domingo, 28 de junio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 2






Paula no había informado a nadie de su llegada. Podría haber llamado por teléfono y la cadena habría enviado un coche al aeropuerto… o Miranda podría haber enviado al chófer. Pero después de tomar la decisión de romper con todo, matrimonio y trabajo, le parecía hipócrita utilizarlos.


O a lo mejor había sido una estupidez, pensó, abandonando la interminable cola de los taxis para entrar en el metro. Al fin y al cabo, tenía que volver al trabajo hasta que expirase su contrato a final de mes.


Paula hizo una mueca al recordar que su representante, quien en aquel momento estaría negociando una cantidad superior en su contrato, era otra persona con la que tendría que enfrentarse… y que nunca entendería su decisión.


Ni siquiera estaba segura de entenderla ella misma. Todo parecía tan claro en las montañas, tan sencillo cuando firmó un pacto con Clara y Simone… un pacto que habían sellado con la última tableta de chocolate.


De vuelta en Londres, de vuelta en la realidad de su vida, se sentía sola y el aire frío del metro la hizo temblar. Se colocó en una esquina del vagón y, automáticamente, enterró la cara en un libro para evitar el contacto visual con el resto de los pasajeros. Aunque no era necesario. ¿Quién iba a reconocerla envuelta en un enorme abrigo para evitar el frío de noviembre, sin maquillaje, con la cabeza cubierta por un pañuelo para disimular el desastre que tres semanas sin peluquero le habían hecho a su pelo?


¡Qué fácil era dejar de ser una celebridad y convertirse en una mujer a la que nadie miraría dos veces en el metro!


Sin la constante atención de esa gente cuyo trabajo consistía en pulir su apariencia, sin las fotografías de las revistas, sin la seguridad de su matrimonio, de su carrera… ¿quién era ella?


¿Qué tendría que pasar para que perdiera el rumbo, como lo había perdido su madre? Una mala decisión, un golpe de mala suerte y también ella podría caer…


El miedo la atenazó entonces, haciéndola sudar. Y, de repente, Paula sintió el deseo de olvidarse de todo, de volver a la comodidad de su vida y sentirse agradecida.


Daniela no la necesitaba.


Seguramente, hasta se habría olvidado de ella. ¿Para qué serviría aparecer de repente, recordándole un doloroso pasado, turbando una vida segura sólo para limpiar su conciencia?


¿No sería egoísta hacer eso? Seguramente, Daniela se moriría de vergüenza al verse frente a una hermana cuyo éxito se debía al tamaño de sus pechos, a su voz ronca…


Y, una vez que la prensa descubriera la existencia de su hermana, y era inevitable que así fuera, seguirían buscando hasta desenterrar la verdad de su vida.


Ningún adolescente querría pasar por eso y había otras maneras de redimirse. Daniela necesitaría una casa, por ejemplo, y ella podría conseguírsela. Pedro sabría cómo…


No, Pedro no. Lo haría ella misma.


Salió del metro, a la relativa calma de una mañana de sábado en la capital justo antes de que abriesen las tiendas, y se vio inmediatamente enfrentada con un vagabundo que vendía The Big Issue, el periódico de los sin techo. Paula luchó, como hacía siempre, contra el desesperado deseo de salir corriendo y se obligó a sí misma a sacar dinero del bolso. Le deseó suerte antes de parar un taxi para escapar, apartando de sí el pensamiento de que podría haber hecho más por aquel hombre.


—Bienvenida a casa, señorita Chaves.


Que el taxista la reconociera fue como un bálsamo.


—O sea, que el disfraz no funciona, ¿no?


—Tendría que ponerse una bolsa sobre la cabeza, señorita Chaves —sonrió el hombre—. Mi mujer se llevará una alegría cuando le diga que la he llevado en el taxi. Ha estado siguiendo esa excursión benéfica suya… incluso hizo un donativo.


—Qué amable. ¿Cómo se llama?


Paula tomó nota para mencionar el donativo en el programa del lunes y, después de charlar con el taxista durante unos minutos, sacó el móvil del bolso.


Tenía diecisiete mensajes en su buzón de voz.


—Por favor, llámame… —de su representante.


—Por favor, llámame… —del director del programa.


—Por favor, llámame…


—Por favor, llámame…


Mensajes que le daban la bienvenida a su vida de siempre. 


La vida que ya no quería. Y, de repente, el miedo se disipó.


Sonriendo, buscó los mensajes escritos: Ojalá estuvieras aquí. Buena suerte y besos.
Un mensaje de Clara antes de subir al avión que la devolvería a Estados Unidos.


El siguiente era de Simone: ¿Tienes tanto miedo como yo?


¿Asustada Simone? ¿La brillante, triunfadora y prácticamente perfecta Simone que, como ella y como Clara, tenía un oscuro secreto en su pasado?


Las había dejado en el aeropuerto de Hong Kong y despedirse de ellas había sido como si le arrancaran un brazo. Pero ahora volvían a ponerse en contacto, justo en el momento en el que su resolución empezaba a flaquear. Y eso la emocionó.


—Ya hemos llegado, señorita Chaves —dijo el taxista.


—Un momento —murmuró Paula, escribiendo su respuesta para Clara: Ojalá tú estuvieras aquí para darme ánimos.
A Simone empezó a escribirle: No tenemos que hacer esto


Pero eso no era lo que Simone quería de ella. Lo que todas habían jurado hacer. Ella quería, y se merecía, ánimos. 


Merecía el apoyo que se habían prometido las tres. No quería permiso para olvidarse de todo al primer momento de duda sólo porque ella estuviera buscando una excusa para hacer lo mismo.


Una semana antes, en el aire limpio del Himalaya, en compañía de dos mujeres que, por primera vez en su vida adulta habían sido capaces de confiar totalmente en otra persona, le había parecido encontrar algo raro, algo especial que podía ser suyo si tenía el valor de ir a buscarlo.


En cuanto había puesto un pie en Londres, todos los horrores de su infancia parecieron salir a la superficie y, aterrorizada, deseó volver a la seguridad de su jaula de oro.


Y, cuando miró el móvil, se dio cuenta de que el mensaje que enviara sería crucial para su vida.


Cerrando los ojos, se puso a sí misma en el sitio en el que había estado unos días antes y escribió un nuevo mensaje: 
Estoy muerta de miedo, pero podemos hacerlo.


Una decisión encomiable, pensó mientras salía del taxi y se quedaba, con la mochila al hombro, frente a la casa de Belgravia que había sido el hogar de la familia Alfonso durante generaciones.


Ahora sólo tenía que demostrar que era capaz de hacerlo.










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