leves en el accidente de coche donde murió su abuelo, es el futuro heredero de la inmensa fortuna de la familia Alfonso y de la mansión Mandeville Hall, en Inglaterra.
14 de febrero de 2008
–¿Me podrías explicar por qué tengo que alojarme en un sitio llamado el Unicornio rosa? –preguntó Pedro con una mueca de disgusto.
–Lo siento –dijo su secretaria, siempre de irritante buen humor, fingiendo que no se percataba del sarcasmo–. Pero es el día de San Valentín y no quedan habitaciones libres en ningún otro sitio a menos de treinta kilómetros de la escuela de Fernanda. Lake District es uno de los destinos más románticos para esta fecha... Pero tranquilo, que no es contagioso. El hotel tiene cinco estrellas y unas vistas estupendas. Su página web está llena de comentarios positivos abalando el toque personal, y tu habitación es... ¿cómo dicen? De un precioso diseño minimalista con vigas al descubierto y...
–¡Oh, no! –con sus casi dos metros de estatura no encajaría muy bien en una habitación minimalista con vigas. Se preguntó si su menuda secretaria lo estaría castigando por algo.
–No seas tan negativo. Tienes suerte de que hayan cancelado una reserva en el Unicornio rosa.
–He despedido a gente por mucho menos. ¿Es que no sabes lo despiadado que puedo llegar a ser? –el artículo dominical del mes pasado sugería que no podría haber amasado una fortuna tan grande si no hubiera mostrado una indiferencia total hacia el prójimo.
–Ya será menos... ¿Dónde ibas a encontrar a otra persona que soportara tu particular sentido del humor?
–¿Crees que estoy de broma?
–¿O alguien tan eficiente como yo que no se ponga a llorar cuando la reprendes o que se enamore de ti sin ser correspondida?
Pedro reprimió una sonrisa a duras penas.
–¿Quién en su sano juicio le pondría el nombre de Unicornio rosa a un hotel?
Tuvo la respuesta al llegar: la misma gente que ponía a un pobre chico a tocar la guitarra una tarde de febrero con cero grados y una absurda imitación de vestimenta española que ningún español de verdad se pondría ni muerto, para amenizar con empalagosas canciones de amor a las parejas de enamorados que se hacían carantoñas en el cenador.
Si aquella era la idea que tenían del romanticismo, que se la quedaran.
Las perspectivas no pintaban nada bien, pero pensó que era el justo remate para un día de perros en el que le habían puesto una multa de aparcamiento.
Tendría que haber sido un día especial de celebración. Su hermanastra de trece años había ganado el premio juvenil de ciencias y su madre, lady Silvia Defoe, se había presentado de improviso y contra todo pronóstico para dar una extraña muestra de apoyo maternal.
Tenía que admitir que había estado a punto de dejarse engañar por la escena, pero volvió a la realidad cuando Silvia se apartó de su hija, la miró con reprobación y le recordó en voz alta que ella nunca había tenido acné ni granos. Luego, por si no la hubiera traumatizado ya bastante, se puso a coquetear con todos los hombres en la sala mientras su hija se encogía de vergüenza y humillación.
Pedro lo había presenciado todo y había sentido el sufrimiento y la rabia de su hermanastra como si fueran propios.
La gota que colmó el vaso fue cuando encontró a su madre y al recién casado profesor de biología abrazados de una manera excesivamente amistosa en una de las aulas. La puerta estaba abierta de par en par y cualquiera podría haberlos visto, pero posiblemente esa fuera la idea. A su madre nada le gustaba más que montar una escena.
Pedro le ofreció al abochornado profesor un pañuelo para que se limpiara el carmín de la cara y le sugirió que fuera a reunirse con su mujer. Esperó a que se escabullera y, ahorrándose una sutileza que de nada serviría, le preguntó a su madre qué demonios se creía que estaba haciendo.
–No sé por qué te enfadas tanto, Pedro –se quejó ella con un mohín–. ¿Qué tiene de malo divertirse un poco? Tu padre tuvo una aventura con aquella golfa... –soltó un dramático gemido y los ojos se le llenaron de lágrimas que podía derramar a voluntad.
–Ya me conozco la historia, madre, así que no esperes compasión por mi parte. Divorcios, aventuras, matrimonios... Es el cuento de nunca acabar y a mí ya me aburre. Pero como vuelvas a humillar a Fernanda no volveré a dirigirte la palabra.
Su madre dejó de llorar al instante y lo miró con horror.
–No puedes estar hablando en serio, Pedro.
–Créeme, estoy hablando muy serio –no era cierto. Hiciera lo que hiciera, ella siempre sería su madre–. ¿Alguna vez te paras a pensar en el dolor que causas cuando haces lo que te da la gana? –la miró fijamente y sacudió la cabeza–. Por supuesto que no. No sé para qué me molesto en preguntar.
