sábado, 27 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 36





Paula iba de camino hacia su coche cuando alguien la agarró del brazo y le dio la vuelta. Sabía quién era antes de verlo, por supuesto. Sintió una sensación de ahogo en la garganta y el corazón le dio un vuelco al ver a Pedro allí de pie, jadeando un poco, mirándola con expresión inescrutable, con la boca cerrada y la expresión seria.


Cuando él le vio la cara, emitió un sonido de pesar y la agarró del otro brazo para abrazarse a ella.


—Estás llorando.


—Un poco —reconoció, e intentó apartarse del cuerpo que había llegado a amar tanto.


Él la agarró con fuerza.


—No te vayas.


Y el corazón pareció rompérsele un poco más.


—Tengo que hacerlo —dijo ella.


—No lo entiendo —dijo él, parecía confuso—. Hazme entender.


—Es sencillo, de verdad. Eduardo…


—Esto no se trata de trabajo —dijo Pedro—. No me importa nada el trabajo. Lo que me importa es que tú no te marchas sólo de mi oficina, sino que te estás alejando de mí, ¿verdad?


—En realidad, no tiene nada que ver contigo —pestañeó y le rodó otra lágrima por la mejilla—. ¿Recuerdas cuando te dije que firmé con Eduardo en busca de aventura?


—Sí.


—En su anuncio eso era lo que prometía —le sonrió con tristeza—. Me atrajo porque he vivido… bueno, digamos que de un modo muy conservador. En parte es por mi familia y su idea de que no puedo hacer nada sola, pero en parte es porque yo he caído en esa trampa, ¿entiendes? —le dijo ella, pero él no la entendería porque Pedro siempre había sido dueño de sus decisiones; nunca había tenido a nadie que le dijera lo que tenía que hacer—. Quería más —dijo Paula—. Y Eduardo me lo prometió.


—Bueno, yo diría que obtuviste más de lo que querías —le dijo en voz baja mientras le pasaba el pulgar por los cardenales.


—Es cierto.


Había conseguido mucho más. Se había enamorado.


—Pero ahora me ha ofrecido este trabajo en las islas griegas, en un yate…


—¿Durante cuánto tiempo?


—No es tanto, sólo llevaré la contabilidad y…


—¿Cuánto tiempo?


—Tres meses —contestó, y aguantó la respiración—. Una aventura perfecta, ¿no te parece?


Él la miró largamente, mientras ella esperaba a que él le dijera que viviría una aventura mejor si se quedaba con él.


En lugar de eso, se limitó a asentir. Le soltó las manos y se metió las suyas en el bolsillo.


—Espero que sea todo lo que deseabas.


No, todo lo que ella deseaba estaba allí delante de ella. Pero a veces las personas tenían que conformarse con una segunda opción.


—Gracias —le dijo ella.


—¿Cuándo te vas?


—El lunes.


—Aún faltan varios días.


Sin duda, él estaría pensando que podrían pasar juntos varias noches locas más, noches que serían las más gloriosas que había vivido. Estaba bien segura de que él se encargaría de que así fuera, puesto que aquel hombre sensual e increíblemente apasionado estaba hecho para noches como ésas.


Pero entonces llegaría el lunes y sería incluso más duro despedirse de él. Abrió la puerta de su coche y se sentó al volante.


Entonces se preguntó por qué seguía esperando a que él la detuviera.


No iba a hacerlo. No iba a decir que quería aprovechar esas pocas noches que les quedaban, ni que le encantaría verla cuando volviera.


De hecho, no dijo nada.


Se puso el cinturón, metió la llave en el contacto e intentó convencerse a sí misma de que había hecho lo correcto.


Un elegante BMW rojo descapotable se detuvo a su lado y tocó el claxon. Eduardo, por supuesto. Se bajó las gafas y le guiñó un ojo. Entonces, con una facilidad de un hombre de veintinueve en lugar de los cuarenta y nueve que tenía, saltó por encima de la puerta de su coche y fue hacia Eva, que salía del edificio.


Aún junto a su coche, con las manos en los bolsillos, Pedro vio la escena y maldijo entre dientes.


