domingo, 13 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 17




Al día siguiente, Pedro repasó la entrevista con Paula. Había sido un buen trabajo y, sin duda, atraparía a los lectores. 


Leonardo entró en el despacho para recordarle que tenían una reunión.


–¿Más publicidad para llevar a la exposición de vinos de San Jose?


–No, es un artículo para el periódico.


–¿Para el Club de las Mamás?


Pedro asintió.


–¿Te ha dado Paula el visto bueno para publicar la entrevista?


–¿Te habló sobre ello? –Pedro ocultó lo que le había sorprendido que Leonardo estuviera al corriente.


–No estaba segura de querer seguir adelante. Yo solo sugerí que sería mejor sacar a la luz la verdad en lugar de permitir que la gente se hiciera sus ideas. Creo que logré convencerla.


–¿Y exactamente qué consejo le diste? –el que Paula hubiera hablado con Leonardo le preocupaba.


–Le dije que la gente va a pensar lo que quiera, pero que debería ofrecerles la verdad.


–¿Os estáis haciendo amigos Paula y tú?


–Poco a poco –Leonardo se encogió de hombros.


Aunque Pedro se moría de ganas de saber qué significaba eso, su orgullo le impidió preguntar. No le daría a Leonardo la satisfacción de saber que le preocupaba.


Se preguntó si Paula le había pedido consejo porque le gustaba Leonardo, porque confiaba en su juicio. A lo mejor se sentía atraída hacia él por el mismo motivo por el que se había sentido atraída por Claudio. Porque era mayor..


Pasada una hora, la conversación con Leonardo seguía dando vueltas en la cabeza de Pedro. El teléfono sonó y contestó a la primera, pues sabía que Marisa ya se había marchado.


–Me alegra que sigas ahí –lo saludó Paula.


–Tienes mi número de móvil.


–Y te llamé, pero saltó el buzón de voz.


–Lo apagué durante la reunión –Pedro lo había olvidado–. ¿Qué pasa? –algo en la voz de Paula lo había puesto en alerta. ¿Nervios? ¿Miedo? Algo.


–Es Emma. No sé qué hacer. No está.


–¿Qué quieres decir con que no está? ¿Qué ha pasado?


–Me llamaron por teléfono y cuando me di la vuelta ya no estaba. Creo que salió fuera.


–No puede haber ido muy lejos. Daré el aviso y empezaremos a buscarla. Tú quédate ahí. En cuanto llame a Leonardo y a papá iré a la cabaña. Si queda alguien más, que se una a la búsqueda.


–No puedo quedarme aquí, Pedro, tengo que buscarla.


Pedro comprendía el pánico de Paula y su necesidad de hacer algo, pero…


–¿Y si Emma vuelve a casa mientras estás fuera? Quédate ahí, Paula. Echa un vistazo alrededor de la cabaña, pero no te alejes de allí. Llegaré en cuanto pueda.


Con el corazón acelerado, Pedro hizo las llamadas pertinentes. Algunos trabajadores del viñedo seguían en sus puestos y Leonardo propuso que el equipo de limpieza se sumara a la búsqueda.


Todos los participantes en la búsqueda se agruparon frente a la cabaña. Pedro vio a Leonardo acercarse a Paula y darle un apretón en el brazo. Si esos dos estaban más unidos de lo que él pensaba, ella nunca se lo había mencionado.


Pedro repartió a los voluntarios en grupos y les indicó cómo realizar la búsqueda.


–Me voy al viñedo Merlot –se volvió a Paula–. Tú quédate aquí y espera. Todo el mundo tiene tu número de móvil. En cuanto la encontremos, te llamaremos.


–Pero, Pedro ¿y si…?


–Si no la encontramos en media hora, llamaré al sheriff –el sol descendía rápidamente por el horizonte–. Te lo prometo.


En lugar de darle un apretón en el brazo, se fundió con ella en un sentido abrazo.


–No puede haberse ido muy lejos –insistió antes de besarle la cabeza.


Tras dar unas cuantas instrucciones más, Pedro se alejó de Paula. No había visto tanto dolor reflejado en el bonito rostro desde la noche del incendio cuando había aparecido en las noticias. Lo que había perdido en esos momentos era a su hija, no un álbum de fotos. Él mismo tenía el estómago encogido. Emma significaba mucho para él también.


