domingo, 15 de febrero de 2015
UNA NOCHE DIFERENTE; CAPITULO 16
Habían transcurrido dos semanas desde Cannes. Dos semanas desde la última vez que habían tenido sexo. Y Pedro estaba convencido de que iba a explotarle la cabeza, si otras partes mucho más meridionales no lo hacían primero.
No tenía ni idea de cómo llegar hasta Paula. Nunca había querido llegar a ninguna mujer antes, más allá de en un sentido físico. Pero Paula… De ella quería algo más.
No lo había dejado plantado, aunque le gruñía durante la mayor parte del tiempo. Sabía que se estaba escondiendo.
Pero descubrió que no le importaba, siempre y cuando se mantuviera cerca. Aparte de un pequeño recorte de prensa, relacionado con una fotografía que alguien les había hecho cuando estuvieron cenando juntos en Cannes, nadie se había dado cuenta de nada. Lo cual, dado lo inestable de la situación, no podía convenirle más.
Estaba pálida. Más que la primera vez que la vio, y detestaba pensar que él pudiera ser el culpable. Aunque no debería sorprenderse. Así era él, y así había sido. Alguien incapaz de amar. La imagen de la sangre negra corriendo por sus venas no lo abandonaba nunca.
La vio sentada fuera, en la terraza, y se acercó a ella.
—Buenos días.
—Hola.
—¿Lista para la visita del médico?
—Sí. Pero me parece una extravagancia que lo hayas hecho venir.
—Hasta que no estés preparada para que la historia salga a la luz, tenemos que tener cuidado y salir de casa lo menos posible. Supongo que aún no lo estás.
—No. Aún no se lo he contado a mi padre.
—¿Has hablado con él?
—Casi nada. Está preocupado. Le dije… que solo me estaba divirtiendo un poco. Y él me contestó… —parpadeó rápidamente— que le parecía bien. Que ya era hora de que lo hiciera. No entiendo por qué se muestra tan colaborador, tan tolerante.
—Eres una mujer adulta. Tienes derecho a tomar tus propias decisiones.
—No estoy segura de que sean las acertadas.
Una criada apareció de pronto en el umbral.
—Ha llegado el doctor Sands.
—Estupendo. Hágalo pasar —dijo él.
El doctor Sands, el médico de Paula, al que Pedro todavía no conocía, apareció sonriente en la terraza.
—Hola, Paula. ¿Subimos a la habitación y empezamos?
Llevaba un holgado vestido veraniego para la cita. Estaba casi de ocho semanas y era la primera. Estaba nerviosa.
Nerviosa por todo, y a punto de perder la cabeza. La presión que sentía en el pecho era insoportable.
Habían transcurrido ya dos semanas desde la última vez que estuvo con Pedro. Dos semanas. Y se había negado el único desahogo que podía proporcionarle algún alivio.
—Túmbate en la cama, Paula, será muy rápido. Comprendo que estés deseosa de ver el latido de su corazón, pero no puedo darte ninguna garantía. Que no veamos nada no significa que algo marche mal. Miraremos de todas formas.
—Gracias.
El doctor Sands le sonrió con simpatía.
—Pedro, ¿por qué no te acercas? —le pidió ella mientras se preparaba para el examen.
Se quedó de pie junto a ella. El médico estaba manipulando ya el equipo de ultrasonido. Paula esbozó una mueca al sentir la frialdad del contacto y esperó a ver algo en la pequeña pantalla del monitor portátil.
—Ahí está —dijo el doctor—. ¿Ves este movimiento de aquí? Es el corazón latiendo.
Paula miró las pequeñas líneas blancas que destacaban en el negro de la pantalla, con aquel brillo parpadeante que significaba vida.
—Todo parece estar en orden. Por supuesto, a estas alturas, no hay garantías de nada —le dijo el doctor, mirándola a los ojos—. Pero estás perfectamente sana y no hay motivo alguno para pensar que algo puede ir mal.
—De acuerdo —asintió Paula—. Estupendo.
—Ya puedes limpiarte. ¿Quieres acompañarme, Pedro? Si tienes alguna pregunta que hacerme…
Sus voces se apagaron una vez que se cerró la puerta y Paula se levantó. Le temblaban las manos cuando entró al baño y se concentró en limpiarse el gel del ultrasonido. Pero de repente se puso en cuclillas ante el inodoro y vomitó.
Náuseas matutinas, quizá. O tal vez un efecto de la sorpresa.
Quedó sentada en el suelo, abrazándose las rodillas. ¿En qué clase de lío se había metido? Estaba embarazada y no podía negarlo. Había otro corazón latiendo en su interior.
Jamás en su vida había tenido tanto miedo. Se levantó penosamente. No se sentía en absoluto preparada para convertirse en madre.