A Paula siempre le gustaba la compañía de Eduardo y Eva, pero no podían haber llegado en peor momento. Le entraron ganas de marcharse de allí. Quería irse a casa y curarse las heridas con un paquete entero de helado.


Eduardo le tomó la mano a Eva y se volvió hacia Pedro.


—Esta mañana despedí a Eva—dijo Eduardo.


Pedro sacudió la cabeza y miró a Eva.


—¿Te ha echado? Pero… Pensé que trabajabas para mí.


—Qué confundido estás —Eva lo abrazó y se retiró—. ¿Recuerdas cuando te dije que iba a empezar a salir con él porque era muy mono?


—¿Tú has dicho que era muy mono? —preguntó Eduardo sonriendo—. Me hubiera gustado más guapo o maravilloso, pero puedo conformarme con mono.


—Calla —le dijo Eva en tono afable y se volvió hacia Pedro—. En realidad, me voy a casar con él. Voy a hacerlo oficial.


Pedro parecía como si fuera a desplomarse de la impresión.


—¿Hacer oficial el qué?


—El hecho de que me estoy acostando con él, por supuesto —Eva se echó a reír—. Felicítame, cariño. ¿Puedes hacerlo?


—Pues claro que sí —dijo Eduardo, interrumpiéndola—. ¿No, hijo?


—¿Y qué te hace pensar que no te va a dejar otra vez? —le preguntó Pedro.


Eduardo lo agarró por el hombro.


—Hijo, a veces uno tiene que arriesgarse y seguir los dictados de su corazón.


Pedro miró a Paula con tal intensidad y emoción en sus ojos claros, que la dejó sin aliento.


—No hay nada mejor que el riesgo para darle marcha a tu corazón —Eduardo se pasó la mano por la cabeza de cabellos negros—. Te salen canas, por supuesto, pero para eso están los peluqueros.


Paula aguantó la respiración. No hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta de lo que Eduardo le estaba diciendo a su hijo. Lo animaba a que se arriesgara, a que volviera a amar, a sentir. A vivir.


¿Pero se estaría enterando Pedro? Buscó en sus ojos, pero sólo vio aquella expresión inescrutable.


—Adelante —le dijo Pedro de pronto a sus padres, sin dejar de mirar a Paula.


Eva se echó a reír y agarró del brazo a Eduardo.


—¿Sabes qué? Vamos, Eduardo, creo que el chico quiere estar solo.


—Eso no tiene nada de malo —dijo Eduardo, que le abrió la puerta del coche a Eva y le guiñó un ojo a Paula antes de marcharse.


—Están equivocados —dijo Pedro—. No quiero estar solo —metió la mano en el coche de Paula y quitó las llaves del contacto—. Te lo advierto, tengo un humor muy cambiable.


Ella arqueó una ceja.


—A veces también soy un poco gruñón… —añadió Pedro.


—Cuéntame algo que no sepa —le dijo ella, y él asintió.


—Lo haré, pero primero…


Paula vio que se guardaba las llaves y se preguntó qué estaría tramando.


—Dime qué pensarás en mí todos los días de esos tres meses de tu aventura —le dijo él—. Que te mata el tener que separarte de mí.


Ella cerró los ojos y al momento volvió a abrirlos y lo miró a los ojos.


—Por supuesto que me resulta muy difícil alejarme de ti. Nos hemos acostado juntos. Hemos hecho el amor en tu cuarto de baño —le dijo con voz temblorosa y él hizo una mueca.


—Lo sé —dijo él—. No te lo tomas nada a la ligera…


—¿A la ligera? —le dijo ella riéndose mientras negaba con la cabeza—. ¿Quieres saber lo que no me tomo a la ligera? 
Enamorarme de ti, idiota.


Él se quedó mirándola. Entonces abrió la puerta del coche y tiró de ella. La puso de pie y la miró a los ojos, muy cerca de ella.


—¿Entonces por qué te marchas?


—Porque… —llevó las manos a su cara, que acarició con ternura—. No quería ser la única que estuviera enamorada.


—¿Ahora quién es la idiota? —la abrazó con suavidad—. Te amo. Te amo tanto, que me estás volviendo loco.


