jueves, 7 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 1




«¡Esta es la gota que colma el vaso!», rumió Pedro Alfonso al acelerar la furgoneta por el camino de grava, dejando una estela de polvo a su espalda. ¡No tenía por qué soportar esas tonterías! Pensaba enfrentarse cara a cara con su problema, aunque ello representara encarar a la excéntrica que había comprado los cuarenta acres que bordeaban con el linde oeste del Rancho Rocking C.


El zoo, como denominaba al grupo de animales exóticos próximos a sus vacas y ovejas, era una molestia constante. 


¡Ya se había hartado! Su hermano y él habían pasado todo el maldito día a caballo, agrupando al ganado asustado y reparando las vallas rotas.


Pedro no conocía a su nueva vecina, pero sin haberla visto ya le caía mal. Sin duda llenaba el vacío de su vida sin sentido rodeándose de animales exóticos que no tenían nada que hacer en territorio de ganado vacuno y ovino.


Aminoró la marcha cuando apareció a la vista la vieja granja de dos plantas. Necesitaba una mano de pintura y el patio una buena limpieza. A regañadientes reconoció que las coloridas flores que circundaban el porche daban vida al lugar, aunque era evidente que la vieja casona necesitaba muchas reparaciones para recuperar su antiguo esplendor.


Desde luego, la loca que había comprado el terreno sin duda no podría dedicarle tiempo, porque se hallaba demasiado ocupada hablando con los animales salvajes enjaulados detrás de la casa.


Por enésima vez se arrepintió de no haber comprado la propiedad cuando ocho meses atrás salió a la venta. En esa época, su hermano y él consideraron que el precio era demasiado elevado. Pero la señorita Paula Chaves, que no debía tener ni idea del precio de la tierra en Oklahoma, la había adquirido para establecerse allí. Y en ese momento Paula tenía una vecina chalada con animales que rugían, aullaban y graznaban y enloquecían a su ganado.


Bajó de la furgoneta y se dirigió al porche. Vio el coche deportivo aparcado en el camino particular. Pensó que era típico de una habitante de ciudad. En esas tierras agrestes no iba a durarle ni un año. Cualquiera con dos dedos de frente lo sabía.


Aporreó la puerta con el puño y esperó hasta que se le agotó la paciencia, unos dos segundos, luego llamó con los dos puños.


—¡Chaves! ¡Abra! ¡Sé que está ahí! —gritó—. ¡Tenemos que hablar! ¡Ahora!


Su voz atronadora provocó el sonido agudo de un pavo. Un alce bramó en la distancia y un ganso se unió al coro. Pedro puso los ojos en blanco y soltó un juramento.


Pasaron unos segundos más mientras unos graznidos y rugidos no identificados sonaron cerca. Alzó los dos puños para aporrear otra vez la puerta… y por accidente golpeó la frente de Paula cuando esta la abrió de manera inesperada.


La imagen que tenía de una solterona frustrada de mediana edad, con nariz aguileña, ojos saltones y mentón afilado se desvaneció al encontrarse con una mujer de un atractivo tan sorprendente que se preguntó si no estaría sufriendo una ilusión óptica.


Unos ojos del color de un bosque tropical se clavaron en él y un cabello del color de los rayos del sol brilló en torno a la cara hermosa. Pedro bajó la vista para contemplar una figura tan tentadora que hasta Hugh Hefner mataría por fotografiarla.


Conocer a Paula Chaves en persona fue equivalente a recibir el impacto de una bala de goma. ¿Esa era su vecina excéntrica? ¿Esa era la guardiana del zoo? No podía ser. 


Debía de haber algún error.


—¿Chaves? —preguntó con serias dudas.


—Sí. ¿Era usted quien pegaba esos gritos?


El tono seco y la mirada furiosa le indicaron que ese bombón no se dejaba amilanar. Lo miró directamente a los ojos y adoptó una postura combativa. Evaluó su camiseta sucia, sus vaqueros polvorientos y sus botas embarradas y frunció el ceño con abierta desaprobación.