Triste, se acercó al lavabo y se cepilló los dientes. Inspiró profundamente y regresó al dormitorio. Intentó decirse que todo iba a salir bien. No tenía por qué llorar.
No había llorado en años y no iba a empezar ahora. No había vuelto a llorar desde que murió su madre.
«No es así, Paula. Lo estás haciendo mal. No deberías salir por las noches. No deberías ponerte ese vestido. Paula, ¿cómo pudiste hacer algo así?». Parpadeó rápidamente, esforzándose por ahuyentar aquellos recuerdos. La voz recriminadora que seguía oyendo en su cabeza. La voz de la mujer perfecta que había sido tan amable con todo el mundo, menos con ella.
Porque, a sus ojos, Paula nunca había podido hacer nada bien. Había intentado rebelarse y, al final, ella había resultado la única perjudicada. Y había salido de aquella experiencia con el empeño de ser mejor. De no ser… ella misma. Una lágrima resbaló de pronto por su mejilla. La primera en años. Y ya no pudo parar.
Se dirigió a la cama, apretándose el pecho. No dejaba de sollozar. Tanto que hasta temía ahogarse en sus propias lágrimas. Cada intento de respirar se convertía en otro sollozo. Apenas fue consciente de que alguien había abierto la puerta del dormitorio.
—¿Paula? —era la voz de Pedro—. ¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien?
—¡No puedo hacerlo! —aquellas palabras le salieron de lo más profundo del alma. No las pensó. Solo las sentía.
—Sí que puedes.
—No, no puedo. Todo lo estropeo. Cuando siento demasiado, cometo errores… y, cuando no siento nada… tampoco vale. No sé cómo se supone que tengo que hacerlo. No sé amar a un niño, ni seguir a mi corazón, ni utilizar mis sentimientos… sin tomar decisiones equivocadas. Sé que lo estropearé todo.
Pedro la envolvió en sus brazos y la estrechó contra su pecho, acariciándole el cabello.
—Paula, puedes hacerlo. Yo sé que puedes.
—No es verdad. No soy perfecta. No sé darlo todo, tengo demasiado miedo. Porque, si lo hago… ni siquiera así será suficiente. Nunca será suficiente.
—¿Por qué piensas eso?
—¡Porque nunca ha sido suficiente! Nunca lo fue… para ella. Lo intenté, Pedro. Lo pospuse todo porque ella estaba enferma. La ayudé a planificar sus fiestas, elegí a Alejo porque era una opción fácil y segura, del agrado de mi familia. Intenté sonreír siempre, al igual que ella, pero todo lo que conseguí fue ser una pobre imitación. En cambio, ella… ella hacía feliz a todo el mundo en las fiestas. Finjo aquel carisma que ella tenía, pero que yo no tengo. La prensa piensa que yo soy como ella, pero…
—No es culpa tuya,Paula. Tú no eres su clon. Eso no quiere decir que tú seas un fracaso. En absoluto —le acariciaba tiernamente el cabello.
—No había vuelto a llorar desde… Es la primera vez en ocho años.
—Yo no he vuelto a llorar desde que era un muchacho —dijo él.
—¿Qué edad tenías? —de repente quería saberlo. Quería saber lo muy pesada que era la carga que él arrastraba.
Porque la suya era casi insoportable.
—Unos catorce años.
—¿Por qué lloraste?
—¿Quieres saber mis secretos, agape?
—Te voy a manchar la camisa —dijo ella mientras se apartaba—. ¿Sabes? Creo que no tenemos razón alguna para guardar secretos. Yo ya te conté los míos. Pero tú no.
Recordó aquella noche en Cannes. Pedro la había esquivado dos veces. La había distraído. Y había recurrido para ello al sexo.
—Te lo contaré ahora —le aseguró él—. Abandonar la mansión Kouklakis fue lo más duro que tuve que hacer jamás. El peor día de mi vida. Mi madre estaba muerta. Yo me sentía muy solo. Tenía miedo de lo que me esperaba. Quería escapar y a la vez temía la libertad. Sabía que no podía quedarme… porque sabía en lo que acabaría convirtiéndome si lo hacía. Aquel día lloré. Era el único hogar que conocía, y lo amaba en la misma proporción en que lo odiaba.
—Tus problemas eran mucho mayores que los míos —le dijo ella—. Debo de parecerte una tarada.
—No, en absoluto. Sé lo mucho que estás sufriendo. Si hay una cosa que he aprendido del ambiente en el que me he criado, es que la gente sufre. De mil maneras distintas, pero sufre.
