lunes, 16 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 25





La luz de la luna entraba por la ventana bañando la habitación con una plateada luz.


Pedro no sabía cuánto tiempo llevaba despierto y estaba observando cómo dormía Paula. Su piel era suave como la de un bebé, sus mejillas rosadas por el calor del aún titilante fuego que había encendido en ella después de la primera vez que habían hecho el amor, y tenía el cabello extendido sobre su almohada.


Y él, en lo único que podía pensar, era que al día siguiente todo volvería a la normalidad… con una innegable diferencia.


Ella no era como el resto de mujeres con las que había estado. Era dulce, sincera, leal y no de las que se permitían una aventura de vacaciones.


Lo había sabido antes de haberle dado comienzo a todo eso, lo había sabido antes de poner pie en Tasmania, lo había sabido en cuanto Sonia había sugerido la idea en esa cafetería de Melbourne. Y, a pesar de todo, había permitido que sucediera.


Podía culpar a esa increíble suite, podía culpar a la belleza y al increíblemente aire fresco de Tasmania, o podía culpar a Venus y a Marte.


Podía culpar a la alegría de Paula que tanto contrastaba con la oscuridad de su carácter, fruto de su experiencia de vida. 


Podía culpar al hecho de que ella le diera equilibrio. Un equilibrio que nunca antes había tenido. Un equilibrio que anhelaba en secreto.


Pero lo cierto era que su madre había tenido razón. Era un jugador, o mejor dicho, era un cretino que no se merecía que esa mujer hubiera saltado nunca en su defensa.


Él era el único culpable de todo.


Paula murmuró algo en sueños y soltó una suave carcajada. 


Al oírla, Pedro se odió a sí mismo porque ese sonido lo había excitado más todavía.


Apartó un mechón de pelo negro de su frente y deslizó un dedo sobre su mejilla y detrás de su oreja hasta llegar a su hombro. Ella se movió, se estiró y la sábana se movió dejando al descubierto su torso desnudo. Sus delicadamente redondeados pechos. Sus suaves pezones.


Sin pensarlo, Pedro se inclinó sobre ella y tomó uno de esos picos rosados en su boca. Ella gimió, se despertó en un instante y hundió las manos en su pelo.


Paula sabía a caramelo y a sol. Era cruel que una mujer supiera tan bien. Cerró los ojos mientras su lengua seguía dibujando círculos alrededor de su pezón y ella estaba al borde del gemido, a la vez que le sujetaba la cabeza como si no quisiera que se detuviera jamás. Pedro se tendió sobre ella mientras con la lengua acariciaba su otro pecho sin llegar a tocarle el pezón. Paula se contoneaba bajo él acercando su cálido cuerpo al suyo y él sintió el incontrolable deseo de adentrarse en ella, una y otra vez, pero sabía que tenía que controlarse. Se merecía un castigo. Y así, se tumbó a su lado. Ella gruñó a modo de protesta y deslizó una mano por su pecho y por el vello que le cubría el abdomen hasta llegar a…


Pedro cerró los ojos. ¡Eso sí que era un castigo! Le agarró la mano y poniéndole la pierna encima, la sujetó a la cama. Ella dejó de moverse y él se inclinó para tomar en su boca uno de sus pezones y siguió besando su cuerpo hasta que no pudo aguantar más. «Mírame», le pidió dentro de su cabeza. 


Quería que supiera quién la estaba besando, necesitaba que lo supiera, que lo recordara.


Ella abrió los ojos y miró directamente a las profundidades de su alma. Después, como si supiera lo que Pedro necesitaba, lo llevó hacia ella y lo besó.








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