Ella lo miró sin saber qué decir. Entonces se echó a llorar y a reír al mismo tiempo y retiró la mano de su cara para poder darle una palmada en el hombro.


—Podrías habérmelo dicho.


—Lo hice —le dijo mientras le pegaba su frente a la de ella—. En cada beso, en cara mirada, en cada caricia.


—¿Y me ibas a dejar marchar?


—No quería retenerte, impedir que corrieras tu aventura.


—¿Me quieres tanto?


—En una ocasión metí la pata en el amor. Después, me fui al extremo opuesto y tampoco me salió bien. Ninguna de las dos posibilidades me atraía, pero cuando llegaste tú…


Ella emitió un leve sonido emocionado, una expresión de alegría y esperanza, y él la abrazó.


—Se me dan bien los números —le dijo al oído—. Sé hacer muchas cosas. Pero no tengo ni idea de cómo amarte… ni la más mínima idea —se retiró para verle la cara—. Lo único que sé es que tu sonrisa me alegra el día y que, cuando estoy contigo, todo me parece bien.


—Oh, Pedro —suspiró Paula.


Allí pegada a él, empezó a besarlo con una avidez y una desesperación sin igual. Lo besó con todo lo que tenía, con todo lo que quería darle.


—Así que vas a quedarte —le dijo él finalmente en tono vacilante, carente de la seguridad habitual.


Paula escondió la cara en su cuello, aspirando su aroma, respirándolo a él.


—No lo sé… Ha sido una oferta especial por parte de Eduardo. Piensa en la experiencia.


Él la estrechó todavía más entre sus brazos.


—Yo también puedo ofrecerte la oportunidad de vivir una experiencia.


—¿De verdad? —le preguntó mientras ladeaba la cabeza—. ¿Qué tienes en mente?


Él empezó a susurrarle palabras dulces y sensuales al oído, cosas que nadie le había dicho jamás. Excitada, animada y con el corazón rebosante de felicidad, asintió.


—Bueno, parece una buena oportunidad —dijo Paula.


—Oh, sí —concedió él, que la invitó a sentarse de nuevo en el coche, esa vez en el asiento del pasajero; se sentó al volante—. De hecho, no hay necesidad de esperar, podemos empezar…


—¿Ahora?


—Ahora.


Pedro la llevó hasta la casa de él.


—Pero el trabajo…


—Olvida el trabajo. Le di a Margarita el día libre para que hiciera algo especial, algo que no hubiera hecho nunca —le dijo él—. Le dije que yo iba a hacer lo mismo —le dijo Pedro, sonriéndole con tanto amor, que Paula sintió que se le iban a saltar las lágrimas.


Al verla, él se puso serio.


—¿Qué te pasa? —le preguntó.


—Siempre he querido enamorarme de un hombre que me demostrara sus sentimientos —le dijo despacio—. De un hombre cálido y compasivo, suave…


—Espera un momento —dijo Pedro mientras apagaba el motor; entonces la condujo al interior de la casa, donde la llevó directamente a su dormitorio—. Cálido y compasivo, ningún problema. O al menos puedo intentarlo… Pero suave…


Ella se echó a reír.


Pedro se pegó a ella, su cuerpo tan opuesto a la suavidad, que la risa de Paula se trasformó en un leve gemido estrangulado.


—¿Crees que este estado me resulta divertido?


—Sólo porque…


Paula hizo una pausa y miró su cama.


—Porque… —le dijo él instándola a que continuara mientras tiraba de ella hacia su cama y empezaba a desabrocharle los botones.


—Porque sé como aliviar ese estado —le dijo mientras empezaba también a desabrocharle los botones del pantalón—. Por fin lo hemos hecho bien. Hemos conseguido llegar a una cama.


—Por fin —él la miró, muy serio de pronto—. El sitio adecuado, el momento adecuado, la mujer adecuada. Todo está bien. Lo eres todo para mí —le dijo en voz baja—. Todo.


Ella lo abrazó, estando él medio desnudo, y al hacerlo sintió los latidos de su corazón junto al de ella, dos latidos distintos que se fundían en uno solo. Entonces suspiró mientras sentía que su mundo empezaba a ser perfecto.









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