El Unicornio rosa había sido engalanado para la ocasión con coronas de rosas rojas. Pedro caminó velozmente hacia la puerta con una mueca ceñuda que llamó la atención de varias huéspedes. Si había una de esas malditas cosas en su almohada haría que...
Suspiró y desechó la idea. El resto del mundo estaba tan embobado con sus fantasías románticas que nadie prestaría atención a una voz sensata entre aquel derroche de flores y corazones.
Sonrió burlonamente y se sacudió los copos de nieve que habían empezado a caer sobre su hombro. Más de una pareja incauta acabaría congelándose aquella noche, pensó mientras recorría con una mirada cínica las cabezas de los enamorados. Pero fue su expresión desdeñosa la que se le congeló en su aristocrático rostro al tiempo que una ola de calor prendía en su estómago y se propagaba por todo su cuerpo.
Apenas reparó en lo que la mujer llevaba puesto. Un vestido azul del que con gusto la despojaría. Tenía un cuerpo espectacular, todo curvas y piernas kilométricas, y Pedro empleó unos cuantos segundos en contemplarlas con ojos hambrientos antes de posarse finalmente en su rostro.
¿Cómo podía ser? Nunca había imaginado que se encontraría a una mujer que se pareciese a ella. Su cara era un óvalo perfecto, pero no era la exquisita simetría de sus rasgos lo que mantenía cautiva la mirada de Pedro ni la que prendía fuego en sus entrañas. Era su expresión, su risa mientras echaba la cabeza hacia atrás para ver la nieve y revelar la delicada y esbelta curva de su cuello.
Tenía los labios carnosos y los ojos grandes, y su pelo era una exuberante cascada de rizos que le llegaba a la cintura.
Una ráfaga de aire frío lo sacó de su ensimismamiento. Bajó la mirada para recuperarse del impacto visual y se pasó una mano por sus oscuros cabellos mientras soltaba un prolongado suspiro. A continuación volvió a mirar, endureciéndose contra la extraña e incontrolable reacción inicial. Había sido un día muy largo y llevaba demasiado tiempo sin... Por desgracia había cosas que su secretaria no podía programarle.
Decidió que se tomaría libre el fin de semana y justo entonces, mientras pensaba con quién podría compartirlo, la risa de la chica llegó hasta sus oídos. Era un sonido delicioso y suave, ligeramente ronco, dotado de una cualidad casi... tangible, como un dedo que le acariciara la espalda.
La envidia no era una emoción que le resultara familiar a Pedro, por lo que le costó reconocer el nudo que se le formó en el estómago al fijarse en el hombre que estaba a su lado... ¿Su marido? ¿Su amante? Fuera quien fuera, deslizó un dedo bajo la barbilla de su pareja y le hizo levantar la cara hacia él.
Esa vez no se extrañó al reconocerlo: aquel tipo con suerte era el marido de Alicia Drummond, quien alternaba una exigente carrera médica con dos hijos y un marido profesor que con veinte años había escrito un libro, su único logro hasta la fecha, y que seguía viviendo de los réditos...
Cuando no estaba engañando a su esposa con chicas de larguísimas piernas.
Pedro apretó la mandíbula y apartó la mirada. Las infidelidades de un conocido no eran asunto suyo. Pero entonces ella volvió a reírse, y aquella risa tan despreocupada, tan casquivana, tan condenadamente sensual fue la gota que colmó el vaso. Primero su madre, y ahora aquella mujer... Otra mujer egoísta y ligera de cascos a la que le importaba un bledo el daño que pudiera causar en su búsqueda de placer, los corazones rotos y los matrimonios destrozados que dejaba a su paso.
Una vocecita interior le decía que no era buena idea, pero solo era un débil susurro comparada con la indignación que le martilleaba el cráneo mientras atravesaba la hierba a grandes zancadas.
–Parece que Alicia no ha podido venir esta noche, ¿no, Adrian?
Paula intentó guardar el equilibrio cuando Adrian la soltó bruscamente. ¿Cómo? ¿La había apartado de un empujón?
Pero Adrian no llegó a ver su expresión dolida y perpleja pues tenía puesta toda su atención en el dueño de aquella voz profunda y áspera. Paula giró la cabeza para mirarlo, y antes de asimilar la envergadura de sus hombros, el traje a medida y sus rasgos aristocráticos, sintió el impacto de su poderosa virilidad y se estremeció al encontrarse con su mirada.
La tensión que le atenazaba el pecho se relajó un poco al romper el contacto visual con aquellos ojos negros y penetrantes... Enmarcados en el rostro más increíblemente atractivo que había visto en su vida.
A su lado, el taciturno Adrian, de quien ella se había enamorado al escuchar cómo recitaba poesía con su hermosa y melódica voz, parecía pequeño y anodino. Pero apartó rápidamente aquel pensamiento tan desleal y esperó a que Adrian la presentara.