Siguiendo las indicaciones de Pedro, Hector se dirigió al viñedo de Cabernet Sauvignon, detrás de la cabaña, mientras que Pedro se dirigió al oeste y Leonardo al sur. 


Buscaban algo rojo, el color de la camiseta que llevaba la niña. También debían buscar por el suelo, por si Emma se hubiera acurrucado para inspeccionar una piedra o un insecto. Esa niña sentía curiosidad por todo.


Pedro escuchó atentamente para captar una risa, un llanto. 


Caminó y buscó. Pensó en llamar al sheriff. La opresión en el pecho se hacía cada vez más grande. No podía ni imaginarse lo que debía sentir Paula. El teléfono sonó y se quedó helado. Era Leonardo.


–¿La has encontrado?


Pedro, aquí fuera no hay nadie. No sabemos qué debemos buscar. Habría que llamar a la policía.


–Debes buscar una camiseta roja, unos cabellos rojizos. 
Debes buscar a una niña que no puede haberse ido muy lejos.


–Puede que te apetezca hacerte el héroe, pero hay que ser prácticos.


¿De verdad quería ser el héroe de Paula? Por supuesto. 


Pero, sobre todo, lo que quería era encontrar a esa niña que se había hecho un hueco en su corazón.


–Diez minutos más, Leonardo. Dentro de diez minutos llamaré.


A medida que pasaban los segundos, el optimismo de Pedro disminuía. ¿Qué sabía él de búsquedas? ¿Qué sabía él de relaciones? ¿Qué sabía él de encontrar a una niña perdida?


El teléfono volvió a sonar. Era su padre. Pedro temía que Hector fuera a darle el mismo consejo que le había dado Leonardo, pero la voz que oyó al otro lado de la línea estaba cargada de alegría.


–¡La he encontrado! Vio un gato y se fue tras él.


–¿Has llamado a Paula? –preguntó Pedro.


–Pensé que te gustaría hacerlo a ti. Te veo en su casa.
 Vamos, te llevaré con tu mamá –la voz de Hector se dulcificó antes de colgar el teléfono mientras al fondo se oía la voz de Emma.


Se repente, Pedro se encontró preguntándose qué clase de abuelo sería su padre.


Corrió de regreso a la cabaña de Paula mientras llamaba por teléfono para darle la noticia y al resto de los voluntarios para que dejaran de buscar.



****


Paula corrió al encuentro de Hector y Emma. Al recibir la llamada de Pedro, las piernas le habían flaqueado. Pero al verlos llegar corrió hacia ellos, ansiosa por tomar a su hija en brazos y asegurarse de que estuviera bien. Sin embargo, la escena que tenía ante ella le hizo pararse en seco. Hector llevaba a su hija de la mano y parecía el perfecto abuelo.


–¡No te encontraba! –Paula abrazó a Emma con fuerza–. ¿Dónde estabas?


–Kitty se escapó y yo lo seguí.


–Cariño, mírame –Paula se agachó frente a ella–. No vuelvas a salir de casa sin mi permiso. El mundo es muy grande y no quiero que te pierdas. Si el señor Alfonso no te hubiera encontrado, se habría hecho de noche y estarías ahí fuera tú sola. Prométeme que no volverás a hacerlo.


–¿Estás enfadada? –Emma abrió los ojos desmesuradamente y sus labios empezaron a temblar.


–No, no lo estoy –Paula le obsequió con otro abrazo–. Pero estaba muy preocupada. ¿Me prometes que no volverás a marcharte sin mí?


–Te lo prometo –contestó la niña muy seria.


–Gracias, Hector–Paula se levantó–. No tengo palabras para agradecerte lo que has hecho.


–Entiendo cómo se siente una madre cuando se pierde su hijo –la expresión de Hector era amable–. Cuando Pedro tenía trece años desapareció y no lo encontrábamos.


–Yo no me acuerdo de eso –la voz de Pedro surgió detrás de Paula.


–Te encontramos leyendo un libro en la fresquera.


–No intentaba escaparme –el rostro de Pedro se ensombreció al recordarlo de repente.


–Puede que no, pero intentabas encontrar un lugar al que sintieras que pertenecías.