—Perdóname, Pedro, pero tú eres el ser más amoral que he conocido. Tú me utilizaste para que dejara a Alejo, fuiste a buscarme para impedir mi boda…
—Sí, es cierto. Estaba confuso. Aunque…. probablemente habría intentado impedirla de todas formas. Como ya te he dicho, tú eres mía.
—Yo no… no te entiendo —le dijo ella—. Te comportas como si hubieras vivido entre lobos… y luego vas y me dices cosas como esa. Cosas que hacen que me sienta como si no estuviera sola, o como si no fuera la loca que yo creo que soy.
—Probablemente sigues siendo una loca —replicó él con un toque de humor—. Pero una loca encantadora.
—Vaya, gracias.
—Bueno, creo que no voy a preguntarte a fondo por lo que piensas tú de mí.
—Será mejor que no —de rodillas en la cama, se acercó a él, que seguía de pie. El corazón le latía acelerado.
Sabía que no debía tocarlo, que no debía desearlo. Todo seguía aún en suspenso. Pero, cuando estaba en sus brazos… se sentía mucho más cerca de la mujer que realmente era, en lugar de la mujer que aparentaba ser. En aquel instante no tenía las fuerzas necesarias para fingir.
Con los ojos a la altura de su pecho, le besó la piel desnuda que asomaba por el cuello sin abrochar de la camisa.
—Paula… —parecía como si estuviera sufriendo, con los ojos cerrados y el ceño fruncido.
—Solo quiero besarte.
Él alzó una mano para sujetarle la muñeca.
—¿Por qué?
—Creo que porque eres el único que me ha hecho sentirme así. El único hombre al que he deseado de verdad. Tú haces que me sienta yo misma. Todo lo que he hecho antes, desde rebelarme hasta comportarme, ha sido por otra gente.
—Entiendo —le acarició la mejilla con un dedo—. ¿Sigo siendo un error para ti, Paula?
—Todavía no lo sé.
—¿Qué? ¿Necesitas hacer el amor una vez más conmigo antes de estar segura?
—Puede que necesite llegar al final de todo antes de estar segura de algo.
—¿Y mientras tanto quieres hacer el amor conmigo?
—Sí. Eso me hace sentir bien. Nadie más me ha deseado nunca por lo que soy.
—Yo sí —le tomó la mano y se la puso en su pecho, sobre su corazón, para bajarla luego a la erección que presionaba bajo los tejanos—. ¿Lo sientes?
—Sí.
—Entonces no puedes tener duda alguna de lo mucho que te deseo. Si tienes que estar segura de algo, es de mí.
—Lo que me dices me da mucha confianza —le apretó el sexo a través de la tela—. Creo que deberías quitarte esto.
—Después. Pero antes quiero verte mientras te quitas el vestido. Siempre estamos con prisa. No quiero ir rápido.
—Podría no darte la oportunidad de hacerlo —se apartó de él para desplazarse al centro de la cama y se bajó un tirante del vestido—. Podría abalanzarme sobre ti.
—Aceptaría gustoso el desafío. Esto no sería ni la mitad de divertido si no estuvieras siempre provocándome.
—¿Te gusta que te hable? —le preguntó, bajándose el otro tirante.
—Me excita. No me gustan las mujeres pasivas. Quiero fuego.
Paula sonrió mientras se bajaba la cremallera de la espalda del vestido y lo dejaba caer, revelando sus senos.
—Creo que eso te lo puedo dar.
Se bajó el vestido por las caderas. El sol entraba a raudales por la ventana y estaba ya toda desnuda, pero no se sentía incómoda. Se sentía increíblemente bien. Porque él la deseaba como realmente era. Con sus imperfecciones.
—No soy perfecta —le dijo sin pensar. Estaba físicamente desnuda, así que bien podía desnudarse emocionalmente también.
Pedro apoyó una rodilla en la cama y la acercó hacia sí para besarla con pasión.
—Eres la mujer más increíble del mundo —le dijo, deteniéndose antes de besarla de nuevo—. La más hermosa. Y la más frustrante. ¿Cómo puedes dudar de ti misma?
La besó en el cuello, haciéndola estremecerse.
Cualesquiera palabras que fuera a pronunciar murieron en su lengua, barridas por su deseo. Cerniéndose sobre ella, le sujetó las manos por encima de la cabeza con una de las suyas.
—Me dijiste que te había hecho hacer cosas que no encajaban para nada en tu carácter. Pues bien, tú me has convertido en un hombre en el que apenas me reconozco. Sueño contigo. Con la suavidad de tu piel. Ni siquiera pienso ya en la venganza, agape. Antes siempre pensaba en ella, pero ahora no. Por primera vez mi cabeza está tan llena de otras cosas, de otros deseos, que ya no puedo hacerlo. Me has cambiado.
Paula soltó una risita, deseosa de tocarle el rostro.