«No es más que una esnob sofisticada», pensó mientras contemplaba su traje de seda rojo que gritaba a los cuatro vientos que era caro. Sospechó que un solo vistazo a sus ropas de trabajo habían bastado para que decidiera que era demasiado buena para él. «Perfecto», concluyó. A ella no le gustaban los vaqueros trabajadores y a él no le gustaban las jovencitas remilgadas. Estaban empatados.


—Me llamo Pedro Alfonso, soy su vecino más próximo —explicó con brusquedad.


—¿Es mi vecino más próximo? Qué mala suerte —soltó con sarcasmo.


—Lo mismo opino, rubita —replicó—. Estoy aquí porque sus animales del zoo han asustado a mi ganado por cuarta vez en dos meses. Va a tener que llevárselos a un entorno más adecuado. Como bien puede ver, este es territorio de ranchos.


Ella alzó el mentón y aunque medía por lo menos veinte centímetros menos que Pedro, que alcanzaba el metro noventa de estatura con sus botas de montar, consiguió mirarlo con desdén.


—Para su información, Alonso…


—Alfonso —corrigió él con sequedad.


—Lo que sea —descartó como si lo considerara igual que unas coles de Bruselas—. Para su información, tengo licencia para dar refugio y cuidar a mis animales exóticos. Cada uno posee una personalidad única. Puedo comunicarme con ellos. Los entiendo.


—¿Habla con ellos? —preguntó—. ¿Por qué será que eso no me sorprende?


—Estoy segura de que si recorriera mi refugio, hasta un hombre como usted vería que están bien guardados y no representan ninguna amenaza.


¿Un hombre como él? Pedro no supo muy bien a qué se refería, pero el tono de voz empleado lo alertó de que había recibido un insulto.


—Señora, me importa un bledo si sus animales tienen anillas en la nariz y campanillas en las patas. Asustan a mi ganado y quiero que desaparezcan. ¡Y usted con ellos!


Eso debió de irritarla, porque plantó los puños en sus maravillosas caderas, abrió bien los pies y adelantó el rostro.


—Si no aprueba vivir junto a mi santuario para fauna silvestre, entonces usted puede hacer las maletas y largarse. Yo no tengo intención de moverme de aquí, porque me gusta el lugar y también a mis animales. Además, si tiene futuras quejas, vaya a ver al sheriff de Buzzard’s Grove, para lo que le servirá.


—Mire, señora…


—Paula Chaves. Señorita Chaves para usted, Alfonso —manifestó con ese tono arrogante que hizo que Pedro apretara los dientes.


—Esta es la situación, «señora». Mi hermano y yo llevamos un rancho de ganado vacuno y ovino…


—¿Y se supone que debo estar impresionada? —le lanzó una mirada condescendiente—. Lamento desilusionarlo, Alfonso. Los vaqueros salen de debajo de las piedras por aquí.


—Me importa un cuerno que esté impresionada —repuso. ¡Cómo lo irritaba!—. La cuestión es que ese zoo puede ser divertido para usted, puede que llene las interminables horas de su vida solitaria y triste, pero nosotros vivimos de nuestro ganado. Sus animales exóticos rugen, ululan, aúllan y gruñen a todas horas del día y de la noche y provocan estampidas. He pasado todo el maldito día reuniendo a mi ganado por culpa de su zoo. El problema se solucionaría si se deshiciera de esas amenazas.


Ella lo miró con ojos centelleantes.


—¿Qué culpa tengo yo de que sus vacas timoratas y sus ovejas pusilánimes se espanten por un ruido poco familiar? No verá a mis animales saltar las vallas porque unas vacas y ovejas estúpidas mujan o balen. Mis vallas y corrales están perfectos. Es evidente que a usted le falta la habilidad para construir vallas sólidas.


Pedro comprendió que no iba a ninguna parte. Esa altanera no quería ver su perspectiva de la situación.


—Perfecto —musitó exasperado—. Si paga mi tiempo y mis gastos, no me quejaré… mucho.