–Menuda aventura, jovencita –tras la inicial sorpresa ante la interpretación de su padre, Pedro se volvió hacia Emma–. Creo que en casa quedan algunos bollitos. ¿Te traigo uno?
Emma consultó a su madre con la mirada.


–Qué buena idea –asintió ella–. Primero un baño y luego un tentempié.


Una hora más tarde, al entrar en la cabaña con los bollitos, 


Pedro percibió el delicioso aroma a champú de fresa en los cabellos de Emma. La niña sonrió alegre mientras se pringaba los dedos con la cobertura y la mermelada de uva, ignorante del jaleo que había organizado.


–Vas a necesitar otro baño –bromeó él antes de dirigirse a Paula–. Sin duda ver cómo se come uno de estos bollitos será uno de tus mejores recuerdos. Debería haber traído la cámara. 


–Hablando de recuerdos. No te imagino  escapándote para encerrarte en la fresquera con un libro.


–Me había olvidado por completo de aquello. Me sorprende que mi padre lo recuerde.


–Apuesto a que se acuerda de más cosas de las que te imaginas.


–En aquella época yo estaba muy a la defensiva, y también muy huraño.


–Es comprensible.


–Pues no creo que mi padre lo comprendiera. Esperaba que me mostrara agradecido por haber sido adoptado y que hiciera un esfuerzo por encajar. Ojalá hubiera sido así de sencillo.


–Pero al final sí encajaste.


–Sí, pero para entonces ya se había creado una enorme brecha entre nosotros.


–Espero que eso nunca nos suceda a Emma y a mí.


–No os pasará. Tú te encargarás de que no suceda.


–¿Ni siquiera durante la subida de las hormonas adolescentes?


–Necesitarás un vigilante para mantener alejados a los chicos.


Paula se imaginaba perfectamente a Pedro como ese vigilante.


–Vamos a lavarte y a la cama –anunció Paula cuando Emma hubo terminado el bollito.


–¿Puede Pedro rezar conmigo?


Rezar no era lo mismo que leer un cuento y Paula no sabía qué opinaría Pedro al respecto.


–No tienes que hacerlo –lo tranquilizó ella.


–Espero que se te den bien las oraciones –Pedro contestó directamente a Emma–, porque a mí no. Quizás puedas enseñarme.


–De acuerdo –asintió la niña.


Diez minutos más tarde, se encontraban todos en la habitación de Emma, Pedro sentado en la cama.


–¿Cómo funciona esto? –preguntó él.


–Le cuento a Dios las cosas por las que estoy agradecida.


–¿Y de qué cosas estás agradecida?


–Te doy las gracias –la pequeña cerró los ojos y juntó las manitas–, por la nueva casa y por mamá y Julian y Marisa y por ti –abrió los ojos y miró a Pedro–. Y luego le pido a Dios que bendiga a todos.


–De acuerdo –asintió Pedro.


–Bendice, Dios, a mamá y a Julian y a Marisa y a Pedro y al señor Alfonso. Él me encontró. Y bendice al gatito –la niña despegó las manos y abrió los ojos–. Ya está.


–Lo has hecho muy bien –sonrió él.


–Eso dice mamá.


–Y ahora mamá dice que es hora de dormir. Buenas noches, cielo –Paula se inclinó sobre la cama y, tras tapar a Emma, le dio un beso en la frente–. Que tengas dulces sueños.


Pedro se acercó a la cama y acarició la cabeza de la niña antes de apartarse mientras Paula se preguntaba en qué estaría pensando. Regresaron al salón.


–Espero que se tome su tiempo para crecer –Pedro le contestó la pregunta sin formular.


–Te entiendo –asintió ella–. Creo que Emma y tu padre conectaron.


–No me pareció que la hubiera regañado por escaparse – asintió Pedro.


–¿Te regañó a ti cuando te escapaste?


–No –contestó él tras reflexionar unos segundos–, lo cierto es que no lo hizo. Me preguntó sobre el libro que había estado leyendo. Era La isla del tesoro, y me dijo que él también lo había leído de pequeño. Me había olvidado por completo de aquella conversación.


–A veces es bueno rememorar el pasado.


