miércoles, 5 de agosto de 2015
LA TENTACIÓN: CAPITULO 7
Nunca jamás había tenido un presupuesto ilimitado para comprar ropa, ni para comprar nada. Cuando era pequeña, el sueldo de su padre había bastado. Era un directivo medio que se ocupaba de los gastos, le daba lo suficiente a su esposa y se gastaba el resto en sí mismo. No había ido de vacaciones, o, si habían ido, ella era tan pequeña que no se acordaba. Había tenido muy poco dinero para ropa. Su madre le daba algo, si quedaba después de pagar los gastos de la casa, pero no había sabido lo que era gastarse dinero en cosas que no fuesen estrictamente necesarias. Por eso, le había costado asimilar que eso era exactamente lo que le había ordenado que hiciera. Se había llevado una pequeña guía de bolsillo y, en vez de ir directamente a las tiendas, había ido en la limusina a los Campos Elíseos, aunque estaban muy cerca del hotel. Paseó por delante de los exclusivos restaurantes y cafés y, aunque no tenía tiempo para visitar museos, sí pudo admirar algunos edificios y sumergirse en ese ambiente de opulencia. Se sentó en una terraza para tomarse un café y un croissant y para observar a la gente. Recordó todo lo que le había dicho Pedro y volvió a sentirse dolida porque la había despreciado como a alguien inferior. Daba igual que alabara su destreza profesional, daba igual que la elogiara por su iniciativa al haber obtenido tanta información sobre la empresa que quería comprar, daba igual que confiara en ella para que completara informes que él le entregaba solo esbozados.
Era la persona insignificante, anodina y gris que no sabía vestirse.
Se acordó de Georgia con su ceñido vestido rojo, con sus tacones de vértigo, con la melena morena y las largas uñas pintadas de rojo. Ella no quería imitar esa imagen, esa mujer había encarnado todo lo que era evidente, pero tampoco iba a ser una remilgada.
Tardó un poco, pero, cuando salió de la tercera tienda, ya se había acostumbrado. Fue ganando confianza a medida que avanzaba la tarde y, a las cinco, volvió al hotel con varias bolsas. Dejó las bolsas en la habitación, se dejó embriagar por ese lujo que no volvería a conocer y llamó para concertar una cita en el spa del hotel.
A las seis y media, estaba otra vez en su habitación completamente relajada. Se miró el pelo, las uñas y los pies, aunque nunca había sido vanidosa. De jovencita, cuando las otras chicas se miraban al espejo y susurraban sobre chicos, ella no paraba de estudiar y de preguntarse qué le depararía el día siguiente, de qué humor estaría su madre y si su padre estaría en uno de sus viajes «de ocio». Los años habían pasado sin que tuviera tiempo para prestar mucha atención a su aspecto. Además, había aprendido que la belleza tenía un precio. Ella no era bella y no le interesaba intentar serlo. Sin embargo, en ese momento… Se dio un baño en ese cuarto de baño ridículamente lujoso y, veinte minutos después, salió extrañamente emocionada. No era exactamente Cenicienta, pero sí podía olvidarse por esa noche de la seria, atildada y miedosa Paula Chaves. Se había comprado cuatro vestidos, uno para cada noche que iban a pasar en París, pero el más elegante era el que se había comprado para la recepción de esa noche. Era largo, rosa claro, ceñido y con el cuello redondo. Su cuerpo, que siempre le había parecido delgado y plano, quedaba muy favorecido y unos zapatos con tacones de diez centímetros resaltaban su estatura.
También se había comprado un chal de cachemir iridiscente con pequeñas perlas, se había pintado las uñas a juego con el vestido y el pelo… El pelo castaño, que siempre llevaba lavado sin más, había revivido mientras le hacían las manos y los pies. Unos reflejos caramelo le daban una luz que la convertían en una persona que casi no reconocía.
Entusiasmada, se hizo una foto y se la mandó a su madre.
Sonrió cuando su madre le contestó con muchos signos de exclamación. Era una persona distinta, al menos por fuera, y, a las siete y media en punto, salió de la habitación para bajar al bar.
Le gente se daba la vuelta para mirarla y eso no le había pasado jamás en su vida. No sabía si le gustaba o no, pero era algo desconocido para ella. ¿Era eso lo que le gustaba a Pedro? ¿Por eso era tan vago? ¿Por eso se quedaba con lo que le gustaba y desechaba lo demás sin darle más vueltas? ¿Estaba tan acostumbrado a ser el centro de atención que no tenía que hacer ningún esfuerzo? ¿Para qué iba a perseguir a la gente si la gente lo perseguía a él?
¿Para qué iba a comprometerse con una relación si la vida era como una tienda de caramelos donde podía elegir el que le gustaba y luego probar otro distinto? Se preguntó si sentía placer ganando dinero. Ya había ganado mucho, y siendo muy joven. Tanto que podría durarle muchas vidas seguidas.
No podía negarse que trabajaba una barbaridad y que tenía un don genial para conocer los mercados, pero ¿le resultaba estimulante? ¿Había algo que pudiera ser estimulante cuando se podía tener lo que se quisiera sin ningún esfuerzo?
Cuando llegó al bar, se quedó boquiabierta. Tenía una alfombra antigua y las paredes estaban cubiertas por tapices que dejaban muy claro que el hotel también era antiguo y estaba orgulloso de serlo. Unas cortinas de terciopelo colgaban de las ventanas y las sillas entonaban con ese ambiente de antigüedad cara. No había ni un toque moderno que pudiera indicar que el siglo XXI estaba en plena efervescencia. Era una pura decadencia francesa que recordaba a los tiempos de la aristocracia y la nobleza.
Entonces, echó una ojeada y lo vio sentado a una mesa, leyendo un periódico y con el ceño fruncido. Pedro, absorto por la sección económica del periódico y bebiendo distraídamente una copa de vino tinto, no se percató de su llegada, ni de las cabezas que se habían girado para mirarla.
Sin embargo, fue dándose cuenta de que se hacía el silencio. Sus ojos se clavaron en ella y contuvo la respiración unos segundos. Se levantó un poco, un gesto que ella interpretó como una señal para que se acercara a él, y no dejó de mirarla ni un segundo.
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