Ella volvió a mirarlo con desdén.


—¿Su ganado se desboca y quiere que yo pague las reparaciones de las vallas? Mis animales están encerrados en corrales y jaulas robustas, rodeados de vallas metálicas de tres metros de alto. Me da la impresión de que no soy yo quien tiene un problema, Alfonso.


—¡No, usted es el problema! —espetó, perdida la paciencia—. ¡Vuelva a la ciudad, que es el lugar al que pertenece, y llévese su zoo con usted!


—Este es mi lugar, el único lugar al que pertenezco —echó los hombros para atrás y cerró los puños—. He venido aquí a quedarme, así que será mejor que se acostumbre a la idea.


Intercambiaron miradas furiosas y Pedro se preparó para darle una contestación terrible cuando ella le cerró la puerta en las narices.


Un ganso apareció por una esquina de la casa y graznó en objeción a su presencia. En la distancia gruñó un oso, acompañado de varios sonidos que él no supo identificar, ninguno de los cuales parecía amistoso. No le sorprendería que hubiera un cocodrilo viviendo en ese enorme estanque.


«El estanque», pensó. Otra cosa que lo irritaba de verdad. 


Esa tigresa había embalsado la corriente alimentada por los manantiales para formar un estanque gigantesco en su terreno. El embalse cortaba el flujo de agua que llegaba a la corriente del Rocking C. Durante los áridos meses de verano, Pedro y su hermano se habían visto obligados a trasladar agua a los pastizales del oeste para llenar los depósitos.


Otro inconveniente importante que había olvidado mencionarle.


Tuvo ganas de volver a aporrear la puerta para insistir en que excavara una zanja en el embalse del estanque. Pero se lo pensó mejor y decidió plantearle el tema al sheriff Osborn. 


Quizá tuviera una licencia para albergar animales exóticos, pero no tenía derecho a alterar la dirección de la corriente y privar al ganado del Rocking C de agua.


Giró en redondo y se marchó. El molesto ganso bajó la cabeza y salió tras él, graznando y mordisqueándole los talones. Sin hacerle caso, se subió a la furgoneta y arrancó. 


Al alejarse a toda velocidad, lanzó grava sobre el automóvil deportivo. No le habría desagradado haber roto accidentalmente el parabrisas. Le estaría bien empleado por ser tan terca.


Su hermano había recomendado emplear la diplomacia al tratar con su vecina. Pedro estaba seguro de que eso no habría funcionado mejor que su enfoque directo. Había notado la mirada de desaprobación cuando lo inspeccionó de arriba abajo. Esa mujer no habría cedido bajo ninguna circunstancia.


Lo que lo desconcertaba de verdad era que, a pesar de su irritación, la encontraba físicamente atractiva. Resultaba humillante para un hombre que por lo general tenía que quitarse a las mujeres de encima, saber que le gustaba lo que veía y que la arrogante señorita Chaves se comportaba como si él no diera la talla.


«¿Y qué importa?», preguntó su orgullo herido. Bajo ningún concepto querría salir con ella, no con el conflicto existente entre ellos. «Además», se aseguró, «no estoy en absoluto interesado». La idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Bueno, quizá una fracción de segundo… hasta que ella había abierto esa boca petulante para soltar sapos y culebras.


Miró la hora y pisó el acelerador. Era la noche en que le tocaba cocinar a su hermano, y Pablo se ponía furioso cuando Pedro llegaba tarde. El menú de los miércoles por la noche era siempre el mismo: hamburguesas con patatas fritas. Reconoció que habría preferido ganso al horno.


Observó el ganado que pastaba y se preguntó si por la mañana lo despertaría otra estampida. Lo más probable era que los coyotes de Paula Chaves se pusieran a aullarle a la luna, haciendo que el resto del zoo se uniera al coro. Predijo que al amanecer el ganado se habría dispersado.


Suspiró. Sin duda el día siguiente sería otra prueba para su paciencia.



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