lunes, 22 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 16

 


Pedro salió de la consulta con la pierna dolorida. No le gustaban los médicos porque no le gustaba sentirse enfermo o discapacitado.


Iba cojeando por la acera cuando empezó a llover. Le encantaba la lluvia.


Después del calor y el polvo del desierto, tenía que haberse sentido feliz al ver llover, pero lo que sintió fue que el cielo lloraba por él. De repente, estaba de mal humor, dolorido y sin saber qué hacer.


No quería volver a casa, con todos esos muebles que no reconocía, y tampoco le apetecía ir a visitar a los pocos amigos que le quedaban allí. No lo haría hasta que no pudiese correr otra vez. Apretó la mandíbula y vio a lo lejos el cartel de una cafetería. Ese podía ser su destino. Esa mañana andaría un par de manzanas, al día siguiente un par más y en dos semanas podría correr.


Solo había andado una manzana a duras penas y ya estaba empapado y le ardía el muslo. La cafetería estaba mucho más lejos de lo que le había parecido, pero siguió avanzando con la vista clavada en el cartel. Le gustó el nombre: Beananza. Había pasado por delante la última vez que había estado en casa, pero no había entrado.


Se imaginó lo bien que le iba a saber el café cuando llegase, si la cafetería no cerraba antes. Solo tenía que seguir andando. Era solo dolor, podía soportarlo.


Un coche se detuvo a su lado y alguien le dijo:

Pedro, por fin te encuentro.


Se giró y vio a Paula sentada detrás del volante de un pequeño todoterreno gris, tan alegre como siempre, con un chubasquero azul.


—¿Por qué me estabas buscando?


Ella aparcó, salió del coche y abrió un paraguas azul. Luego sacó del maletero el bastón de su abuela.


Por un instante, Pedro sintió una punzada de dolor tan fuerte que se olvidó del de la pierna. Su abuela se había apoyado en aquel bastón durante años.


Paula se acercó a él y le ofreció el mango.


—Toma.


Él lo agarró y lo probó. Le quedaba un poco corto, pero no se iba a quejar.


Aunque fuese extraño, se sintió mejor al tocarlo, como conectado con su abuela.


—¿Cómo lo sabías?


—Me llamó el doctor. Me dijo que te vendría bien el bastón de tu abuela —le dijo ella en tono cariñoso, como si de verdad le importase aquello.


—¿Qué te ha llamado mi médico? —preguntó él sorprendido.


Paula se echó a reír.


—Tu abuela conocía a muchas personas y los amigos de sus amigos son ahora tus amigos.


—Me dijo que fuese a comprarme unas muletas.


—Lo sé, pero a mí me dijo que sabía que no lo harías. Y que tienes que utilizar el bastón en la mano contraria a la de tu pierna mala.


Él se lo cambió de mano.


—Ah.


—¿Adónde vas? —le preguntó Paula—. ¿Quieres que te acerque?


Él negó con la cabeza, con el reflejo del paraguas sus ojos parecían tan azules como el cielo.


—Solo los turistas llevan paraguas —comentó Pedro.


—Los turistas y las personas preocupadas por su apariencia.


—Iba a esa cafetería —le dijo él con naturalidad, como si no fuese a costarle ningún esfuerzo llegar.


—¿A la de Bruno?


—A Beananza —respondió Pedro, que no tenía ni idea de quién era el tal Bruno.


—De acuerdo. Esa es la cafetería de Bruno. Iré contigo —le dijo Paula. Luego frunció el ceño—. Mejor dicho, te llevaré.


—Está aquí al lado.


—Te han pegado un tiro en la pierna.


—No hace falta.


Ella suspiró con frustración.


—Como quieras.


Echaron a andar y Pedro pensó que parecía un hombre bastante respetable gracias al bastón. Esperaba que su acompañante no se diese cuenta de lo mucho que se estaba apoyando en él. Hacían una pareja un tanto rara, ella con el paraguas y él con el bastón, dirigiéndose lentamente hacia el cartel amarillo.


Para olvidarse de lo mucho que le dolía la pierna se centró en las de ella, esbeltas y muy sexis con aquellos tacones.




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