—No —dijo él, acariciándole un pezón con su mano libre—. Todavía no voy a liberarte.
—¿Por qué? —inquirió ella jadeante, a punto ya de enloquecer de deseo.
—Porque quiero tomarme mi tiempo —bajó la cabeza y se apoderó del pezón con los labios—. Quiero saborearte.
Alzó la mano para acunarle la barbilla y ella le mordisqueó un dedo. Se detuvo, sonriendo, con el dedo justo encima de su boca. Ella se lo succionó entonces con fuerza, con una expresión ligeramente dolida que lo excitó aún más, y se lo mordió luego con delicadeza.
—Eres peligrosa —la besó, mordisqueándole a su vez el labio inferior—. Pero yo también.
—Yo nunca dudé de que lo fueras. Pero yo no lo soy.
—Mentirosa. Eres absolutamente letal. Para mi cordura.
Le acarició las curvas mientras seguía manteniéndola prisionera con la otra mano. Ella se retorcía buscando satisfacción, desahogo. Pero él se lo impedía, aferrándose al poder de provocarle o no el orgasmo. Y definitivamente lo estaba disfrutando.
—Por favor, Pedro…
—¿Por favor qué? —le besó el cuello, la curva de un seno.
Se instaló entre sus muslos, con la áspera tela vaquera en contacto con su piel. Y ella se frotó contra él, desesperada por encontrar satisfacción.
—Por favor, déjame…
—¿Que te deje qué? Recuerda que tienes que pedírmelo. No me lo ocultes, Paula. Dime lo que quieres.
—Por favor, déjame correrme —le confesó ruborizada de excitación, que no de vergüenza.
—Los que tienen paciencia para esperar acaban ganando.
—Yo he esperado. He esperado durante dos semanas.
—Y yo —repuso él—. Y quiero disfrutar de ello.
De repente, se apartó de ella y se sacó la camisa por la cabeza. Paula admiró el relieve de sus músculos destacándose bajo su piel dorada mientras se desabrochaba el cinturón y se bajaba el pantalón con los calzoncillos.
—Te deseo.
—Ya lo sé.
—Bájate de la cama.
Pedro obedeció, y ella se acercó al borde de la cama y se puso de rodillas.
—Quiero esto —bajó la cabeza, con el corazón latiéndole acelerado. Y se dio cuenta de que realmente quería hacerlo.
Quería saborearlo. Quería sentirlo dentro de su boca, saborear con la lengua la punta de su miembro.
Sintió sus fuertes dedos hundiéndose en su pelo, con la intención de apartarla.
—No tienes por qué hacer esto.
—Lo sé —lo miró a los ojos—. Quiero hacerlo, Pedro.
Inclinándose de nuevo, se metió la punta del pene en la boca. El sonido de su respiración entrecortada, la tensión de todo su cuerpo le disparó una punzada de excitación en el estómago. El pasado había quedado atrás. No había nada vergonzoso en lo que le estaba haciendo.
—Para, Paula.
—¿Por qué?
—Estábamos en los preliminares, ¿recuerdas?
—Yo lo estoy.
Lo oyó soltar un gruñido y se encontró de repente tendida boca arriba en la cama. La tomó de la barbilla.
—Me tientas demasiado. Me haces perder el control —su beso fue duro, exigente.
—¿De veras? Detestaría ver cómo lo pierdes —jadeó—. No creo que pudiera soportarlo.
Pedro soltó una risita. Colocándola de lado, la abrazó por detrás. Se apoderó luego de un seno con una mano, mientras con la otra la obligaba a volver el rostro y la besaba en los labios. Paula podía sentir el contacto duro y caliente de su erección, presionando contra su espalda.
Él retiró entonces la mano de su seno y la bajó hasta su sexo, probándola antes de hundirse profundamente en ella.
La apretó contra sí, aferrándola con fuerza con la otra mano y susurrándole sensuales palabras al oído.
—Córrete para mí. Querías hacerlo, ¿no? Ahora tienes mi permiso.
Aquellas palabras, pronunciadas en voz baja y ronca, terminaron por conseguirlo. Un grito escapó de sus labios mientras él embestía por última vez. El placer la recorrió como una ola, amplificado por el latido de su miembro cuando Pedro disfrutó también de su orgasmo.
Yació de espaldas contra él, jadeante, toda estremecida de placer. El corazón le latía tan rápido que hasta le dolía.
Deseaba a Pedro. En todos los sentidos. Quería conservarlo a su lado. Pero sabía que eso no iba a suceder, porque lo había rechazado. Y era joven. Se buscaría a otra mujer.
Formaría una familia con ella. Por todo eso, en aquel momento, no se le ocurrió otra cosa que decirle:
—Me casaré contigo,Pedro.
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