–Pero a veces no lo es –Pedro la tomó en sus brazos y la besó lenta y prolongadamente hasta que ambos desearon arrancarse la ropa mutuamente.


Cuando levantó la vista, la expresión en los ojos grises indicaba que deseaba más.


–Voy el fin de semana a una exposición de vinos en San Jose. Me iré el sábado por la mañana y volveré el domingo por la noche. Me preguntaba si te apetecería acompañarme.



****


El miércoles por la tarde a última hora, Paula estaba con Ramona en el rancho Four Oaks observando cómo Connie Russo guiaba a dos niños montados sobre sendos caballos. 


Paula había decidido presentar a ambas mujeres, pues tenía la sensación de que podría ayudar a su paciente.


–Parecen divertirse mucho –observó Ramona.


–Y así es. Connie dice que la equitación les proporciona confianza, equilibrio e independencia.


Una joven de treinta y tantos años bajó de un SUV que acababa de llegar. La mujer se acercó a Paula y a Ramona e hizo un gesto con la mano. –Esos son los míos.


–Lo están haciendo fenomenal –opinó Ramona–. Tienen buen estilo.


–¿Trabajas aquí? –preguntó la recién llegada.


–No.


Paula tenía la esperanza de que Ramona se animara a hacerlo. Pronto estaría preparada para volver a montar. 


Quizás no por el campo, pero sí en un recinto cerrado. 


Además, a Connie le iría bien su ayuda.


Los niños desmontaron y su madre se reunió con ellos.


 Todos se subieron al SUV y se fueron.


Connie se acercó a las dos mujeres y estrechó la mano de Ramona.


–Encantada de conocerte. Paula me contó que antes solías montar mucho a caballo


–Solía trabajar de guía para turistas y hacíamos rutas a caballo por las montañas. Pero tuve un accidente de bicicleta y todo cambió. Hace seis meses que no me subo a un caballo.


–¿Crees que estarías bien para intentarlo ahora?


–Supongo que eso lo decidirá Paula –Ramona miró a su terapeuta–. Me siento más fuerte desde que trabajo con ella, pero los músculos de las piernas siguen demasiado flojos.


–Montar a caballo te ayudará a fortalecerlos, pero eso ya lo sabías –le indicó Connie.


–Es verdad. Supongo que tengo miedo.


–Todos tenemos miedo de lo que pueda hacernos daño.


La frase de Connie alcanzó a Paula en lo más profundo. No había contestado al ofrecimiento de Pedro sobre el fin de semana.


Le había asegurado que se lo pensaría, que tendría que buscar a alguien para que cuidara de Emma. Había admitido que temía que separarse de su hija no fuera buena idea. 


Pero el verdadero motivo para tantas dudas era el miedo.


De momento, sin embargo, su obligación era su paciente.


–Creo que te vendría bien pasar tiempo al aire libre, estar cerca de los caballos. Estás lo bastante fuerte para volver a subirte a un caballo, pero eres tú la que tienes que sentirlo así.


–Tengo un par de caballos muy mansos –le aseguró Connie– . Te sentirás como en una mecedora al montarlos. Pero, como bien ha dicho Paula, tienes que sentirte preparada. Podrías empezar por venir a ver las clases, darme tu opinión sobre los progresos de los niños.


–¿Con qué frecuencia te gustaría que viniera a echarte una mano? –preguntó Ramona.


–¿Qué te parece un par de mañanas por semana? Durante la comida, podríamos hablar de cómo te sientes y qué impresión te han causado los críos.


–Creo que para empezar estaría muy bien –contestó la mujer volviéndose a Paula–. Gracias.


–No hay de qué. Por nuestra parte, seguiremos trabajando tus músculos, y tu ánimo. La cinta andadora y los peldaños te esperan.


Ramona soltó una carcajada, la primera desde que Paula había empezado a tratarla. La mejor manera de enfrentarse a la vida era, sin duda, enfrentándose al miedo.


¿Sería ella capaz de enfrentarse a sus dudas y miedos para acompañar a Jase a San Jose?


Primero tenía que hablar con Catalina para saber si podía quedarse con Emma la noche del sábado. Solucionado ese tema, llamaría a Pedro y le confirmaría que iba a acompañarlo a la exposición de vinos. La pregunta era si iba a reservar una habitación o dos…







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