¿Diría que era su novia? Sería la primera vez. En la universidad tenían que ser extremadamente discretos ya que las relaciones entre estudiantes y profesores no estaban bien vistas, aunque según Adrian eran bastante frecuentes.
De cerca era aún más hermosa, lo que avivó aún más la furia de Pedro. Sus ojos, abiertos de par en par, eran de un fascinante azul violáceo, sus labios eran carnosos y exuberantes, y las pecas que salpicaban su piel satinada conferían una engañosa inocencia a su belleza de sirena.
–Señor Pedro... Esto... eh... qué...
Pedro lo dejó sufrir un momento antes de sugerir irónicamente:
–¿Qué sorpresa?
–Esto no es lo que parece –consiguió balbucear el marido infiel mientras se alejaba otro paso de la chica, tan hermosa e inmóvil que podría haber pasado por una estatua. La música había cesado y todo el mundo fingía no prestar atención a la escena mientras agudizaban el oído para no perder detalle.
La chica hizo ademán de acercarse a su amante, quien levantó una mano para mantenerla a distancia. Ella se quedó petrificada por el rechazo, con una expresión de dolor y confusión en su bonito rostro. Pedro volvió a pensar en Alicia, en la trabajadora y devota Alicia, y se arrancó la semilla de compasión que empezaba a germinar en su cabeza.
–¿Alicia... tu mujer... está trabajando u ocupándose de los chicos? –sacudió la cabeza–. ¿Cómo puede compaginar esa mujer su carrera con sus dos hijos y un marido que la engaña?
Paula esperó a que Adrian le dijera a aquel horrible hombre que había aparecido de la nada como una especie de ángel vengador que todo era un error. Más tarde los dos se reirían del malentendido cuando estuvieran compartiendo en la cama la botella de champán que él había encargado.
Pero lo único que se oyó fueron los murmullos de conmoción de los otros huéspedes. Paula no se atrevió a mirarlos; podía sentir las miradas hostiles clavándose en su espalda.
–No pude evitarlo... Quiero a mi mujer, pero... Por Dios, ¡mírala!
Las esperanzas de Paula se desvanecieron. La acusación del desconocido era cierta. Adrian estaba casado y ella era la otra mujer. Cierto era que no había sabido la verdad hasta ese momento, pero eso no la libraba de una abrumadora sensación de culpa y vergüenza.
Nunca en su vida se había sentido tan sola y abatida. Se apretó la mano contra el estómago y respiró profundamente para intentar sofocar las náuseas. ¿Cuándo pensaba decírselo Adrian?
«Después de haberse acostado contigo, estúpida».
Pedro siguió la dirección que apuntaba el dedo acusador del marido infiel. Aquella chica representaba todo lo que él despreciaba en una mujer, y sin embargo no podía controlar el deseo que ardía en sus venas.
Su cabeza la rechazaba, pero su cuerpo la deseaba.
Viéndola como una pieza de porcelana a punto de hacerse añicos, una parte de él quería... consolarla.
¿Por qué, pudiendo tener a cualquier hombre que se le antojara, aquella mujer había elegido a un fracasado que además estaba casado?
–¿Te da igual que tenga mujer e hijos esperándole en casa?
Paula se encogió ante su feroz mirada, paralizada por el remordimiento y la tristeza.
Su silencio avivó la furiosa indignación de Pedro.
–¿Lo haces por diversión? –dejó escapar un gruñido de disgusto–. ¿O solo porque puedes?
Ella se tambaleó y Pedro oyó cómo ahogaba un gemido, además de la retahíla de excusas que brotaban de los labios de Adrian, explicándole a cualquiera que escuchara que no era culpa suya, que él era solamente una víctima.
Irritado, Pedro giró la cabeza y fulminó con una mirada glacial al marido infiel, quien tragó saliva y gimió lastimeramente.
–No se lo dirás a Alicia, ¿verdad? No hay por qué hacerla sufrir... Esto no volverá a pasar, te lo aseguro.
Pedro se giró hacia la chica.
–¿Creías que se casaría contigo... o que esto era amor? –soltó un bufido–. ¿Eso lo justificaría?
–Lo siento...
–¿Lo sientes? –exclamó, fuera de sí–. ¿Crees que eso servirá para arreglar las vidas que has destrozado? Sea o no amor, cariño, lo que has hecho te convierte en una ramera de la peor calaña... Ah, y para que lo sepas, los hombres se llevan a las rameras a la cama, pero rara vez se casan con ellas.
Todo lo que le decía era cierto. Y para Paula cada palabra era una daga afilada que se hundía en su corazón.
Ahogó un sollozo y echó a correr.
–¿No le da vergüenza tratar así a una pobre chica? –exclamó una anciana, expresando lo que, a juzgar por las miradas, era la opinión de todos los testigos.
Y lo peor de todo era que Pedro, quien seguía viendo aquellos ojos azules, estaba de acuerdo con ellos.
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